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Algo pasa en la calle

El lenguaje nace en la calle, los escritores lo llevan a sus libros, la academia lo fija y da esplendor y a veces lo devuelve, como en este caso, a otra academia vecina, fundada, a su vez, por los Borbones. Desde el Prado de San Jerónimo hasta la calle del León, cerca de Atocha, a través de un Madrid muy seco y frío, viene el viento del Norte, como vuelto a nacer de la mano de Elena Quiroga. Quedan atrás los días de vagar común por los rincones polvorientos de Esquivias, en busca de la casa de Cervantes, que algún día sería preciso rescatar e inventar, como la de Lope, en una corte siempre en obras, o la del Greco, a orillas de un río y unos versos inmortales. Queda también en el recuerdo, que no en el olvido, Melchor Fernández Almagro, que un día se lamentaba, como tantos, de la mala memoria para sus muertos de los españoles.La memoria tomó forma de homenaje en esa misma casa de la calle del León, donde hablaron Laín Entralgo y Caro Baroja ante un puñado de escritores. Frente a la sobria fachada de ladrillo y piedra, con su balcón corrido, dentro de la mejor arquitectura madrileña, la gente se detiene y mira. Según la tradición, hubo en una de sus esquinas un león, del que solía servirse el dueño para cobrar singular peaje. El amo -indio por más señas- desapareció, y la fiera, si algún día existió, siguió sus pasos, dejando vía libre, donde Villanueva edificó un depósito de libros de rezo divino.

Hoy los libros son otros; tampoco lo habita el patriarca de las Indias, procapellán mayor de palacio. En él, entre cuadros y libros más o menos piadosos, viven ahora Elena y Dalmiro.

Más allá del portal asoman los curiosos, gente de pluma y relámpago de luz, taxistas sonámbulos y personajes nacidos entre el lejano Noroeste y el cercano Madrid.

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En la penumbra se hallan don Alvaro, el caballero, amparando a su criada, y más tarde mujer, en un paisaje y un tiempo que a la vez les une y les separa. No lejos se afana Amalia, "movediza como el viento y la lluvia", cerca del árbol que le da vida y sangre, encerrada en su propio corazón, entre el bosque y el mar que frente a ella se alza.

Romper cauces

Tal como el árbol, la saga de las sombras y los libros crece en nombres, que son Amalia, Xavier, Vicente o Pastor, en un afán de vaciar al hombre, de crear o contar, de renovarse, en suma, a golpe de novela. Tales formas, tal afán van, día a día, rompiendo antiguos cauces, cambiándolos por otros nuevos, donde los personajes desnudan su alma ante la sombra inmóvil de un cadáver. Es Algo pasa en la calle. La misma voz ilumina La enferma o La careta o, más lejos aún, La última corrida, en la que el diálogo se hace dueño del ruedo, entre el triunfo y el fracaso. "Elena Quiroga", apunta Eugenio de Nora, "no sólo elude al peligro del documental taurino inveterado y pintoresco, sino que configura con admirable sobriedad, en el retrato directo y con una dispersa y convergente red de alusiones, el tipo más impresionante y entero de su galería de personajes masculinos: el torero viejo, fracasado pero digno en su hombría, en el trance supremo de abandonar para simpre, sin gloria, la arena.

Más allá de los hombres, un apretado mundo de mujeres se agolpa en perfiles patéticos, resaca de frustrados matrimonios, hasta llegar, en Presente profundo, a un doble rostro de actitudes paralelas y distintas. "Novela", dice Gonzalo Sobejano, "sugestivamente planteada, construida con sobriedad y a un ritmo de aproximada alternancia, que rezuma fuerza y verdad".

En estos días de academia todo ello se recuerda bajo bóvedas recién encaladas, según se vuelve al viento frío de la noche, entre un rumor de pasos ateridos. Los personajes también se borran camino de los pazos y los campos, o más cerca, en un Madrid recién salido de la Navidad por el camino de una incierta esperanza. El viento trae un rumor de campanas que une el pasado con el hoy, la lejana soledad sonora con esa otra que asoma al nuevo libro anunciado por Elena Quiroga. Pues es bien cierto que nadie como los escritores sentirán, en la ciudad o el campo, en Galicia o Madrid, si no la soledad total, sí, al menos, el mudo paso de las horas.

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