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Reportaje:

Estado de sitio

La herencia de la 'guerra sucia' y los desaparecidos es un lastre obsesivo con el que los argentinos deberán aprender a convivir

Hace un mes, el acreditado columnista estadounidense Jack Anderson publicó en el sindicato de diarios que edita sus artículos una noticia no desmentida por la Junta Militar argentina: las negociaciones entre los militares y una firma norteamericana para la compra e instalación en el gigantesco cementerio bonaerense de la Chacarita de un perfeccionado y discreto crematorio industrial de cadáveres. La guerra de las Malvinas y el subsiguiente antiyanquismo argentino, o acaso un último hálito de cordura, habrían frustrado el macabro negocio. Sea como fuere, el caso es que, como sedicentemente sus últimos responsables acaban de reconocer, a la dictadura militar argentina, si no le sobran miles de cadáveres, al menos le faltan miles de ciudadanos.

La segunda mitad de la década de los setenta pasará aquí a la historia como el quinquenio del horror, y a los anales militares y políticos como el momento en que un ejército rigorista, pero a la postre de tradición europea, enloquece, verdaderamente asume la teoría de las fronteras interiores, se revuelve sobre sí mismo y ataca a su propio pueblo.En los años más duros de la guerra del Ejército argentino contra el pueblo argentino flotaban los cadáveres en las aguas fangosas y achocolatadas del río de la Plata, derivando hacia las playas de Uruguay, entre Colonia y Montevideo; y quienes podían permitírselo volaban los 18 minutos que separan Buenos Aires de la capital oriental para buscar a sus deudos en las morgues uruguayas. Aviones mortuorios arrojaron cuerpos al Atlántico sur.

En Córdoba, en Tucumán, en Buenos Aires se excavaron solapadamente fosas comunes para los muertos NN (ningún nombre); ahora, cada vez que se descubre el emplazamiento de alguno de aquellos cementerios secretos, familiares envejecidos, ajados por esa insufrible mixtura de dolor y esperanza, contemplan la exhumación de carroña ya irremisiblemente irreconocible y NN para siempre. Los grandes cementerios bajo la luna; también aquí han fusilado como quien tala.

La versión de la Junta Militar de posibles excesos por su parte en una guerra contrasubversiva de la que desconocía las reglas es una de las falacias que hoy repugnan a los argentinos. Los planes para la guerra interior y la defensa de las fronteras ideológicas no llovieron del cielo el 24 de marzo de 1976, cuando el teniente general Videla, el almirante Massera (hoy dedicado a político demócrata) y el brigadier del Aire Agosti ocuparon el poder.

El reinado del terror

El terrorismo crecía en el país al menos desde la presidencia de Illía, y la guerrilla rural había proclamado territorio libre de América algunas zonas del Tucumán tropical. Primero, el Ejército presionó sobre el Gobierno constitucional peronista para que se le encargara de una represión legal de la insurrección (en lo que ahora quieren ampararse) y continuó su tarea derrocando a ese mismo Gobierno y al régimen democrático, dando suelta a los perros de una represión perfectamente diseñada de antemano.La guerrilla rural y urbana (que, por supuesto, asesinó todo lo que pudo) fue masacrada y el estado de sitio inauguró la época de las desapariciones y el terror. Se prohibió la teoría de conjuntos en la enseñanza matemática por subversiva y la utilización escolar del vocablo vector por pertenecer a la terminología marxista. Una censura hermética impidió la propagación de los abusos, y el pasaporte falso se cotizó a 5.000 dólares ante la imperiosa necesidad de tantos por escapar del país.

Se persiguió a los psicoanalistas por disipar los valores convencionales de la sociedad argentina, y a la juventud idealista solamente por serlo. Y los Ford Falcon de color verde, sin matrículas, se desparramaron por las calles del Gran Buenos Aires y de Córdoba, dando a esta guerra por el frente interior su auténtico sentido: una batalla de años en la que sólo hubo víctimas -desaparecidos- por uno de los bandos: los civiles argentinos sospechosos de liberalismo, progresismo o idealismo.

Un símbolo: el Ford Falcon

El Ford Falcon argentino es un auto robusto, duro, que ha dado una triste celebridad a su casa matriz norteamericana. Una importante partida de color verde fue adquirida por la Seguridad del Estado, y aunque se desapareció en coches de todos los colores y modelos, esta marca y este metalizado han quedado aquí como símbolo del terror estatal. En Ford Falcon trasladaban presos al centro de Buenos Aires, que en la madrugada eran fusilados contra el obelisco de la avenida Nueve de Julio (como fusilar contra la Cibeles). Ford Falcon cerraban las salidas de manzanas enteras, tras advertir a la policía federal que la zona de su operativo era territorio libre; y parapoliciales y paramilitares, con el convincente latiguillo de "estáte quieto o te reviento", trasladaban detenido al propietario de un libro de Gramsci (conozco intelectuales que aún tienen enterrada su biblioteca).Al día siguiente, a la semana, llegaban camiones y se llevaban televisores, frigoríficos, muebles, ropas, utensilios, joyas, dinero de quienes ya poblaban los locales del Ejército, la Marina, en menor medida la Aviación. Pisos de fortuna, chalés, estancias ganaderas abandonadas, donde empezó a echar chispas la picana hasta tales niveles que médicos argentinos, como los doctores Abel Pedate y Federico Bonet, han podido publicar monografías científicas de primer orden sobre las consecuencias psicológicas y somáticas de la aplicación de corrientes alternas a pezones, encías, glandes, escroto, recto y vagina.

Desaparición ante testigos

La norma fue el secreto sobre el lugar de detención, la tortura generalizada para la obtención de informaciones y el secuestro indefinido durante años hasta la liberación o la muerte. Así, nacieron niños en prisión, y sus madres -avisadas con meses de antelación de cuál iba a ser su suerte-, fusiladas tras el parto ("los fetos no son subversivos", les decían). Hijos pequeños de matrimonios desaparecidos fueron vendidos a familias estériles estadounidenses, entregados a personas "de orden" bajo una nueva identidad... Parece un ensueño de la razón, pero no pasa un mes sin que los diarios den cuenta de que las madres o las abuelas de la plaza de Mayo, en sus pesquisas, han dado con el paradero de un niño secuestrado, restituyéndolo a sus familiares más cercanos.Miente la Junta Militar cuando afirma que los desaparecidos fueron muertos en acciones de guerra y no pudieron ser identificados por actuar clandestinamente bajo identidad falsa. Al margen de los niños, el 82% de los que desaparecieron eran ciudadanos perfectamente identificables, que fueron secuestrados ante testigos en sus domicilios, en su lugar de trabajo o en locales públicos frecuentados por ellos.

Es un solo caso, pero puede resultar cercano: una de las madres de la plaza de Mayo es una anciana que lleva escrito en el pañuelo blanco de su cabeza el nombre de Luis Rodolfo Guagnini, periodista, identificado políticamente con la izquierda, peronista, que jamás usó un arma o vivió en la clandestinidad, con trabajo estable y conocido como redactor de Interpress Service y corresponsal del Latin America Political Report y de EL PAIS. En diciembre de 1977 él y su mujer fueron secuestrados en un Ford Falcon. La mujer -hoy exiliada en Italia- es liberada a los dos días. Un año después, todavía la llamaban de tarde en tarde y la ponían al teléfono con su esposo. Liberados de aquel centro de detención comunicaron a madre y nuera que Guagnini, a los dos años del secuestro, fue conducido a otro lugar en el convencimiento de que sería fusilado. No ha vuelto a saberse de él.

Los responsables del genocidio preparan una ley de amnistía y recuerdan la cívica máxima del general De Gaulle: "La sangre seca rápido". Videla ha roto su prolongado silencio para declarar que el documento del jueves de la Junta Militar le parece "redactado con amor". El capitán de corbeta Astiz pasea su BMW por las afueras de la base naval de Trelew.

Una pesada herencia

Algunos secuestrados que, bajo la tortura, denunciaron a sus novias, a sus camaradas políticos (no terroristas) se han suicidado, ya en libertad. Otros, tras la delación, aún trabajan, amedrentados, para la información militar o policial. Un vago sentimiento de culpa capilariza a la sociedad argentina por su comprensible silencio atemorizado, por no haber querido enterarse de lo que estaba ocurriendo, cuando ahora leen en los diarios las direcciones de los centros de tortura y detención secretos. Y, como un viejo director de telediario, se dan una palmada en la frente cayendo en la cuenta de que en el sótano de aquel almacén en el que se ensayaban las telenovelas de un canal, la Marina manejaba la manivela del generador de la picana.Es la historia de los Ford Falcon de color verde que jamás fueron a ninguna guerra abierta contra ningún terrorista, y de la locura de unos militares perdidos que repetían mucho eso de que "Dios es argentino", y que ante las protestas de las organizaciones humanitarias internacionales replicaban con el estúpido eslogan de "nosotros somos derechos y humanos". Es la historia aún inconclusa del estado de sitio.

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