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Tribuna:Jean-Paul Sartre, en agosto de 1944Un caminante en el París sublevado / 1
Tribuna
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El nacimiento

La mañana del sábado 19. Existe una geografía de la insurrección en algunos barrios, la batalla se desencadena sin interrupción desde hace cuatro días; en otros se mantiene la calma con una especie de constancia casi inquietante.Pero sería difícil trazar un mapa del París combatiente: en numerosos lugares la batalla se extendió como una inundación y luego se retiró, dejando las calles asoladas con algunas barricadas y restos de camiones, mientras otros barrios pasan lentamente de la paz a la guerra. Uno de estos últimos es el que quiero describirles hoy. Desearía mostrar el nacimiento del espíritu insurreccional.

El barrio que se extiende entre el Sena, la calle Dauphine, el bulevar de Saint-Germain y la calle Bonaparte está en absoluta calma. La calle de Seine y la de Buci bullen de amas de casa en busca de víveres y de tipos callejeros en busca de noticias. Se dirigen unos a otros riendo, diciéndose: "Se han ido todos esta noche". Sobre este gentío pesa todavía una especie de inercia; desean que París sea evacuado sin derramamiento de sangre, esperan a los aliados como quien espera un regalo. Algunas personas llegan hasta el bulevar de Saint-Germain y vuelven decepcionadas: todavía ondea en el Se nado la bandera con la cruz gama da, todavía están ellos allí. Pero no puede tratarse más que de un ligero retraso, solo de algunas horas más de paciencia, y más de uno se dispone a atravesar París para ir a esperar a los aliados en las puertas exteriores de la ciudad. Unos ciclistas que vienen de la Concordia traen las primeras noticias de la insurrección.

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Hacia mediodía las noticias de la insurrección aún son confusas. "Todos los pasos están cerrados. Nos han hecho desviarnos por unas callejuelas; disparan sobre la explanada de los Inválidos". Las mujeres que hacen cola ante la panadería de la calle de Buci rodean a los ciclistas: "¿Quién dispara?'. "Los alemanes". "¿Contra quién?'. "No lo sabernos". ( ... )

Hacia las tres de la tarde, la primera ráfaga. En la encrucijada del Odeón ha comenzado el combate. Los habitantes del barrio desconocen los rostros de sus defensores. La Resistencia es casi un mito: se cree en ella con todas las fuerzas, pero nadie les conoce. ¿Se trata de escaramuzas o la insurrección es general? Los porteros se asoman cautelosos,a los portales de sus edificios, las gentes que dormita ban en su comedor ante los restos de su pobre comida bajan ahora a la calle en mangas de camisa. Se forman grupos. Miran hacia el Se nado, hacia la esquina del Odeón. Una veintena de soldados alemanes salen del Senado y bajan por la calle de Seine. La gente, inmovil, les ve venir.

Pero apenas han llegado al bulevar Saint-Germain cuando rocían la calzada y la acera con una ráfaga de ametralladora, sin mirar siquiera lo que hacen. Se diría que por principio. Es lo que ellos, elegantemente, denominan una limpieza. La gente, sorprendida, no ha tenido tiempo de ponerse a cubierto. Caen abatidas dos mujeres; un viejo tiene atravesado un hombro. En un abrir y cerrar de ojos la calle se vacía.

En el bulevar sólo queda un anciano que no puede correr. Los alemanes le apuntan. El viejo se precipita sobre la puerta cerrada de un inmueble próximo y llama con todas sus fuerzas basta con que le abran. La puerta no obstante sigue cerrada. Los alemanes disparan y el hombre cae, alcanzado en la espalda por cinco balas.

Ahora los alemanes ya han pasado. La gente sale con prudencia, y comienza a actuar con mayor osadía. Unos camilleros se llevan el cuerpo. Ante el. inmueble, como una acusación, queda un charco de sangre. La puerta se abre de repente y aparece una cabeza velluda y fofa. Es el portero que se negó a abrir. Mira el charco con aire de desaprobación, desaparece, vuelve luego con un cubo y una escoba y se pone a limpiar la sangre, indiferente y minucioso, como si se tratara de una mancha de grasa. Es entonces cuando repentina mente se desencadena el furor de la gente. Es su primera manifestación colectiva; la primera vez, des de la mañana, que toma conciencia de sí misma. Rodea al portero, le maltrata: "¡Lava esa sangre, tú tienes la culpa de que haya corrido", y el otro les mira, lívido y es túpido. Estoy caminando por todo París desde hace cuatro días, y es la única vez que he visto el miedo, el verdadero miedo, en los ojos de un parisiense.

Ha bastado con un incidente como este para que la gente se transforme. Sus pequeños sueños confortables de evacuación pacífica han muerto. Todavía no son combatientes, puesto que no cuentan con armas ni consignas, pero ya han dejado de ser personas completamente civiles. Han tomado partido. Permanecen en las ventanas, en la calle, algo pálidos, al acecho. La batalla está allí, bajo el sol. Pero la escaramuza ha terminado. Cae la tarde, solo se oyen secas crepitaciones procedentes de los muelles, estampidos sordos y lejanos en la plaza de la Prefectura, el nítido timbre de las ambulancias, que recuerda el de los tranvías de antes de la guerra. Es el único ruido de paz en estos días de sangre.

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