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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La justicia perpleja

La llegada de la libertad y de la democracia para nuestros hermanos argentinos, ya ciudadanos, junto con el imperio de la ley y del derecho que implica el restablecimiento de un régimen nacido de la voluntad mayoritaria del pueblo, cansado ya de tanta sangre, terror y lágrimas, me ha recordado una vieja lectura de uno de esos libros a los que tan aficionados son los escritores y juristas anglosajones, más partidarios o proclives a la solución pragmática de los casos concretos mediante el buen sentido y la moral colectiva que al uso de abstracciones o reglas supergenerales para resolver problemas o situaciones realmente conflictivas y excepcionales.Hay situaciones, en efecto, que se salen de lo común y ordinario, al menos de lo que debiera ser común y ordinario, cosa que, desgraciadamente, ocurre cada vez menos, como se comprobará fácilmente leyendo la Prensa, en la cual no hay día sin el consabido parte de guerra, guerrilla, subversión, golpe, contragolpe, si no es ya el cada vez más generalizado espanto y temor a la guerra nuclear y definitiva, tras cuyo fin quedaremos no ya todos calvos, sino convertidos en polvo o en sombra dibujada en cualquier pared.

Un poder arbitrario

Pero vamos a nuestro caso. Supongamos un país de unos 20 o 30 millones de habitantes que, hasta una época no muy lejana, vivía en una situación de cierta prosperidad y normalidad en cuanto a su economía y organización social, jurídica y política, con un régimen de libertades y partidos representados en el Parlamento y una economía que proporcionaba un aceptable nivel de vida, al tiempo que un gran desarrollo cultural.

Por circunstancias que no son del caso, pero que respondían a una situación política y social conflictiva, por otro lado bastante generalizada en el mundo, aquel estado de normalidad entra en deterioro. Los partidos políticos se extreman. Las luchas sociales se agudizan: por un lado, el temor de los poseedores a perder lo que tienen, poco o mucho; por otro, la natural exigencia de los desposeídos, siempre frustrados en sus esperanzas de un justo reparto. Las multinacionales se inquietan. Surgen los arribistas, los mesiánicos, los salvadores patrios. El orden público se altera: atentados, venganzas, guerras de grupos y organizaciones, políticas y religiosas...

Esta anormalidad es aprovechada por un partido que, al socaire del desorden y mediante una hábil demagogia y elecciones un tanto sospechosas, se hace con el poder. El nuevo Gobierno, no obstante, conserva las antiguas instituciones y códigos e incluso los tribunales. Pero ello no es suficiente, porque la oposición subsiste y resiste. Surge entonces, y no por generación espontánea, el proverbial y providencial hombre a caballo, el espadón salvífico, el desalmado armado.

El poder se convierte en puro poder, y aunque no se derogan la Constitución ni los códigos civiles, penales y procesales, se crean tribunales de excepción, se despoja a los jueces ordinarios de sus funciones más conflictivas o peligrosas para el poder. Se dictan leyes especiales, incluso no publicadas, con efecto retroactivo para castigar conductas en su tiempo legales. Comienza la dinámica de la represión: detenciones arbitrarias, policíacas y militares; redadas nocturnas, asesinatos cometidos por grupos parapoliciales, juicios secretos, coacciones y confiscaciones, expulsión de ciudadanos del país, desaparición de personas y familias enteras, unas huidas y las más asesinadas y enterradas secretamente, cuando no abandonadas en las cunetas o en las calles. El poder, ya claramente militar y militarizado, llega incluso a institucionalizar el terror. La crueldad se hace dueña y señora del país. Pero también la tiranía se cansa y se gasta. Pero sobre todo fracasa. El clamor contra el crimen, la ruina económica, el empobrecimiento nacional, la presión exterior, serán los factores del cambio. Es cuando el poder, sin un ápice de autoridad moral, sin el apoyo ya de sus simpatizantes interesados, inicia la retirada. Hay elecciones libres y se constituye un Gobierno democrático. Parece que se ha cumplido el círculo fatal que enunciaba Henri Barbuse: "La libertad engendra la anarquía, ésta conduce al despotismo y el despotismo desemboca otra vez en la libertad".

Cinco respuestas

Pues bien, sigamos con la hipótesis de nuestro caso. Restablecida la normalidad, uno de los primeros problemas que se plantea el nuevo Gobierno es el de satisfacer las naturales demandas de justicia de una comunidad tan duramente castigada y oprimida. Al ministro de Justicia se le encarga su estudio y solución. Pero el asunto es grave, muy grave. Así que lo que se le ocurre, antes de tomar un acuerdo, es solicitar de cinco honrados y competentes expertos un dictamen, una opinión, para elevarla a su Gobierno. He aquí lo que, por turno, opinaron los consultados.

Primer consultado: "En mi opinión", dice, "nada debemos ni podemos hacer, porque las decisiones y actos realizados en aquel tiempo lo eran tomados de acuerdo con el derecho y leyes que se habían dictado. Cierto que eran, para nosotros, detestables, pero si ahora tratáramos de anular los actos, disposiciones y sentencias de aquel régimen de los desalmados armados, haríamos lo mismo que les reprochamos a ellos, es decir, cumplir las leyes que les interesaban y hacer caso omiso de las que no les convenían, aunque disfrazaran sus leyes y actos con un hipócrita y formal acatamiento a las leyes anteriores que no derogaron. Esta solución que propongo irá, ciertamente, contra la opinión pública y no evitará que se tome la gente la justicia por su mano, pero creo", termina el experto, "que es la mejor para salvaguardar el concepto del derecho y del gobierno que defendemos".

Segundo consultado: "Oída la opinión de mi colega, yo llego a la misma conclusión, pero por otro camino. Es absurdo, en efecto, calificar el régimen depuesto de Gobierno legal. Éste no se basa solamente en el orden mantenido por la policía o por la milicia, ni porque no se deroguen las leyes y códigos del régimen constitucional. Un Estado de derecho presupone poderes independientes y garantías para el ciudadano. Por tanto, creo que en aquel régimen el derecho dejó de existir. No fue un gobierno de leyes, sino una guerra de opresión interna, selvática. Condenar ahora esos actos sería incongruente, como tratar de aplicar conceptos jurídicos a la lucha por la vida que ocurre en la selva. Hay que olvidar ese triste período y no remover los odios. Olvidemos y no hagamos nada".

Tercer consultado: "Creo que las opiniones de los colegas que me han precedido conducen al absurdo, o más bien, a una conclusión que es ética y políticamente inaceptable. Hay que considerar que bajo el régimen de los desalmados armados, pese al terror y a la arbitrariedad reinantes, subsistía una vida normal: se celebraban matrimonios, se ejercía el comercio, se hacían testamentos, etcétera, y por lo mismo, se sucedían las vicisitudes corrientes. Estos actos no estaban afectados por la ideología impuesta. Sí lo estaban, sin embargo, los asesinatos y las desapariciones, pues nunca podríamos legalizar esos actos, aunque fueran amparados por órdenes superiores e incluso controlados por el que se había convertido en presidente de la República. Por consiguiente, hay que distinguir entre los casos en los que el Gobierno militar se inmiscuyó y pervirtió la justicia de los otros supuestos en los que funcionarios y autoridades aplicaron las leyes normales y no derogadas. Lo mismo habría que hacer respecto de la participación personal de los culpables, según su grado de autoridad y responsabilidad en el escalón del poder. Ya se supone que esta tarea es complicada, pero creo que esos actos criminales no deben quedar impunes, aunque, repetimos, va a ser difícil con el empleo de las leyes del régimen o de las por él modificadas".

Cuarto consultado: "Estoy sustancialmente de acuerdo con la opinión del colega precedente, pero con la matización de suprimir esa dificilísima distinción de actos incriminables, sobre todo en cuanto a las disposiciones y leyes dictadas por el poder derrocado. La razón es que utilizaríamos su mismo sistema de aceptar lo que nos gusta y de rechazar lo que nos parece objetable, aparte de la inseguridad que se crearía con los distintos criterios de jueces y fiscales. Mi solución es la de aplicar el derecho debidamente promulgado, es decir, dictar una ley especial para resolver el problema, sin forzar las antiguas leyes, cuidando, eso sí, de redactar cuidadosamente la ley para acomodarla a la justicia del caso".

Quinto consultado: "No comparto", dice el último experto, "la solución anterior, que implica el uso de la técnica o artimaña típica del desalmado armado, es decir, la de la ley ex postfacto, la ley retroactiva. Ante la dificultad, por otra parte, de distinguir casos y circunstancias, mi propuesta es dejar que las cosas se arreglen por sí mismas. Si, como alguien ha dicho, el derecho penal tiene, entre otros fines, el de canalizar el instinto humano de venganza, deberíamos ahora permitir, ante este caso excepcional, que este instinto se manifestara o actuara sin formas legales, que la gente, los perjudicados y las víctimas, actuase por su cuenta, dándose instrucciones a los fiscales para que dejaran hacer. Habrá desórdenes e injusticias pero nuestro sistema legal no se verá deshonrado ni perplejo ante las dificultades éticas y legales señaladas en los anteriores dictámenes".

Hasta aquí el caso y las soluciones propuestas, las cuales no calificamos ni valoramos, operación que remitimos al lector. Supongamos, como última hipótesis, que usted, amigo lector, ha sido nombrado ministro de Justicia. ¿Qué solución propondría a su Gobierno?

Carlos de la Vega Benayas es magistrado del Tribunal Supremo.

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