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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Reforma sanitaria: la moderación y la firmeza

El ciudadano de este país tiene plena conciencia de que su Administración pública es ineficaz, cara, lenta, mal organizada y peor controlada. Sabe, o intuye, que fue concebida más para dominarle que para servirle. Frente a ella confía menos en el ejercicio de sus derechos que en el favor, la prebenda o el ruego. La sufre, la teme y casi prefiere olvidar que también la paga. No la siente como algo que le pertenece y que sólo se justifica por los servicios que le presta.Ese ciudadano observa, entre esperanzado e inquieto, el acercamiento al poder del Partido Socialista. Sabe que su primer gran objetivo debiera ser recuperar el control público del sector público. Que su expansión es utopía mientras no se haya conseguido dotar al ya existente de unos mínimos niveles de eficacia, organización y control, y que la primera y más urgente de las nacionalizaciones es la de la propia Administración, para liberarla del proceso de patrimonialización corporativa que constituyó uno de los más sólidos pilares del franquismo. Pocos españoles dudan de que esa gran nacionalización pendiente, que en su día resolvieron en Europa las revoluciones burguesas, es una misión histórica que en nuestro país, hoy, sólo puede acometer el Partido Socialista.

A ese ciudadano le preocupa la inevitable interacción entre la voluntad de cambio de un Gobierno socialista y la necesidad de cambio de la Administración a través de la cual deberá ejercerse ese Gobierno. ¿Cuán grande es esa voluntad y capacidad de cambio? ¿Es posible aplicarlas sin alcanzar niveles de conflictividad desestabilizadora?

Para ese ciudadano, la gestión socialista en la Administración local constituye un precioso indicativo para contestar tales interrogantes. Así lo presentan quienes, dirigiéndose a determinados colectivos profesionales, como los médicos, les advierten del peligro que para ellos supondría un Gobierno socialista, en base a los pretendidos abusos de poder que se cometen en la Administración local. Por eso conviene recordar algunos principios, ciertamente elementales, que han guiado nuestras acciones en una de las áreas más necesitadas de reforma de la Administración: la sanidad pública.

La disciplina y la calidad

Buena parte de ellas obedecen más a la lógica de racionalidad y disciplina de una multinacional privada que a una pretendida intención colectivizadora. A no ser que la disciplina laboral -y fiscal-, el control de costes y rendimientos y la exigencia de calidad en el servicio sean típicos ejemplos del radicalismo marxista y del aventurismo político. No nos engañemos: por encima del bramar de los intereses afectados se trata simplemente de aplicar, en los servicios generados bajo formas de propiedad pública, las formas de gestión que permiten subsistir a la propiedad privada.

Disciplina laboral. Los horarios de trabajo de un hospital (médicos incluidos) los fijan los convenios y reglamentos, que para eso se hacen. Y los controla y modifica la gerencia, que para eso está, concebida como una dirección profesional de empresa. Y nadie más. Desde luego, no permitimos que quede al arbitrio de los jefes de servicio en función de sus intereses profesionales privados. Pero no basta con enunciarlo como principio. Hay que aplicarlo con la necesaria firmeza. Despedir a un trabajador que no cumple su horario porque simultáneamente está contratado por otro centro privado (donde sí va, claro, porque si no le despedirían) es una medida que cualquier accionista exigiría a los gestores de su empresa. ¿Por qué si se trata del despido de un médico de un hospital público se pretende presentarlo como una actitud radicaloide y persecutoria de la clase médica? No es así; antes al contrario, el rescate de puestos de trabajo mal ejercidos, además de mejorar la calidad de la asistencia y la cuenta de pérdidas y ganancias de los hospitales públicos, es beneficioso para la clase médica en su conjunto, ¿o es que ésta sólo la componen los que tienen más de un empleo y los miles de médicos en paro nos los hemos inventado los socialistas para adornar nuestras campañas electorales? Y qué decir del agravio comparativo para la mayoría de médicos que cumplen escrupulosamente sus obligaciones laborales?

Disciplina fiscal. Los honorarios médicos resultantes del ejercicio privado en el seno de un hospital público deben ser regulados, declarados a Hacienda y efectuadas las retenciones que marca la ley. ¿Qué argumento ideológico se puede esgrimir contra esta elemental exigencia de modernidad?

Control de costes y rendimientos. Sólo la administración del hospital puede autorizar gastos y facturar ingresos. Y no hay más enfermos que los ingresados por los adecuados procedimientos administrativos que permitan controlar los recursos utilizados en su asistencia. Las camas de un hospital no son patrimonio de sus servicios, sino de la institución en su conjunto. Hemos sustituido la solución tribal de repartirlas a partes iguales entre los igualmente poderosos jefes de servicio por una asignación en función de la carga asistencial de cada servicio, evitando que coexistan los recursos ociosos con las necesidades sin satisfacer. ¿Es esto un experimento político de la izquierda o una elemental medida de buena gestión de recursos escasos?

Exigencia de calidad. Los enfermos de la Seguridad Social no son unos desheredados que piden favores. Son unos clientes de pago, el pago diferido, mensual, constante y obligatorio de sus cotizaciones mensuales. Tienen derecho a una asistencia digna y a protestar si no la reciben, y la Administración pública tiene la obligación de atender sus protestas como cualquier empresario tiene que preocuparse por la calidad de sus productos y la satisfacción de sus usuarios. No podemos permitir el mecanismo que consiste en degradar la calidad de la medicina pública, desviando sus medios materiales y humanos hacia su utilización fraudulenta en la asistencia privada, para que al final los enfermos de la Seguridad Social (al menos los que pueden permitírselo) acaben a su vez siendo desviados hacia la medicina privada con la voluntariedad que nace de la desesperanza y el descontento. ¿Lo decimos lo bastante claro? Pues con la misma firmeza estamos dispuestos a conseguirlo. Y no le busquen profundidades ideológicas al tema. Ningún empresario privado aceptaría que sus propios trabajadores le hiciesen competencia desleal utilizando, para colmo, los propios factores de producción de su empresa.

Sin embargo, reconocemos encantados, porque así debe ser, que nuestra reforma parte de un planteamiento político porque forma parte de un proyecto político concreto que va más allá de las soluciones técnicas de buena gestión. Distinguimos perfectamente las formas de propiedad de las formas de gestión. Y a los sistemas de propiedad pública hay que exigirles algo más que eficacia. Por ejemplo, tienen que fomentar la participación de usuarios y trabajadores. De todos los trabajadores. También, y fúndamentalmente, de los médicos. Por eso hemos procurado fomentarla, y nunca como hoy ha sido tan grande la participación, institucionalizada y reglamentada, que no fáctica y subterránea, de los médicos en la gestión de nuestro hospital. Más de cien médicos participan en ella a través de comisiones técnicas consultivas de distinto tipo, eligiendo directamente a parte de los subdirectores médicos y a sus representantes en el consejo de administración, donde se sientan también representantes de los usuarios. Pero, cuidado, una cosa es la participación en la gestión y otra cosa es la gestión, cuya responsabilidad indeclinable no corresponde a ningún colectivo de trabajadores (tampoco a los médicos), sino a los' representantes de los propietarios (los contribuyentes), que rinden cuentas en cada elección y que no son elegidos en función de su titulación universitaria.

Moderación o debilidad

Pretender que los miembros del consejo de administración de un hospital, elegido democráticamente, tienen que ser médicos es un corporativismo químicamente puro situado en los albores prehistóricos de la democracia orgánica.

La patrimonialización corporativa de la Administración es tan grande, los intereses que encubre tan importantes y las actitudes que los engendran tan incrustados en las costumbres y hábitos de comportamiento que cualquier medida de reforma, por racional, gradual y necesaria que sea, genera y gerterará fuertes resistencias.

Por eso conviene no confundir la moderación con la debilidad. En el momento actual el país las distingue perfectamente y, si aplaude la moderación, está harto de la debilidad de quienes tienen la responsabilidad de gobernar. Y más harto está de que se utilice la moderación como la perfecta coartada de la debilidad que encubre la incapacidad de enfrentarse a los problemas y resolverlos.

Y para terminar de decir las cosas claras, esa moderación y esa firmeza no pueden encontrarse en una clase política incrustada en la cúpula dirigente de la Administración y que es una emanación de ésta más que de la sociedad civil. Sólo así se explica que, en vez de enfrentarse a la patrimonialización corporativa de la Administración, la capitanee contra el resto de la sociedad, evitando generar situaciones conflictivas que les apeen del coche oficial. El callar y dejar hacer, bajo la cobertura de una pretendida moderación, es sin duda beneficioso para la carrera individual de los políticos projFesionales. Pero la izquierda debe huir de esa tentación si quiere preservar su razón de ser; sus hoirnbres políticos deben demostrar al país que subsisten en ellos impialsos éticos y que su actuación no va exclusivamente encaminada a perpetuarse en sus cargos, pasando de puntillas por encima de los problemas para cuya solución fueron elegidos.

José María Rodríguez Colorado es presidente de la Diputación Provincial de Madrid, José Borrell Fontelles es el portavoz del PSOE en la Diputación Provincial de Madrid y responsable de Hacienda y María Gómez de Mendoza es presidenta del Consejo de Administración del Hospital Provincial de Madrid.

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