Un trago de whisky de maíz
Alcancé a ver en Nueva York una de las últimas representaciones de esa obra escandalosa y revolucionaria que se titula ¡Oh Calcuta! Una de las escenas es como sigue: un señorito del Sur, del dulce y profundo Sur, enamora muy cómicamente a una señorita sureña; hay una conversación casi ligera: ella es inocente y él propone un juego; finalmente el sureño la consigue, y este acto de amor conseguido por medio de un juego se transforma en tragedia total y absoluta cuando vemos los resultados: no ha habido juego, ha habido una violación que trauma para siempre a la inocente señorita.De alguna manera relacioné inmediatamente esta escena con Faulkner; relación que en un principio venía casi por sí sola, se trataba del Sur, el Misisipí no podía andar muy lejos, y desde luego los modales de los dos protagonistas eran elegantes, finos, casi aristocráticos, en una palabra, estábamos ante los derrotados suristas de la tan traída y llevada guerra civil americana.
Y William Faulkner es el hijo de esta guerra, pero un hijo que en lugar de rememorar los sucesos militares se enfrenta con el resultado de los mismos (en Lo que el viento se llevó, ese Faulkner del pobre, ocurría, claro está, lo contrario). Para Faulkner, la victoria del Norte tiene una amplitud insospechada, porque el Norte es en cierto modo el mundo, la civilización actual, la inevitable conquistadora, de ahí que no haya escapatoria posible y mucho menos en un pasado más o menos hermoso y soñado. No es, pues, una casualidad que cierta crítica haya señalado la lucha Contra el tiempo, o contra una cierta temporalidad, en la obra faulkneriana. Ocurre que nuestro autor posee la rara originalidad de enfrentarse con el mal sin echar mano de ningún recurso; a partir no de ciertos valores olvidados (que siempre serían subyacentes y por tanto actuales), sino a partir de la expresión, aquí literaria, de ese mismo mal. Si el mundo es un desastre mecanizado, si los hombres tienen ya los ojos de plástico y las mujeres son ya máquinas amorosas, la labor del creador no ha de consistir en explicar esta situación, sino en presentarla tal y como es. No hay, pues, ni rebuscado sadismo ni refinada crueldad en las duras páginas de Faulkner, sino la terrible manifestación de un estar ahí que resulta insoportable.
El caballero sureño que es Faulkner no es un nostálgico de lo perdido, porque sabe ya que nada volverá, pero enfrentado con el presente lucha contra él como puede y como sabe, y en primer lugar, intentado la negación absoluta: Quentin, en The sound and the fury, rompe su reloj de pulsera antes de irse a suicidar en las aguas del río Charles. Faulkner no inventa el monólogo interior, pero encuentra el empleo perfecto del mismo: el tiempo no transcurre en un monólogo, porque la semiconciencia de ese idiota que se llama Penjy (en la misma novela), al mezclar los tiempos cronológicos de una historia, nos da así la verdadera historia de nuestro mundo. Claro que la visión de Faulkner es pesimista, pero quizá este pesimismo se hubiera atemperado si el autor hubiera expresado alguna vez sus propios valores (en lo que creía y en lo que, soñaba); no lo hizo nunca, y es más, la introspección de sus personajes, tan directa que casi es cordial en su desfachatez y crueldad, no corresponde nunca, no creo que corresponda, con el modo de pensar del autor. Y aquí sí que había que hablar de técnica literaria y de maestría. Los personajes faulknerianos se mueven automáticamente, no parecen poseer voluntad de elegir y sí una cierta complacencia con su propio itinerario: desde las primeras páginas de Sanctuary, el gran éxito o el primer éxito de Faulkner, vemos cómo el destino de la alegre universitaria qué se llama Temple Drake acabará en el burdel de Memphis, regentado por la inolvidable Miss Reba.
Para Faulkner, en la imposible síntesis de este apretado artículo, sólo hay un tiempo, que es el presente, tanto más injusto y terrible cuanto que carece de antecedentes que lo expliquen y, en cierta manera, lo justifiquen. El autor expresa lo que está, quizá no nos diga nunca lo que es, a no ser, claro, que supongamos que para Faulkner el ser no existe.
Las historias, porque lo son, de esas familias sureñas que acaban en la degeneración más absoluta y abyecta se nos aparecen como la triste cáscara, la más literaria, de un amargo fruto que siempre queda por descubrir: la repulsa y también el miedo a una realidad que se vuelve, que se está volviendo ya, inhumana. Pero Faulkner, como todos los grandes creadores, consigue el milagro de humanizar lo inhumano.
Para terminar, yo invitaría al lector de estas líneas a un trago de ese alcohol de maíz, tan sureño él, que se llama moonshine; quizá encontrara en él la aspereza pero también el calor de un escritor que se llamó William Faulkner.
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