El humor que no pudo hacerse perdonar
Pocos escritores hay en la historia de la literatura española peor tratados por la posteridad que Wenceslao Fernández Flórez. Ya se sabe que la ceremonia de los centenarios suele servir de recuerdo, conmemoración y remisión final las más de las veces.A Wenceslao Fernández Flórez se le leyó en vida hasta la exasperación, se dice que ahora ya no se le lee apenas, y pese a todo el misterio sigue en pie. ¿Es el gran escritor que parecía proclamar su gran masa de lectores o carecía, por el contrario, de la menor entidad artística, como el "ninguneo" de la crítica académica, entre el silencio y la ira, decretó casi desde el principio? Hoy se cumplen -no sin vacilaciones- los 100 años de su nacimiento, y la pregunta no ha recibido todavía una respuesta adecuada.
Wenceslao Fernández Flórez cometió el profundo error de ser un humorista en un país que suele rechazar el humor, en beneficio del chiste y el sarcasmo. En su discurso de ingreso en la Real Academia, Fernández Flórez retomó el concepto inventado por Unamuno de "malhumorisino". España no es un país de humoristas -aunque haya producido al más grande de la historia universal que fue Cervantes-, sino de "malhumoristas" o, mejor dicho, de malhumorados.
No nos aclaramos bien con este escurridizo concepto, y mucho menos cuando lovemos aplicado a nosotros mismos. Todas nuestras autocríticas terminan acusando a los demás, y el humor mejor recibido es el que se aplica en cabeza ajena.
Pulcro e íntimo
Por eso, el humorista debe hacerse perdonar, por encima de todo, y Weríceslao Fernández Flórez lo intentó con todas sus fuerzas. Fue un hombre pulcro, correcto, celoso de una intimidad de la que nunca dejó nada traslucir, misógino, atildado, solterón, amante de su madre, y de vida irreprochable. Da igual: sus terrores se traslucen a través de sus escritos, de una transparencia no menos aterradora. Partiendo de sus orígenes misteriosos, desde la índole de su nacimiento a los de la misma fecha, llegó a académico, periodista de honor y autor de masas.
Ya célebre en los años veinte, reduplicó su fama en los cuarenta y hasta en los cincuenta: los editores -que todo lo saben en materia de ventas- le pagaban mejores anticipos que al propio Pío Baroja. Como no se fiaba de ellos, sin embargo, nunca dejó de escribir en los periódicos.
En realidad no fue un renovador. Perteneciente a la generación intermedia entre la del 98 y la del 27, su técnica narrativa era decimonónica. Fue un conservador que a veces arrasaba con todo. La crítica académica no le tuvo nunca en cuenta.
Sólo al final Entrambasaguas declaró su admiración por su obra, y luego siguieron, entre otros, Eugenio de Nora y José Carlos Mainer. Los periódicos le mimaron, el público le siguió, y aún hoy se le estudia en algunos colegios por su obra más singular, El bosque animado, que no es otra cosa que la historia de su propia resignación y de su refugio final.
Hay que decirlo con pocos rodeos. Fue un gran escritor que en sus mejores momentos no dejaba títere con cabeza, ni a diestra ni a siniestra.
Al final -humor obliga- es evidente que fue un hombre de orden; pero pocas veces el orden ha sido tan dinamitado desde su propio interior. Pues este gran reaccionario era en el fondo un escéptico total, un extraño antimilitarista, un pacifista fatal, un ecologista descentrado y un vago panteísta que se cebó contra toda suerte de iglesias y religiones.
Inexistencia de la razón
Proclamó la inexistencia de la razón en El secreto de Barba Azul, la miseria sexual española en Relato inmoral, la necesidad del mal en Las siete columnas, los peligros de la mujer y su fatal necesidad en Volvoreta, La profesión de los días y Ha entrado un ladrón.
Fernández Flórez torturó a los humildes en su mejor libro, Tragedias de la vida vulgar, demostró que nadie puede ser neutral en Los que no fuimos a la guerra, y que quien nace bueno jamás cambiará su sino de víctima, en El malvado Carabel.
Confieso mi admiración por ese melodrama exagerado e imperfecto que es Las aventuras del caballero Rogelio de Amaral, donde no deja a nadie a salvo de la derecha a la izquierda. Al final se refugió en una isla durante la guerra civil y buscó un caballo precioso con el detective Ring, entre nubes de sangre absurda y fatal, para terminar devorándolo, como hizo con su propia ideología en esa fábula magistral y quietista que es El bosque animado.
Dejémoslo estar, han pasado 100 años y estoy persuadido de que nunca se ha dejado de leer a Wenceslao Fernández Flórez, a pesar de todo.
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