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Nacionalismos latinoamericanos

La crisis de las Malvinas ha puesto en evidencia la profundidad y las contradicciones del nacionalismo latinoamericano.También ha demostrado que no hay en nuestros países fuerza más cierta, para bien o para mal.

Democracias y dictaduras, izquierda y derecha, han tirado por la borda elementales principios morales para apoyar a una Junta Militar que mal puede extender la soberanía argentina sobre las Malvinas mientras le niega esa misma soberanía al pueblo argentino sobre su propio territorio.

Aunque Panamá, Guatemala y Cuba, Perú y Uruguay, Nicaragua y Venezuela argumenten, desde posiciones de táctica o de oportunismo, a partir de irredentismos territoriales o usando mera retórica de ocasión, el hecho permanece: todos han intentado legitimar a un régimen responsable de decenas de miles de desapariciones, torturas y muertes.

Estamos de acuerdo en que las Malvinas son argentinas. ¿De dónde son los desaparecidos, del planeta Marte?

Todo esto ha causado un desconcierto creciente en Estados Unidos. En primer lugar, porque durante dieciocho meses, el Gobierno de Ronald Reagan se ha dedicado a implementar una política realista de alianza con las dictaduras militares de derecha en el continente para formar un consenso anticomunista y, luego, implantarlo por la fuerza de las armas en Centroamérica y el Caribe.

Repetidas veces, Washington le declaró su amor a la Junta argentina. El mensaje de la señora Jeanne Kirkpatrick, embajadora ante la ONU, fue: "Les adoramos porque son ustedes simpáticos autoritarios, no cochinos totalitarios".

El del subsecretario de Estado, Thomas Enders, fue: "Cuenten con nuestro apoyo militar, político y económico. En cambio, préstemos su ayuda mercenaria para desestabilizar a Nicaragua

Y ante un comité del Senado de Estados Unidos, el secretario de Estado, Alexander Haig, cuando un senador le preguntó qué podía haber de común entre la democracia norteamericana y los torturadores y asesinos de Buenos Aires, contestó: "Tenemos en común la fe en Dios Nuestro Señor".

¿Cómo habían de leer estos signos los doctos generales del Río de la Plata? Obviamente, como una luminosa señal verde para ir adelante con sus aventuras militares y aplicar la perenne lección del padre del conservadurismo mexicano, Lucas Alamán: "Cuando tengas problemas políticos y económicos internos, crea una diversión internacional".

Parte de la confusión norteamericana sobre lo que ha ocurrido deriva precisamente de la ignorancia acerca de los orígenes conservadores del nacionalismo latinoamericano. La propaganda norteamericana lleva décadas identificando nacionalismo con insurgencia de izquierda. La verdad es que se puede ser nacionalista y conservador sin dejar de ser antinorteamericano.

Es bueno saberlo y recordar que los orígenes históricos del nacionalismo latinoamericano en el siglo XIX fueron parte de la doctrina conservadora en favor del mantenimiento de un orden de privilegios en una Latinoamérica aislada de las fuerzas de la modernidad, notablemente de la filosofía económica del capitalismo, de la filosofía política de la democracia y del expansionismo territorial norteamericano asociado con la dinámica de la modernidad.

Pero si vemos el otro lado de la medalla, podemos pensar también que, a menudo, los movimientos marxistas de Latinoamérica son marxismos nominales, que nos permiten seguir siendo conservadores, miembros de una cultura esencialmente agustiniana, jerárquica y religiosamente dogmática, aunque esta vez prestando homenaje verbal a la moderna diosa del progreso.

Nuestro nacionalismo puede ser contradictorio en más de un sentido. Es difícil, por ejemplo, conciliar nacionalismo con socialismo, pues socialismo significa internacionalismo. Pero, a su vez, este internacionalismo requiere un socialismo nacido del desarrollo pleno de las fuerzas del capitalismo incluyendo sus fuerzas políticas democráticas: derechos humanos, pluralismo partidista y libertad de Prensa. El nacionalismo de nuestros socialismos subdesarrollados demuestra que éstos son simplemente procesos de acumulación acelerada de capital bajo regímenes patrimoniales, algunos más ilustrados que otros. En cambio, el nacionalismo puede identificarse con el anacronismo. Una manera de ver la guerra del Atlántico sur es como un episodio más del prolongado combate entre los imperios británico y español, entre protestantes y católicos, etitre administradores coloniales capitalistas, eficientes y ahorrativos, por un lado, e hidalgos barrocos, crueles, indolentes y pródigos, por otro.

Dicho lo cual, es bueno recordar que nuestro nacionalismo no sólo representa una contradicción y, a veces, una anacronía, sino un profundo valor para nosotros, por el simple hecho de que somos naciones inacabadas, a medio cocinar.

En Nueva York, Londres o París, nadie pierde sueño preguntándose si la nación existe o no. En Latinoamérica es posible despertar una mañana y encontrar que la nación ya no está allí, usurpada por una Junta Militar, sojuzgada por una compañía multinacional o secuestrada por un embajador norteamericano, rodeado por un amable grupo de consejeros técnicos desarmados.

El nacionalismo ha sido portador constante de las demandas populares en Latinoamérica; se asocia íntimamente con las exigencia de tierra, libertad y trabajo, y también con la organización de Estados modernos viables y de sectores públicos eficientes, a fin de tener lo que John Kenneth Galbraith llama el "poder compensatorio" de un centro nacional de decisiones contra la gigantesca presión que ejercen los conglomerados económicos internacioanles.

Que los asesinos de Harold Conti, Rodolfo Walsh y la familia de David Vifias, entre miles de víctimas, hayan logrado pervertir a tal grado la verdadera misión del nacionalismo latinoamericano es un triste hecho en nuestra historia contemporánea.

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