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Tribuna:Un reto para la ciudad moderna
Tribuna
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Cultura en un tesoro oculto

La sobriedad de un edificio histórico olvidado albergará uno de los proyectos más ambiciosos de la administración cultural española

No parece que haya habido en los últimos tiempos un terna que despertara más inquietudes e insidiosos rumores en el mundo de la cultura que el proyectado Centro Cultural Reina Sofía, destinado a ocupar el noble y monumental edificio del antiguo Hospital Provincial de Madrid. La adusta sobriedad del largo perímetro mural que da a la calle, combinada con la degradación urbanística de la histórica zona de Atocha, han ocultado al paseante la importancia excepcional de esta obra, que construyeron en el siglo XVIII los arquitectos José de Hermosilla y Francisco de Sabatini por encargo de Carlos III. Como insisten todos los especialistas y puede corroborar cualquier visitante sensible, esta espectacular construcción, inspirada en los criterios estéticos del mejor barroco italiano, constituye sin duda una de las piezas más relevantes del patrimonio artístico madrileño, y sobre todo, la más perfectamente dotada para una inteligente redefinición de uso cultural.El pasado martes publicó este periódico la noticia del acuerdo tomado por la comisión designada por el Ministerio de Cultura para proponer precisamente las líneas generales de lo que será, si consigue la aprobación pertinente su futura misión. El paso dado tiene una trascendencia histórica, porque desde que el monumento fue transferido al Ministerio de Cultura no cesaron las hipótesis y las especulaciones de toda índole, algunas de un cariz francamente alarmante. Había dos aspectos graves que condicionaban el salvamento del edificio en cuestión: por un lado, la labor de restauración propiamente dicha, que debía consolidar, restituir en su primitiva grandeza y adecentar una obra muy maltratada por el paso de los años, pero también, por otro, íntimamente ligado con el anterior, la decisión de asignarle una nueva función, porque, como es fácil suponer, no hay conservación monumental posible sin dotar de contenido adecuado a lo que formalmente se ha rescatado de la ruina.

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'Saldos Arias'

En realidad, a través de este segundo aspecto nos situamos de inmediato en el corazón del apasionante asunto. ¿Qué hacer con una gigantesca mole de una superficie aproximada de 40.000 metros cuadrados, 20.000 de los cuales podían considerarse útiles? En este tipo de decisiones es donde demuestran los políticos su verdadera altura, y no me extraña, por eso, que la serie vertiginosa de diferentes ministros de Cultura que se han sucedido en la etapa democrática soltaran el tema como una patata caliente. Dada la insensata audacia de algunos de ellos, animosamente dispuestos a pasear coros de catedrales, el miedo de los más casi debe calificarse de sabia prudencia. Sea como sea, hay un punto de no retorno, donde no caben ya más los caracoleos y las fintas de salón, y usando del símil taurino, no hay más remedio que coger al toro por los cuernos. Estamos en ese momento.

A juzgar por el aluvión de rumores de los últimos meses, los actuales responsables de Cultura debieron percatarse de ello. Quizá lo más preocupante de este baile de proyectos no fuera el carácter pintoresco o peregrino de una parte de ellos, sino lo que revelaban de incomprensión sobre la cuestión esencial: la necesidad perentoria de salvaguardar el sentido unitario de una tan noble edificación y, por ende, el sentido unitario de su función. Quiero decir simplemente que el peor atentado que cabía y cabe cometer allí sería convertir el Centro Cultural Reina Sofía en una especie de saldos Arias de la cultura; en una palabra: convertir al centro en un enjambre compartimentado donde, cual unos grandes almacenes, en cada planta hubiera una cosa diferente y, a su vez, dentro de cada una de ellas un laberinto de departamentos secciones, oficinas, despachos y reservados.

¡Oh, mil veces humana tentación babélica! Cada vez que pensaba en ello no podía evitar verme asediado con los fantasmas de la pesadilla. En sueños, penetraba en el severo recinto y, ya en el umbral, topaba frente a un descomunal organigrama, que desglosaba ante la inmóvil, por perpleja, masa de visitantes, las infinitas posibilidades de entretenimiento: planta cuarta, derecha, museos; izquierda, almacenes y despachos; planta tercera, derecha, ballet clásico y moderno, gimnasia rítmica, Orquesta de Radio y Televisión; izquierda, sauna, duchas y terapia de grupo; planta segunda, derecha, filmoteca, discoteca, videoteca, fonoteca, biblioteca, archivos, hemeroteca, etcétera; izquierda, juegos electrónicos y fisica recreativa; planta primera, derecha, hogar de la tercera edad, oficinas de la juventud para la transformación cultural del paro en ocio, delegaciones de las academias, salón de recreo para el funcionario y vestíbulo de interinos... A estas alturas del recorrido, el paseante imaginario, un tanto mareado, se asomaba a una magnífica galería acristalada, con vistas al patio ajardinado, y hete aquí que lo ve cubierto con una inmensa carpa de circo, con tres pistas nada menos, como el americano, ocupada la central por un concierto de rock, mientras que cada una de las laterales, respectivamente, era destinada a una representación teatral y a un partido de fútbol-sala. En ese preciso instante, el soñador se despierta con el respingo de una intuición certera: ¡el espía cultural enviado a París equivocó Les Halles con el Pompidou!

Bromas y pesadillas aparte, cuando se dispone de un edificio de la envergadura y de la belleza del antiguo Hospital Provincial, no hay que inspirarse ni en Les Halles, ni en el Pompidou, ni en el mismísimo Rockefeller Center, que nacieron de la falta o destrucción de obras que, como la nuestra, sintetizaran el interés histórico, la belleza y la máxima disponibilidad como espacio cultural. Simplemente, hay que saber estar a la altura del monumento en cues-

tión. En este sentido, aprovechando el rapto de sensatez que parece insinuarse en los acuerdos últimos de la comisión del Ministerio de Cultura, hay que programar el uso más acorde con la naturaleza del edificio, sin violar su sagrada unidad, máxime cuando la necesidad de locales adecuados en el amplísimo y complejo terreno de la Dirección General de Bellas Artes es proverbial. La gente debe saber, por ejemplo, a este respecto, que, en el campo de los museos citados para su nueva reinstalación en este último proyecto de la comisión cultural, el de Reproducciones Artísticas lleva años malamente amontonado en sótanos sin condiciones; que el del Pueblo Español, también cerrado desde tiempo inmemorial, se apolilla en cajas, y, en fin, que el flamante Museo Español de Arte Contemporáneo, que fue inaugurado no hace mucho por más de medio millar de millones de los de hace 15 años -coste lógico si se piensa que fue diseñado con 11 plantas, destinadas a albergar unos fantasmales departamentos de creación e investigación, jamás utilizados para esos fines e inútiles para otra función que la de oficinas, así como que estableció el récord técnico de la estupidez al haberse hecho ¡desmontable!, lo que permite, en espera de otra misión, el apasionante espectáculo de ver desprenderse en jornadas ventosas sus placas de acero sobre el confiado dominguero, que vuelve de excursión por la carretera de La Coruña-; que este flamante museo, insisto, no tiene el espacio suficiente ni para exhibir siquiera la cuarta parte de sus fondos, y que cuando debe organizar muestras temporales, si no quiere descolgar los únicos fondos propios que son permanentemente visibles -cosa, por cierto, que se ha hecho más de una vez-, debe valarse de unas horribles casetas improvisadas en los bajos desmontables, que así, paradójicamente, sirven para montar nuevos módulos de exhibición, que imagino concebidos también para ser desmontados alguna vez. La coda final que suscita este sesudo proyecto futurista fue el olvidado de la obligatoria escalera de incendios, innecesaria quizá porque la única escalera existente en este edificio, herméticamente cerrado, hace de magnífico tiro de chimenea y garantiza una muerte rápida por asfixia al funcionario atrapado en las alturas.

He aquí, pues, la lógica deducible de las circunstancias descritas: unidad del Centro Cultural Reina Sofia como sede no sólo del malhadado Museo de Arte Contemporáneo, que, ocupando, como se prevé, res plantas, tendrá el espacio suficiente para enseñar todos sus fondos actuales y los futuros, sino también los servicios que un museo de sus características ha de poseer, al margen de unas decentes salas de exhibición temporales propias.

Por último, dentro del espíritu de ese gran Museo de Arte Contemporáneo, que ahora sí cabe desarrollar sin restricciones artificiales, cabe también, sin romper la coherencia del conjunto, la habilítación de unas estupendas salas de exposiciones temporales de la Dirección General de Bellas Artes, que así podría restituir a la Biblioteca Nacional esos espacios robados que necesita.

La reapertura de los museos de Reproducciones Artísticas y del Pueblo Español, convenientemente integrados, tampoco dañaría la unidad del conjunto, así como otras intervenciones puntuales dentro de este mismo cariz.

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