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Reportaje:

Viaje a Chile

Como en el caso de Iñigo, el escritor -yo, en esta ocasión- alterna con tipos llamados populares. Conmigo estaban un pescador, representando la voz del pueblo con su socarronería, y un cantante, que tenía para los espectadores el morboso atractivo de ser hijo de un ministro y diplomático chileno, al que le salió el chico hippy durante su estancia en California. En la pacata y provinciana Santiago, donde la corbata es obligatoria, su apariencia, con sombrero negro de ala ancha ("de Cuzco", precisó luego), su pañuelo celeste al cuello, su camisa negra con pantalón a tono metido en unas medias botas amarillas, causó sensación. Al parecer, su ideología tampoco ofrecía demasiada confianza al establishment, y su "finalmente", cuando se dejó caer en el sillón de invitado, tenía que ver con las dificultades que le habían puesto reiteradamente desde arriba para aparecer en un programa de gran éxito. El periodista que presenció la grabación destacó ese adverbio revelador y una frase pronunciada poco después por el cantante, que, dando la razón a la desconfianza oficial, lamentó el bajo nivel cultural del país "desde la muerte de don Salvador Allende"; algo así como si en la España de 1945 -también hace ahora. nueve años de su Dieciocho de Julio- alguien hubiese dicho por la radio española que "nadie leía tras la muerte de don Manuel Azaña". Yo noté la repentina tensión que se transmitió al público presente en la grabación, tensión que se confirmó en el diagnóstico del periodista: "Una frase que está pidiendo a gritos la dijera...".

"Nos tienen rabia"

...Que, efectivamente, cerró sus hojas sobre ella. Cuando dos días después se emitió el programa había desaparecido del texto y nunca más se supo. Algo muy rutinario en nuestra vida bajo el franquismo que, sin embargo, aquí, en América, presenta una curiosa diferencia que honra la tradición de liberad de Prensa del continente hermano. Y es el hecho de que pudiera publicarse la referencia al corte, cosa aquí impensable en aquellos nuestros tiempos. En mis viajes por las dictaduras americanas, siempre me ha extrañado lo que dejaban decir..., aunque, naturalmente, ello no representase nada luego en la práctica. Y así, la Prensa de Santiago puede mencionar claramente que la Comisión de Derechos Humanos de la Organiación de Estados Americanos destaca como países que los conculcan más abiertamente a Haití, Argentina y Chile, aunque, naturalmente, publique a su lado un editorial, también muy del estilo nuestro de entonces, en el que se recuerda que no puede medirse ese problema con el mismo rasero en todas partes y se habla de discriminación en el juicio que se hace a algunas naciones, el clásico "nos tienen rabia" que tantas veces hemos leído."He oído que tienen atribuciones excesivas, que poseen lugare, secretos de detención, que cometen una serie de irregularidades, que aplican torturas. Francamente, yo creo que la Central Nacional de Inteligencia debe regirse por normas claras, públicamente conocidas... No es bueno para la sociedad que haya lugares secretos de detención ni que la justicia ordinaria se vea al margen o menoscabada en cuestiones como ésta, que atañen directamente al hombre y que tienen que ver directamente con la justicia".

Habla un obispo, monseñor Herrada, contestando a las preguntas de un periodista y en referencia a la sucesora de la malfamada DINA, la organización que sirve al régimen por encima de trámites y de respetos humanos. La ocasión para despacharse así es el trágico caso Calama, un escándalo que convulsiona a los chilenos desde hace meses y que en estos días otoñales (aquí, primaverales) está llegando a la trágica conclusión de la sentencia a muerte por fusilamiento de dos hombres (Hernández y Villanueva) que convencieron al cajero del banco de la población minera de Calama para que reuniera unos millones de pesos para "efectuar un simulacro de robo y comprobar la reacción policial ante el hecho". Luego -como se contaba en EL PAIS del 23 de octubre- se llevaron al cajero al desierto, le colocaron sobre una cama de dinamita y le hicieron volar en mil pedazos. Las pistas eran tan claras que los asesinos estaban detenidos al poco tiempo. Interrogados sobre su acción, contestaron que obedecían órdenes de un jefe superior de la CNI, a la que pertenecían...; un jefe que no pudo desmentir esa afirmación porque apareció suicidado poco después.

La impresión del país fue lógica. No se trataba de un crimen dictado por el móvil eterno del dinero. Si el cajero había obedecido a la extraña petición del organizador era porque éste era jefe local de una organización a la que el chileno teme lo bastante para no discutir sus ideas. La alternativa del Gobierno Pinochet, en ese caso, era tan clara como dramática. Si no procedía con rigor, se hubiera especulado inmediatamente hasta dónde alcanzaba la cadena de órdenes que había provocado el asesinato. Por el contrario, dejar que la justicia siguiera su curso significaba admitir la presencia de asesinos probados en puestos dirigentes de la policía secreta.

"Si Hernández y Villanueva no hubiesen sido miembros de la CNI, ¿usted cree que habrían tenido más o menos oportunidades de vivir? ¿Usted cree que ese hecho les favoreció o perjudicó, en definitiva?".

Ante una pregunta envenenada, un quiebro más o menos airoso. Contesta el obispo:

"No sé ... ; mejor dicho, prefiero no pronunciarme sobre eso". Cuando el presidente Pinochet negó el indulto, la Prensa se volcó en titulares muy del gusto suramericano: ¡Denegado!, gritaba un periódico en primera página, y todos sabían a lo que se refería; Preparados para morir, anunciaba otro, y nadie ignoraba que se tratabe de Hernández y Villanueva.

El anhelo de autoridad

Superadas las dudas sobre la oportunidad o no del proceso, nadie esperaba aquí un acto de caridad de un presidente que ha afirmado reiteradamente su intención de gobernar con mano dura. "Nuestra fe en un futuro mejor", dijo en discurso reciente, nos impulsa a continuar esta obra, interpretando los más auténticos y profundos sentimientos de la masa nacional que desea una autoridad fuerte que dé seguridad al desarrollo de la vida de la nación". Si ese párrafo resulta familiar a los españoles, también lo será el editorial de El Mercurio (10 de octubre de 1982), extasiándose ante el discurso: "Este juicio presidencial encierra gran verdad no sólo del presente, sino emanada de nuestra historia. Cuando más oscuro nos parecía el porvenir en medio de los brotes anárquicos, la historia nos deparó estadistas capaces de interpretar el permanente anhelo de autoridad y orden que ha imperado entre nosotros".

Y si ese es el anhelo del pueblo, ¿vamos a defraudarle poniendo un límite al Gobierno que tiene ahora? ¿Considerarlo provisional? De ninguna manera.

Y así, en Santa Cruz, el general Pinochet precisa: "No se debe hablar de transición, sino de normalización; dicho de otra manera, el camino emprendido no conduce a la antigua democracia, definitivamente terminada. "Lo que tenemos ahora en Chile", afirmó el presidente, "es un período de normalidad, y completarla es la tarea imperativa de este instante".

Los observadores políticos se perdieron en conjeturas. ¿Quería decir con eso que las fuerzas armadas seguirían en el poder incluso después de la fecha ahora marcada como límite de 1989? Pinochet quiso aclarar las cosas unos días después: "Muchos se sienten afectados por algunos de mis pensamientos. A ellos les señalo que éstos son el producto de años de profunda reflexión y meditación con respecto al futuro de la patria" (La Tercera de la Hora, Santiago de Chile, 10 de octubre de 1982). De forma que, de improvisado, nada. Y que digan lo que quieran los enemigos de Chile, que se agitan venenosamente en el extranjero calumniando a la patria (¿les suena?).

Pero, más que el enemigo exterior, preocupa al régimen el que tiene dentro de casa, con el que es muy difícil luchar, al que no puede encarcelar ni desterrar, como ha hecho con tantos otros. Este enemigo es la Iglesia católica, que lleva algún tiempo desenganchando su vagón de un tren que muestra cierta tendencia a descarrilar. No es sólo que un prelado como monseñor Herrada se permita mencionar públicamente las torturas de la CNI. Hay casos más graves, como la carta abierta que el obispo de Linares dirigió últimamente a los jóvenes en una revista titulada La Buena Nueva, título que ya provoca la ira y el sarcasmo de un periodista del régimen llamado Rodríguez Grez: ¿Buena Nueva? El mencionado sacerdote se dedica a pronosticar los peores males para el futuro económico del país, vaticinio que al cronista le merece el juicio siguiente: "Sólo pesimismo, dardos hipócritamente lanzados a la autoridad y la intención obsesiva de arrastrar a los chilenos a la obsesión y al descontento". Sigue la pregunta retórica: los católicos "¿pueden sentirse representados por sus obispos cuando ellos, como ocurre en este caso, representan una posición política obstruccionista, impregnada de odiosidad y pasión descontrolada?".

Fernando Díaz-Plaja es escritor.

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