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Reportaje:

La Academia, un equipo perpetuo para hacer un diccionario

Después de catorce años como director de la Real Academia Española de la Lengua, Dámaso Alonso, poeta de la generación del 27, ensayista de 84 años de edad, premio Cervantes, dimite de su cargo. El día 2 de diciembre se elige nuevo director en esta institución cuyo protagonista es un libro inacabable, el Diccionario, pero cuyos miembros, los inmortales, se mueven, discuten, pelean y viven un ritual de frecuencia semanal, y son un curioso reflejo de la sociedad española con una finalidad: homogeneizar los cambios lingüísticos en los diferentes países de habla hispana. A la tarea se incorpora hoy, precisamente, un nuevo inmortal, el economista Jesús Prados Arrarte, que será presentado por Alfonso García Valdecasas en el acto de su ingreso en la Real Academia.

Alberti dice que no puede ser académico porque es un poeta andaluz que pone faltas de ortografía y que no ha terminado el bachillerato. Aleixandre es académico, y hay quien dice que lo es un poco por error: que muchos votaron al otro, a aquel poeta del Abc que hacía versos por lo divino y por lo imperial. Y dicen también que mucho tuvo que ver en ello Dámaso Alonso, que colocó momentos antes de la junta un montón de ejemplares del periódico en que aparecían los versos, que funcionaron de manera subliminal, pero Dámaso Alonso lo niega todo, y Gerardo Diego, que también es académico y también estuvo en eso, no lo quiere decir. Aleixandre, a su vez, ha tenido mucho que ver con el nombramiento de Carlos Bousoño, y a votarle fue, con su mala salud de hierro, la última vez que asistió a las sesiones académicas. Pero nunca lo confesará. Y es que los académicos son como anacoretas de la discreción, y si no que se lo pregunten a Alonso Zamora Vicente, que dice que "estamos siempre llenos de achaques, porque la mayoría somos muy mayores".A los académicos les llaman los inmortales, una palabra que ahora sufre una especie de corrimiento semántico: era al principio la referencia a la fama que inmortaliza para las letras. Es ahora casi una cuestión de edad. La Academia es uno de los pocos lugares en que la sabiduría de la experiencia está puesta a trabajar, en que no se jubila a la tercera edad, palabra que es de desear que no admitan nunca en el diccionario, y en que el círculo de sabios coincide con el círculo de ancianos, dicho sea en el sentido más culturalmente oriental posible.

Lo que les gusta a los académicos es hablar en serio, aunque luego cuenten entre ellos con las lenguas más afiladas y nabolenas del país. Ya se sabe que el castellano se afila en la murmuración, y no se podrá comprobar que el tono murmurador de la Academia, ese lugar donde no se puede levantar la voz, es caldo de cultivo y hervidero de intrigas a la hora de perpetuarse en la cobertura. de las vacantes o, como ahora, a la de relevar al director presidente, porque ninguno de ellos lo va a confesar. Por eso ahora nadie dice que hay tres nombres que suenan para la sucesión en curso, la del director, durante catorce años Dámaso Alonso: un poeta, Luis Rosales. Un novelista, Camilo José Cela. Un científico y pensador: Pedro Laín Entralgo. Algún día, cuando se sepa si son o no la terna y quién presenta a quién, se verán tres grupos de poder de la Academia.

Hay dos actitudes respecto a la Academia que sufren los escritores con la edad. La primera es la de desprecio, coincidente con la adolescencia literaria, aunque a algunos, como a José Bergamín, les dure hasta bien pasada la madurez. Pero cuando ésta comienza a llegar, el escritor, que ya va codiciando y conociendo los premios y las cátedras universitarias, las mieles del éxito, va cambiando su actitud. Cuando entra el primer amigo de la generación anterior se apunta la apertura de la veda, y ya como un suspiro, se va entrando cada vez más en el tema... La década de los cuarenta años es decisiva y conspiratoria. Luego, pasa dos los cincuenta, se es académico o ya no se será, con toda probabilidad.

De sus juntas semanales, dos sesiones seguidas, cada jueves sólo se saben los resultados cuan do se ve el diccionario o cuando se barajan nombres. Se sabe que son reuniones formales, en las que se pasa lista y se rellenan actas, en las que hay un turno riguroso d palabra, y en las que a veces se levanta la voz sin perder la compostura. Pero para saber los asistentes hay que contar los gabanes en el perchero, si es invierno. Y entonces se comprueba que los académicos usan sombrero en un porcentaje altísimo.

El secreto del funcionamiento de la Academia es fundamental y consustancial a la misma, pero a veces llega hasta su propio trabajo, hasta sus propios fines. Pocos saben, y Fernando Lázaro Carreter lo explica muy bien, que su propuesta no es parar la lengua, impedir que entren nuevos vocablos procedentes de la vida cotidiana, sino de detener su fragmentación. "España", dice Lázaro Carreter, "ha perdido la capitalidad del idioma, que se habla en América del Sur y del Norte y en Africa y en Filipinas, y en las comunidades sefarditas de los bordes del Mediterráneo. Lo que intentamos, desde el mandato de Dámaso Alonso, es pactar los cambios: que los préstamos se homogeneicen en todos los territorios hispanohablantes". Tratan de evitar la catástrofe anunciada por el lingüista Cuervo, que veía venir el desmoronamiento del castellano, siglos después de la desaparición del Imperio, en un proceso similar al sufrido por el Latín, dando lugar a las lenguas romances.

Una filial de la Academia

"No lo verán nuestros ojos", dice, pero los académicos miran más allá. Algunos se obsesionan por el ajuste de la lengua de diccionario a la que se habla todos los días, por ejemplo, Emilio Lorenzo, que trabaja con el lenguaje de los más jóvenes, con los comics, fanzines, letras de canciones, libros de estilo de la Prensa. Otros, en cambio, miran desde atrás estos temas, ven lo pasajero de los giros, y esperan. A la voluntad de presencia de una lengua un poco agresiva y juvenil, entonces, debe su sillón Camilo José Cela, por ejemplo, y sus expectativas Francisco Umbral. Porque Umbral suena como academicable en todas las elecciones.El café Gijón ha sido mucho tiempo una filial de la Academia, en especial la mesa de los poetas en la que se sientan, un poco como en su sala de juntas, gentes que hacen versos de distintas edades, académicos que lo son y otros que esperan serlo. En la mesa de los poetas se sabe, hasta por el número de votos, quién será el próximo académico, cuando hay elecciones y va de escritores, con un mínimo de 36 horas de adelanto. Como se sabe quién será el próximo Cervantes, con un margen de error mínimo, y se habla ahora ya de quien va a ser el próximo director de la Española. Todo dicho con sigilo y sin certeza, porque la Academia funciona en su secreto esencial.

Cuando la Academia se quita el secreto es para los grandes ceremoniales, para sus actos públicos. Investidura, con fajín y espadín, de los nuevos académicos, algún acto solemne más. Actos que se suelen conceder los domingos por la tarde y a los que se admiten público y señoras en general. Hasta el nombramiento de Carmen Conde no cabían mujeres, como corresponde a sociedad secreta, pero hay que decir que antes entró una en la española que en la francesa, donde discute ya Margueritte Yourcenar, y que comparándolas, es más progresista en su sentido lingüístico la nuestra que la gala, empeñada hace un siglo en renovar la dificultosa ortografía de su lengua sin haberlo conseguido hasta ahora.

Entonces, en esos actos solemnes, es cuando se ven sus orígenes, en sus ritos. La Academia, que comenzó siendo un lugar de trabajo moderno y progresista, frente a una Universidad retrógrada en los tiempos en que todavía tentaban los autos de fe y los autos sacramentales, y que ahora lo ha vuelto a ser, desde Menéndez Pidal, había padecido una época anterior de puro relumbrón, cuando era únicamente lo que ahora es sólo en parte, un timbre de gloria. Todo el siglo XIX, lleno de aristócratas y de políticos, de escritores oficiales y de escasos trabajadores del idioma. Menéndez Pidal, y ahora Dámaso Alonso, han metido en cintura a los académicos, a las tres clases de académicos que hay.

Porque hay tres tipos de académicos: los escritores de creación, en todos sus géneros, que están porque aportan lenguaje. Los lingüistas, que lo controlan y estudian, que saben por donde va, y los científicos y pensadores, que proporcionan la información que el diccionario necesita en los distintos terrenos técnicos y científicos, y aquí hay que englobar también filósofos, pensadores, militares, hombres de la Iglesia. El lenguaje es, pues, el centro, y al final, más que los hombres, el protagonista es uno: el diccionario. La Real Academia de la Lengua, cuyo lema es limpia, fija, da esplendor, es un equipo perpetuo para hacer un diccionario. El Diccionario.

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