El espejo se ha roto
Le llegó tarde el triunfo -digamos el reconocimiento, o el conocimiento a secas, que es menos peyorativo- a Mercé Rodoreda. La plaça del Diamant es ya una obra cotidiana, acostumbrada, difundida en nuestra cultura de masas. Los diversos premios que recayeron en la autora y su obra, el cine y la televisión pusieron de actualidad -espero que no de moda- la figura frágil y serena de esta escritora secreta, testigo a pesar suyo, que imaginaba su vida como un conjunto de huidas y renunciaciones.La muerte, por el contrario, le ha llegado demasiado pronto, sin tiempo suficiente para cultivar las flores o escribir los libros que anhelaba. Su carrera como escritora ha sido al mismo tiempo larga y escasa, excesivamente corta para la obra granada que nos ha legado, demasiado larga para los sufrimientos que la historia le perpetró. De las cinco novelas que publicó antes de la guerra, su exigencia estética y moral sólo nos legó la última, Aloma, no sin haberla reescrito cuidadosamente. Al final de su vida, a la vejez, se sentía feliz y encantada, y se enfrentaba a la cámara -a la actualidad, que hoy nos parece eternidad- con una extraña mezcla de timidez, ternura y distanciamiento.
La fortuna de Rodoreda en catalán fue variopinta. Obtuvo el Premio Crexells en 1937, el Víctor Catalá de relatos en 1957, pero fracasó en el Sant Jordi de 1960, precisamente con La plaça del Diamant. Traducida por esta novela a 10 idiomas, con más de 20 ediciones y 200.000 ejemplares de tirada total, la escritora obtuvo al final el Ciudad de Barcelona y el Premio de Honor de las Letras Catalanas.
Vint-i-dos contes (Veintidós cuentos) fue el libro de su renacimiento después de la guerra civil, cuando tras el exilio francés la escritora se había afincado en Ginebra. El carrer de les Camèlies (La calle de las Camelias)obtuvo el Ramón Llull, mientras Mercé Rodoreda proseguía su rigurosa y parsimoniosa carrera: Jardí vora el mar (Jardín frente al mar), los relatos de La meva Cristina (Mi Cristina) y Semblava de seda (Parecía de seda), los textos de Viatges i flors (Viajes y flores) y sus dos últimas novelas, Mirall trencat (Espejo roto) y Quanta, quanta guerra (Cuánta, cuánta guerra). En su retiro gerundense de la escritora proseguía una obra escasa y exigente, feliz después de tantas renunciaciones. La voz de Mercé Rodoreda ha sido triplemente aplastada por tres sacrificios iniciales: su condición de mujer, la de escritora en catalán y la de la derrota tras la guerra civil. A través de esa amarga experiencia, ha sabido dar un testimonio de esta triple derrota con la intensidad de quien profundiza en su propia condición.
Su hallazgo fue el del tono, el de la escritura implacable y repleta de ternura de una mujer testigo de su tiempo. Partiendo de ese testimonio terriblemente real, la escritora supo alzarse, apoyada en su hallazgo verbal, a las cimas de la más intensa poesía, hasta las cumbres de una fantasía poética pocas veces alcanzada en nuestra literatura peninsular. Traspasó su realismo inicial mediante la voz y la escritura, para alcanzar, a través de sus personajes femeninos sobre todo, un cambio de plano hacia las esferas más fantásticas, poéticas y alegóricas.
La evolución que va de Mirall trencat a Quanta, quanta guerra marca el momento culminante de este salto cualitativo, con las ilustraciones de sus Viatges i flors por en medio. Escritora secreta, celosa de su intimidad, transparente en sus significados estéticos y tremendamente opaca de todo detalle personal, Mercé Rodoreda ha creado una obra corta, intensa, rigurosa y suavemente implacable, una de las cumbres de la literatura catalana de todos los tiempos: catalana, española y universal.
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