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Los caprichos del artista

La fortuna crítica de Cocteau depende de los cambios de apreciación que ha sufrido esa actitud ante la cultura que él representó como pocos, o acaso como ninguno. No es sólo una voluntad acérrima de omnipresencia -voluntad de por sí absoluta- sino especialmente el convencimiento de que la cultura es un ministerio sagrado ninguno de cuyos misterios está vedado a sus oficiantes. Todos los dogmas están sujetos a líbre intercambio, toda sacrafidad es exorcizada y, posteriormente, asumida. La môme Cocteau ejerce entonces de médium de lo sublime. Pero con reparos. Es sintomático que Cocteau no suela referirse a sí mismo como un intelectual, sino que se glorifique constantemente en términos de "artista" y, devolviendo el mito a sus orígenes, "poeta". Es el oficio que se adjetiva a sí mismo. La raíz del énfasis. El capriccio.Cocteau se erige en el creador por antonomasia y su escape hacia todos los campos del arte no conoce límites. Si recibió la Rama sagrada, ¿quién osa discutirle sus derechos, incluso su despotismo? Serán uno la poesía, el dibujo, el teatro, la fotografía, el cine; y no es nada imposible que, de vivir hoy, Cocteau se apuntase al descubrimiento de una poética de las computadoras. No olvidemos que uno de los privilegios concedidos a estos seres excepcionales (creadores absolutos) fue la de poetizar cuanto tocaron. No sólo en los línútes pernúsibles. No sólo en experiencias como el ballet, de poética ya reconocida. El diseño podía ser poetizado. La moda misma. Una máquina. Un macho. Una caracola.

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Cocteau fue, en todo, un moderno que no dudó en comprometer su prestigio intelectual en numerosas ocasiones y sin pararse en riesgos, aunque fuesen los mayores: la frivolidad y el artificio. Paradigma de un París inexplicable más allá de la fiebre de modernidad que le caracterizase en la década de los veinte, era difícil que su obra resistiese a los embates críticos de la posguerra, los compromisos de una literatura de urgencia, las revisiones existencialistas. Es difícil comprendrer hoy en día qué pinta El águila de dos cabezas frente a Las manos sucias de Sartre, por ejemplo. Qué puede representar Les enfants terribles opuestos a La peste de Camus. Qué herencia deja el aislamiento posterior del poeta juguetón.

Las comparaciones serán odiosas y el equívoco que se derive de ellas resultará descomunal si omitimos las verdadera función de Cocteau, su representatividad dentro de una cultura, la francesa, que se satura a sí misma y produce en determinados momentos figuras que son resumen y compedio, que pueden permitirse incluso el capricho; que llegan a rizar el rizo para proponer una continua fiesta artística.

¿Poeta? ¿Cineasta? ¿Pintor? ¿Dramaturgo? Al hablar de Cocteau todas las ramas del arte permiten el interrogante. Es dificil reconocer si fue grande en cada uno de sus caprichos o, simplemente, en el capricho mismo. En el París de entreguerras, Cocteau tiene competidores de demasiada altura: y así es difícil que podamos preferir sus poesías a las de Eluard, sus dibujos a los de Max Ernst, su narrativa a la de Julíen Gracq: é cosi via. Es incluso posible que núentras en las demás artes la magnitud de otros oficiantes empequeñecen la figura de Cocteau, sea precisamente en el cinematográfico donde sus delirios se erigen más en solitario, y su talla quede menos disminuida.

Tal vez por no encontrar competencia en la cinematografla que hacen sus contemporáneos, Cocteau puede resurnir en el cine la máxima primordial de su vida; el lema, muy caro a Oscar Wilde, de la originalidad y lo intense. Cuando no se deja domesticar por una dramaturgia restrictiva (como es el caso de algunas zonas de Orphée), Cocteau encuentra en la imagen en movimiento la maquinaria a que seguramente aspiraría desde la época de sus experimentos escénico-musicales con Satie o Milhaud. Para un hombre atento a todos los avances y guiños de la época, sólo el cine será capaz de arrancar a la poesía de los labios, al dibujo del papel, al drama de la cárcel de cartón. Y surge, también aquí, el mito, pues se asegura que en la decisión de abordar el cinematógrafo tuvo mucho que ver su endiosamiento del entonces inolvidable Jean Marais. Cierto es que, nunca como en este caso, lo cortés no quita lo caliente. Pero también que el poeta vive del esperma, además de la sangre.

Un endiosador de oficio como Cocteau pudo haber encontrado a otros Marais, pero no otro medio como el cine. La pretensión de una poesía viva, que es típica de las inquietudes de la época y a la vez de su angustia, condujo a Cocteau por todos los caminos que desembocaban fatalmente en las consagraciones de la era mecánica. Si este es el hombre que pudo sacar poesía a la Torre Eiffel, más podía convertir al tren, la estación, la fábrica y los obreros de los Lumière en medios capaces de entroncar con las disecciones del surrealismo. Y aun en esta vena, tan reconocible en él, se discute si sus aportaciones resistirán, con el tiempo, la carga de frivolidad que las revestía. Sin embargo, no se puede pasar por la polémica sin recordar ciertas palabras de Oscar Wilde: "Un gran poeta es la más antipoética de todas las cniaturas. Pero los poetas menores son absolutamente fascinantes".

¡La fortuna crítica de Cocteau, decíamos al principio! En nuestros ámbitos, siempre anémicos de referencias, cualquier opinión es una apuesta en el vacío. Cocteau llega al olvido desde el olvido. Pero cumple una función: la de hacernos envidiar desesperadamente a esas culturas tan realizadas, incluso tan saturadas, que pueden permitirse el supremo capricho de albergar los caprichos de esta águila con 100 cabezas. La môme Cocteau, precisamente.

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