España-EE UU, 1953-1983
Factores políticos, pero también de secretos papeles, impiden realizar aún una valoración global, dice el autor, de lo que han significado estos últimos 30 años de relaciones entre Estados Unidos y España. Es evidente, en cualquier caso, que los acuerdos firmados por el general Franco deben experimentar diferencias sustanciales, hasta llegar a culminar en un clima de respeto mutuo.
Para un historiador de las relaciones internacionales contemporáneas, resumir en cuatro folios el sentido de casi 30 años de conexión defensiva entre España y Estados Unidos es, intelectualmente, una tarea todavía irrealizable. No se ha explotado aún la base documental en que las partes han plasmado su interrelación. Es más, dimensiones esenciales de la misma siguen protegidas por la inaccesibilidad de los archivos. Sólo sus orígenes han sido analizados, aunque con lagunas. Y todavía hoy la Administración norteamericana y la Jujem tienen bajo candado la masa documental que iluminaría la evolución de dichas relaciones y las percepciones de quienes las empujaron.Si el análisis histórico carece, necesariamente, de profundidad, no ocurre lo mismo con el análisis político, aunque descanse -todavía- sobre la valoración de meros -y controvertidos- epifenómenos.
La conexión hispano-norteamericana se inició con el lastre de un desequilibrio abrumador en favor de la gran potencia estadounidense. El general Franco aceptó desde 1953 recortes esenciales de soberanía, ocultos al pueblo español bajo la palabrería demagógica de un régimen que se complacía en autopresentarse como hipernacionalista. Y jamás dio a conocer el cheque en blanco de que disfrutó, hasta 1970, Estados Unidos para hacer lo que quisiera con las bases en imprecisos supuestos de agresión o de amenaza contra los intereses de Occidente.
A cambio, el régimen obtuvo el espaldarazo necesario para apuntalar una mortecina política exterior y conseguir un cierto grado de respetabilidad internacional, vendida inteligentemente de puertas adentro, lo que le permitió continuar disfrutando de los favores de la derecha española e, incluso, lanzarse a novedosos ejercicios de experimentación económica, ya que no política o institucional.
En los años sesenta, submarinos armados con misiles de tipo Polaris apuntalaron la defensa occidental, mientras el régimen salía del ostracismo al que le condenaba su pasado. Sólo en ciertas dimensiones -la de defensa, la económica, pero no en la CEE- el franquismo quedó, en nuestro entorno geográfico y cultural, aceptado como partner.
Mientras tanto, la conexión hispano-norteamericana se veía punteada por la frustración de los segmentos más lúcidos de la Administración española. Pero hasta la década de los setenta no lograron éstos influir en el juego de prestaciones y contraprestaciones mutuas. En vida del general, agarrado éste desesperadamente a su especial relación con Washington, apenas sí fue posible modificar el sentido del desequilibrio.
En 1976 se inició dicho proceso. A cambio de la desnuclearización del territorio español -hecha posible por el avance de la moderna tecnología bélica norteamericana- y de la elevación de las relaciones a nivel de tratado, se mantuvo una ambigüedad, ya tradicional, en el estatuto de fuerzas y en la utilización de las bases.
Por supuesto, durante el franquismo, las Fuerzas Armadas españolas modernizaron, al amparo de la cooperación con Estados Unidos, sus anticuados efectivos materiales y su arcaica preparación técnica. Se asomaron a un pensamiento militar actual y salieron del gueto profesional al que les condenaba el aislamiento del régimen. De alguna manera, la absorción de la problemática de la seguridad contemporánea va ligada al engastamiento español en los engranajes del conflicto Este-Oeste, aunque ello se hiciera por la puerta falsa y sin que la Alianza Atlántica reconociera explícitamente la aportación que ello implicaba para la defensa occidental.
¿Era pequeña esta contribución? Todavía en el tratado de 1976, la cesión de facilidades militares a Estados Unidos se hizo en términos que no fijaban de forma concreta el específico uso de las mismas.
Pero existía la impresión, en los círculos de expertos, de que las prestaciones españolas no eran insignificantes. El complejo receptor y emisor de Rota con el relais de Morón era uno de los pocos que empleaba la US Navy para controlar el tráfico marítimo de superficie y submarino. Desde Maspalomas podía llevarse a cabo un importante control del espacio exterior. Desde Rota y Morón se contribuía eficazmente al control del estrecho de Gibraltar y de sus accesos. En Sonseca se detectan con precisión los movimientos sísmicos debidos a explosiones nucleares. En Torrejón se ejercía el mando efectivo de la 16ª Fuerza Aérea. La relevancia, desde el punto de vista del control y de las comunicaciones, de todas estas y otras facilidades no era escasa.
A finales de los años setenta, las bases habían disminuido de importancia, ciertamente, pero no eran desdeñables para garantizar ciertas funciones logísticas. Y, por fortuna, no fue nunca preciso mostrar el valor operativo de las facilidades en el supuesto de una crisis con el Pacto de Varsovia, cuando -previsiblemente- España hubiera corrido el riesgo de convertirse en estación terminal europea y puente entre posibles teatros de operaciones.
En la lamentable política exterior y de seguridad que ha padecido este país desde el 23-F, sólo destaca un fenómeno, cuya etiología analizarán, sin duda, cuidadosamente los historiadores del futuro: la renegociación del tratado con Estados Unidos. En la larga experiencia de la conexión defensiva -y a pesar de ciertas imperfecciones-, el acuerdo firmado en Madrid el 2 de julio de 1982 representó el fin de un proceso y el comienzo de una relación potencialmente reequilibrada entre los dos países.
Lástima que la tenacidad negociadora, de Estado, no supiera traducirla el Gobierno español de la época a otros ámbitos de la política de seguridad en que decisiones complejas fueron simplificadas drásticamente.
Con cambios sustanciales respecto a la larga tradición anterior, el acuerdo de 1982 podría, evidentemente, generar efectos estabilizadores, mutuamente beneficiosos, si el Gobierno español, que lo asumía, era capaz de defender y singularizar los intereses del país sin adaptar mecánicamente su respuesta a la búsqueda ansiosa de accolades externas.
De aquí sólo la aparente paradoja de que un Gobierno PSOE no haya vacilado en asumir el producto de una de las escasas negociaciones de alcance histórico desarrolladas en la etapa anterior.
Si la victoria electoral socialista ha supuesto el fin de la transición, en el plano exterior aspira a incorporar la repercusión de este cambio interno. En el campo específico de las negociaciones bilaterales ha rescatado las semillas sembradas a lo largo de los últimos años desde la oposición o por los segmentos de la Administración más inquietos por las consecuencias del abandonismo franquista. Todas ellas deberían fructificar ahora en un clima de respeto y de equilibrio en la conexión hispano-norteamericana.
La experiencia de estos últimos seis meses parece alentadora, a pesar de todos los agorerismos de la actual oposición. La primera visita oficial del presidente González a Washington marca el comienzo de una nueva fase en una ya larga historia que, en el interés de la recuperación de nuestro pasado inmediato, hoy más que nunca importa desvelar científicamente, documentadamente.
En él se dan cita por parte norteaniericana los impactos de la política burocrática y las fricciones interdepartamentales, la preeminencia del Ejecutivo al imponer una visión de realpolitik a las predilecciones ideológicas de una parte del legislativo, la reflexión ahistórica de los aparatos militares y las exigencias de la seguridad. Un conjunto de factores y dimensiones, en suma, que merecen situar el análisis de la política estadounidense hacia Franco y la transición española en primera línea de la atención de historiadores y politólogos.
¿Y qué decir por parte española? La historia la definen la formulación de una política separada de los deseos e incluso intereses de amplios segmentos de la población... y también la oscuridad del funcionamiento de la maquinaria estatal. En la transición -que no es historia- aparecen con fuerza la voluntad de clarificar y de equílibrar las relaciones... o la valoración de su contribución a la paz. En el futuro -que es la historia por hacer- cristalizarán mejor la importancia de estas nuevas rela.ciones para la defensa occidental, en el respeto mutuo, y los beneficios que para ello y para los dos países se deriven de esta larga y compleja conexión.
Mientras tanto, no consideremos cerrada, ni sabida, la historia. Afortunadamente, no es hoy cierto el dictum de Santayana de que quienes la ignoran la repiten. Pero, en la medida en que se la alumbre, estaremos en mejores condiciones para sustentar la base desde la cual se encara y se configura el futuro.
es autor de Los pactos secretos de Franco con Estados Unidos. Refleja aquí opiniones estrictamente personales.
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