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La larga lucha contra la censura

Hace pocos días, el secretario general de Gobierno de Chile declaraba: "En Chile, ahora existe plena libertad de Prensa". El funcionario hablaba dentro del contexto de la apertura política que ha venido impulsando el nuevo ministro del Interior, Sergió Onofre Jarpa.El secretario general de Gobierno aludía a una situación real, aunque enteramente parcial y manipulada: las presiones ejercidas habitualmente sobre la Prensa hablada y escrita disminuyeron desde que Jarpa asumió su cargo. Esto, sin embargo, sólo se acerca a un simulacro muy burdo de libertad de Prensa. El Colegio de Periodistas, en una declaración pública, se apresuró a decirlo. Puede que disminuyan o terminen por completo las presiones sobre la Prensa existente, pero el artículo 24 transitorio de la Constitución sigue en vigencia. Ese artículo, que ha sido la piedra angular del pinochetismo desde la promulgación de la Constitución de 1980, aprobada mediante plebiscito, establece, entre otras limitaciones a las libertades previstas en el mismo texto constitucional, que el "presidente de la República tiene facultades para ( ... ) restringir la libertad de información ( ... ) en cuanto a la fundación, edición o circulación de nuevas publicaciones".

JORGE EDWARDS

TRIVES, Madrid

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En otras palabras, la Prensa que logró sobrevivir al golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 obtiene cierto respiro, pero los partidos de oposición no podrán fundar nuevos diarios y revistas. Tendrán que contentarse con los escasos medios que tienen hasta este momento: la revista Hoy, apoyada por la Democracia Cristiana; Radio Cooperativa; algunas revistas ligadas a la Iglesia; la revista Apsi, de centro-izquierda, que sólo tiene autorización para tocar temas internacionales y que habla entre líneas de Chile a través de informaciones extranjeras.

Días más tarde, el Gobierno puso término al estado de emergencia, pero su voluntad de controlar la Prensa quedó, si esto es posible, todavía más de manifiesto. Según la Constitución de 1980, el artículo 24 transitorio sólo es aplicable cuando concurren algunos de los estados de excepción que el mismo texto constitucional enumera. Pues bien, el Gobierno acaba de poner fin al estado de emergencia, pero ha mantenido en pie otro estado, descrito con una terminología digna de una fantasía de Franz Kafka o de George Orwell: el "estado de peligro de perturbación de la paz interior".

Para los chilenos, la derogación del estado de emergencia sólo significó, en la práctica, que podrán circular en automóviles privados entre las dos y las cinco de la madrugada. Se suprimía el toque de queda. Este, años atrás, había sido suavizado y se habían permitido los desplazamientos nocturnos a pie, en vehículos de transporte colectivo y en vehículos de tracción animal. Cuando el poeta Enrique Lihn utilizó este decreto, también notable por su lenguaje, en un poema, recibió una visita de la policía política en su despacho universitario. Fue una visita amable, sólo de advertencia. Nadie le confiscó sus papeles y pudo seguir dictando sus clases sin volver a ser molestado.

Hay que comprender las sutilezas y la hipocresía oficial en esta materia. El golpe de septiembre del año 1973, que hasta hace poco sólo se podía mencionar en Chile con la palabra pronunciamiento, fue dado para "restablecer las libertades públicas", amenazadas por la embestida revolucionaria. Hasta esa fecha, y desde sus comienzos republicanos, Chile había sido un país de tradición liberal, que había conocido muy poco el fenómeno de la censura de Prensa y de libros. Mucho menos que Perú, que la Argentina de los militares y del peronismo, que el Brasil de la revolución militar o de Getulio Vargas.

Uno de los primeros actos constitucionales de la historia chilena, después de formada la primera Junta de Gobierno, fue la proclamación de la libertad de imprenta, en 1811. En ese momento se abolieron las juntas de censura, que funcionaban en las aduanas y que ejercían el control colonial de los libros y de los impresos, bajo la vigilancia de la Inquisición. Era, parece, una vigilancia laxa. Existen numerosos testimonios que demuestran que los libros subversivos, en los años finales de la colonia, burlaban los controles y que las lecturas predilectas de los santiaguinos de¡ siglo XVIII eran Jean-Jacques Rousseau, Voltaire, Montesquieu, Helvecio.

La reacción conservadora, que sobrevino después de la anarquía que siguió a las guerras de independencia, restableció las juntas aduaneras de censura. Andrés Bello, en artículos de Prensa publicados a partir de 1831, se refirió al tema con su prudencia habitual. Justificaba la censura de libros, pero advertía en contra de, sus excesos, y señalaba, de paso, que la práctica había demostrado su inutilidad, puesto que los libros censurados eran los más buscados y leídos. En uno de sus artículos defendió con notable elocuencia el género narrativo, a propósito de la prohibición de Delfina, una novela de madame De Stael.

Las juntas aduaneras de censura fueron abolidas definitivamente en el Chile republicano el 31 de julio de 1878. Ni siquiera el comienzo de la guerra del Pacífico, al año siguiente, fue pretexto suficiente para restaurarlas.

La bayoneta y el impuesto

La censura sólo fue restablecida en Chile alrededor de un siglo después de la abolición de las juntas aduaneras coloniales, a fines de septiembre de 1973, por un bando militar emitido por la Junta, que había tomado el gobierno con el pretexto de restablecer las libertades amenazadas. Antes de eso, la Junta había confiscado todos los diarios y revistas de la Unidad Popular, incluyendo diarios que simpatizaban con el régimen de Allende, pero que no pertenecían a partidos políticos, tales como Clarín y La Útima Hora.

En lo que se refiere a los libros, los bandos militares de las primeras etapas del régimen habían establecido un sistema estricto de censura previa, tanto para los impresos en Chile como para las obras importadas. En los días que siguieron al golpe hubo algunas quemas en las calles, suspendidas cuando la Prensa extranjera se encargó de recordar los autos de fe del nazismo, y algunas prohibiciones pintorescas, como la de un libro titulado Cubismo, que alguien supuso de inspiración castrista. Pronto se afiné la puntería y los controles adquirieron mayor sutileza. Las teorías monetaristas de Milton Friedman sirvieron, por otra parte, para justificar una medida muy útil: se aplicó a los libros el 20% del IVA (impuesto sobre el valor añadido) en las mismas condiciones que a todos los demás productos, a fin de no crear mercaderías privilegiadas ni distorsionar las leyes del mercado.

En vez de la igualdad social, el igualitarismo de las mercaderías, dentro de una economía ultralibre. Como el IVA de los libros tiene que pagarse a la salida de la aduana o de la imprenta, mucho antes de su venta al público, Chile se convirtió en el país de libros más caros y de alcoholes importados más baratos del mundo. Salimos de los circuitos del conocimiento contemporáneo, pero ingresamos en la cultura de los spots publicitarios multinacionales y de las teleseries mexicanas. Ya se sabe que el árbol del conocimiento produce frutos envenenados, probables portadores de lo que un general aficionado a las metáforas llamó el "cáncer marxista", y en cambio un amable vaso de whisky escocés, bebido frente a una pantalla en colores, en la calma nocturna del toque de queda, a buen recaudo de todo peligro de perturbación de la paz interior, alegra y relaja el espíritu.

Las columnas de opinión

En los años 1978, 1979, 1980, los controles de la Prensa y de los libros, en forma probablemente calculada y en la medida en que había manifestaciones de bonanza económica, perdieron algo de su intensidad. Los libros extranjeros empezaron a entrar en pequeña escala, sin solicitar de hecho permisos administrativos, pero con una notoria autocensura de importadores y libreros.

Ahí se empezaron a escuchar voces críticas, decepcionadas, en algunos casos, del pinochetismo, o identificadas, en otros, con una oposición que se reagrupaba y se reconocía. Se habló, a este respecto, de un parlamento de los columnistas. Este parlamento escrito, con diversos accidentes de transcurso, ha continuado hasta ahora y ha conseguido fortalecer el tono.

Otro fenómeno interesante, por los mismos años, fue la aparición de un grupo de periodistas femeninas que desarrolló el género de la entrevista de prensa a fondo, donde se publicaban opiniones muy incisivas de los descontentos y se hacían preguntas incómodas a los personajes del oficialismo.

En estas condiciones, en vísperas del plebiscito constitucional de 1980, que iba a consagrar la permanencia del general Pinochet en el poder hasta 1989, con posibilidad legal de reelección, muchos columnistas de la Prensa escrita pudimos hacer una mínima pero clara campaña en favor del no. También se practicaron encuestas, y todos los escritores, intelectuales y artistas entrevistados, con la excepción de funcionarios sin peso alguno en la vida cultural, se pronunciaron en contra del proyecto de Constitución política.

Desde la vigencia de la Constitución de 1980, todo el sistema de censura, además de un conjunto de facultades represivas, ha estado basado en el artículo 24 transitorio que se mencionaba al comienzó de este trabajo. En la práctica, en lo que se refiere a la Prensa escrita, la situación no cambió demasiado con la vigencia de la Constitución. Hubo retrocesos, ya que algún columnista que se había pronunciado en favor del no, como fue el caso de Pablo Huneeus, perdió su tribuna. Pablo Huneeus había publicado en su columna del diario La Tercera una "Carta a Carter", a propósito de las elecciones norteamericanas, en la que le recomendaba un método infalible, de inspiración chilena, para no perderlas: ser candidato único; no conceder espacio a los enemigos en la televisión; amenazar con desterrar del país, por traidores a la patria, a los que votaran en contra.

En lo que se refiere a los libros, el Gobierno reglamentó el artículo 24 transitorio exigiendo que se pidiera permiso previo de circulación al Ministerio del Interior, medida que no se aplicó en un principio a los libros importados. Cada vez que un libro nacional presentaba problemas, el ministerio se abstenía de contestar. En ninguna parte se había fijado un plazo para que respondiera a las peticiones de circulación. Bajo la Constitución de 1980, en buenas cuentas, empezó a imperar una censura sin normas, sin plazos, que produjo profunda irritación y frustración en la comunidad literaria. A comienzos de 1982, la Sociedad de Escritores de Chile creó una Comisión Permanente de Defensa de la Libertad de Expresión.

Libros no gratos

En su primera etapa, la Comisión se dedicó a practicar un inventario de los casos de censura, ya que muchos chilenos pensaban que ésta, por lo menos en cuanto a los libros, en la práctica no existía. También organizó mesas redondas, destinadas a formar conciencia del problema en la opinión pública. En todos estos foros se tropezaba con una doble dificultad: en primer lugar, era imposible conseguir que los partidarios de la censura, que tenían que existir en alguna parte, asistieran y defendieran sus puntos de vista (desde la entrada en vigencia de la Constitución, Chile padecía una censura vergonzante); en segundo, era difícil obtener espacio en los medios de comunicación para publicar estos debates.

A pesar de todo, las primeras acciones de la Comisión Permanente de Defensa de la Libertad de Expresión demostraron que el Gobierno era sensible al tema. Algunos libros de autores chilenos, cuyas solicitudes de autorización de circulación no obtenían respuesta hacía más de un año, fueron permitidos rápidamente. En cambio, las aduanas, obedeciendo a instrucciones concretas del Ministerio del Interior, empezaron a examinar rigurosamente las partidas de libros importados.

Neruda y Cortázar

A fines de 1982, Canto general, de Pablo Neruda, que hasta entonces había circulado sin problemas, fue retenido en una aduana del Norte, en una partida que trataba de introducir la editorial Bruguera. Lo mismo sucedió con una colección de relatos de Julio Cortázar. Eran cuentos de las décadas de los cincuenta y sesenta, pero la solapa del libro decía que el autor había sido un encarnizado enemigo de la dictadura chilena. Hubo reacciones en la Prensa, y el Ministerio del Interior declaró rápidamente que el problema de Canto general se había debido a un exceso de celo de los funcionarios de aduanas. Al parecer, la gente de Bruguera había preferido no insistir con respecto a los relatos de Cortázar.

En noviembre del mismo año, la aduana del aeropuerto de Santiago prohibió la entrada y obligó a devolver a Buenos Aires una partida de 2.000 ejemplares de mi libro Persona non grata, en la versión completa que acababa de publicar en España la editorial Seix Barral. En resolución escrita entregada a los distribuidores, la aduana señalaba que después de efectuar "el examen físico de la mercadería", se había llegado a la conclusión de que ésta "presentaba aspectos inconvenientes para el orden público". Frente a esta situación, decidimos acudir a los tribunales de justicia y utilizar el llamado recurso de protección, recurso nuevo en la legislación chilena, incorporado a la Constitución del año 1980 y que está destinado a proteger a los particulares contra actos ilegales o arbitrarios de la autoridad.

El abogado de Seix Barral en este recurso, Jorge Ovalle Quiroz, uno de los disidentes del pinochetismo, basó su defensa en una argumentación que era muy difícil de rebatir y que él conocía a fondo, puesto que había sido uno de los redactores del proyecto de Constitución antes de romper con el régimen. Ovalle demostró en el proceso que la Constitución garantiza expresamente dos libertades: la libertad de expresión y la libertad de información. Cada vez que el texto menciona esas libertades, las enumera en esos mismos términos. El artículo 24 sólo restringe la "libertad de información", exigiendo permiso de la autoridad para la fundación de nuevas publicaciones. En consecuencia, no puede aplicarse a libros literarios o de opinion.

La Corte de Apelaciones de Santiago y la Corte Suprema prefirieron lavarse las manos en este asunto. Sin pronunciarse siquiera sobre la argumentación de fondo, decretaron que el autor debía pedir permiso al Ministerio del Interior, como todo el mundo, y dieron a entender entre líneas, cosa insólita en una sentencia judicial, que no veían nada en el libro que impidiera la concesión de la autorización. Después de la sentencia se presentaron los formularios de trámite, y el Ministerio del Interior dio el permiso de circulación con una celeridad extraordinaria.

Comienza el destape

El caso había servido para mostrar una enorme hostilidad de la opinión pública, incluso en sectores muy conservadores, frente al fenómeno de la censura. Algunos pensaban que la censura se había justificado en los comienzos del régimen militar, pero que al cabo de 10 años era absolutamente arbitraria y abusiva. El Gobierno trató de disminuir la tensión anunciando, a mediados de junio de 1983, que había resuelto terminar con el trámite de censura previa de los libros. Aunque útil, era una concesión evidentemente tardía. El proceso de protestas pacíficas, que se había demostrado capaz de desestabilizar al régimen, había comenzado. El país se movilizaba entero para recuperar sus libertades, comenzando por la libertad de expresión y la libertad de Prensa.

En las manifestaciones de la Alianza Democrática, que agrupa a los partidos de oposición, desde socialistas hasta democristianos, se ha pedido formalmente la plena libertad para fundar nuevos diarios y revistas, el acceso igualitario a la televisión, el derecho a la rectificación de las informaciones, la devolución de los medios de Prensa confiscados hace 10 años. Se ha querido subrayar, desde la partida, que el trabajo de la Alianza Democrática está directamente ligado a la lucha contra la censura y por la libertad de expresión.

A fines de agosto ocurrió un hecho significativo. Antes del 11 de septiembre de 1973, Chile era el paraíso de los debates políticos en los medios de comunicación. El programa A esta hora se improvisa, dirigido en el canal 13 por Jaime Celedón, con participación de personajes de todo el espectro político nacional y con un invitado especial en cada encuentro, era el espacio televisivo de mayor audiencia del país. Con el golpe militar terminaron estas discusiones, seguidas por los chilenos como si fueran partidos de fútbol, en forma abrupta.

Hace un año el propio Celedón quiso revivir estos debates en una emisora de radio en forma muy suavizada, pero el Gobierno se opuso terminantemente. Ahora, en medio de las medidas de destape que anuncia el ministro Jarpa, Celedón ha salido al aire en Radio Chilena, emisora dependiente del arzobispado, con el programa A esta hora se analiza, en ligero contraste con el se improvisa de épocas pasadas. También en contraste con el pasado, los animadores permanentes forman un moderado espectro de centro-derecha. El primer invitado especial ha sido el propio arzobispo, monseñor Juan Francisco, quien aclaró que no había pedido permiso al Gobierno para transmitir el programa por tratarse de una emisora de la Iglesia y porque los participantes deseaban "que la Iglesia sea, en forma real y activa, un lugar de encuentro".

Aunque la discusión fue muy prudente, la sensación general de que el país recuperaba el estilo político del pasado, con sus tribunas de discusión libre, fue notable. El programa, por ejemplo, se retransmitió por más de 60 emisoras privadas de todo el país. Otras radios anuncian programas parecidos. Se dice, a todo esto, que el Gobierno, dentro de los planes de apertura del ministro Jarpa, ha renunciado a ejercer presiones administrativas sobre la Prensa hablada y escrita. Es muy posible, pero el artículo 24 transitorio, que de hecho dejaba en suspenso las principales garantías constitucionales, sigue en pie, listo para ser utilizado por el Gobierno en forma discrecional.

Lo que ocurre es que se ha producido una aceleración brusca, marcada por una serie de situaciones que parece irreversible. El Gobierno, sin duda, podría tratar de recuperar el control, pero ya sería muy difícil que lo hiciera en forma medianamente pacífica. Las compuertas levantadas por la censura, la más feroz que ha conocido el país desde los tiempos coloniales, han empezado a hacerse trizas y a hacer agua por todos lados. Eso de que la Iglesia ayude al proceso, cambiando su antiguo papel de inquisidora por el de "madre y... servidora de todos los hombres", como la definió monseñor Fresco en A esta hora se analiza, es quizá una de las ironías mayores de toda esta historia.

Jorge Edwards es presidente de la Comisión Permanente de Defensa de la Libertad de Expresión de Chile.

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