El proceso
La apertura del juicio, el viernes que viene, contra los acusados de rebelión militar por los hechos del 23 de febrero del año pasado marcará el inicio de una etapa bien controvertida y peligrosa de nuestra convivencia. El hecho de que sea la jurisdicción militar la única que entienda del proceso, salvo en los trámites de apelación, y el de que las Cortes no hayan querido establecer, como hubieran podido, una comisión de encuesta sobre el caso no deben provocar el espejismo, querido por algunos, de suponer que en definitiva proceso y sentencias se enmarcan en el universo disciplinario del Ejército. El delito que se juzga no es, desde la lógica y desde el entendimiento común, exclusiva o primordialmente militar, aunque sea el código castrense el que se aplique, y el Consejo Supremo de Justicia asume en esta ocasión representaciones sociales y responsabilidades históricas que trascienden a su habitual cometido. No es posible por lo mismo pedir a la sociedad civil que se inhiba o no se inmiscuya en lo que legítimamente es un tema de todos.A la vista se llega después de algunas omisiones o carencias no suficientemente explicadas. La opinión pública sigue interrogándose sobre por qué el Gobierno ha sido tan débil o la policía tan torpe que han resultado incapaces de descubrir la trama civil del golpe, trama que en plena impunidad sigue conspirando. Y sigue preguntándose también por qué no se ha procesado inicialmente a todos los militares que participaron en el asalto al Congreso, aunque luego se les aplicaran en el juicio las atenuantes o eximentes de la obediencia debida en los casos en que procediera. La especie de que se produjo un pacto durante la ocupación armada de las Cortes para resolver ésta sin derramamiento de sangre, y que venía a explicar ambas dos interrogantes fundamentales, fue negada enfáticamente por el propio presidente del Gobierno ante la Cámara, con la reflexión añadida de que, aun si hubiera existido acuerdo, éste no obligaba en su cumplimiento, toda vez que se habría hecho bajo la coacción.
No se puede decir, en cualquier caso, que el procedimiento jurídico seguido para sustanciar las responsabilidades por el 23-F resulte el más acertado políticamente.
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Esta reunión de altos jefes y generales del Ejército, acusados unos, acusadores otros, codefensores quienes, juzgadores también, este abigarramiento de uniformes al que hay que añadir el de los testigos y el de las obligadas medidas de seguridad, contribuirá a la creación de un ambiente denso, soterrado de compañerismos, lealtades y cargos de conciencia, y acicateado por la incómoda sensación de que todo el mundo observa: Prensa, partidos políticos, Gobierno, representantes extranjeros, paisanos todos. Una dificultad esencial. estará en discernir por parte de no pocos presentes que no es el honor del Ejército o de las personas lo que está en juego, ni siquiera el buen nombre de la Corona, tanto como la posibilidad de mantener y soldar la paz civil española que la Monarquía parlamentaria ha hecho posible. En una palabra, que no se trata de juzgar principios morales o comportamientos subjetivos, igual emboscados de pretendido patriotismo que de ambición no confesada, sino incumplimientos de la ley que deben ser probados, pero que obtuvieron ya el testimonio directo de millones de ojos. La propaganda de los sectores fascistas de este país y de lo más reaccionario del pensamiento, las letras y las armas de la caverna hispana, se ha empeñado durante todo este año pasado en resaltar que un tipo de difamación institucional contra las Fuerzas Armadas se estaba fraguando en la opinión ciudadana a raíz del 23-F y que se pretendía no tanto juzgar a unos acusados concretos como el comportamiento general del Ejército. Esta mendaz campaña ha venido ayudada de un acólito mensaje respecto a las supuestas motivaciones últimas del golpe: una patria destruída, asolada por el terrorismo, empobrecida por la crisis, diseminada por las autonomías justificaría así la acción de los rebeldes que podría por lo menos, si no ser compartida, ser disculpada o comprendida en sus orígenes por un amplio colectivo militar en desacuerdo con estos métodos, pero en sustancial concordancia con los fines. Nada de ello es cierto. Si el golpe no triunfó es precisamente porque la mayoría de las Fuerzas Armadas respondieron de forma disciplinada a las órdenes del Rey, y el proceso tiene lugar exclusivamente contra quienes están acusados de burlarlas y de levantarse contra la legalidad. Solo aquellos que tratan de utilizar al Ejército para sus propios fines están interesados en que este juicio se entienda y se difunda como un enfrentamiento entre la sociedad civil y los institutos armados. El otro objetivo posible es aún más descabellado. Se trataría de convertir un proceso por rebelión en un juicio contra el sistema político que pretendieron derribar los encausados. Si este no es un proceso al Ejército, que lo sea entonces a la Democracia, parecen haberse dicho. Vano empeño. Ni siquiera aquellos que defienden el oprobio de la dictadura turca, basados en las especiales circunstancias del país, podrían encontrar una sombra de parecido con el momento político social y económico español. Querer sentar en el banquillo al único régimen que viene logrando, con esfuerzo sólo parejo en tamaño a los obstáculos que algunos persisten en levantar, la reconciliación pacífica entre los españoles y el triunfo del diálogo sobré la sangre es un atentado moral de peor especie que el que perpetran los terroristas que secundan estas intenciones. Y es precisamente desde este sistema de libertades, y con todas las garantías políticas y jurídicas que a los acusados otorga -en contra del ideario y programa de los propios acusados-, desde el que van a tener lugar la vista y el veredicto.
Conviene al resultado general del proceso y a la urgente normalización política que se templen los ánimos y no haya incitaciones o provocaciones de ningún género plausibles de conturbar la serenidad necesaria de los juzgadores. A este empeño deben por su parte corresponder los jueces, en la sabiduría de que sus sentencias van a ser necesaria y felizmente sometidas después al veredicto popular que conforma la historia. Existen muchos motivos para exigir a los ciudadanos responsables -y entre ellos a los medios de comunicación, desde luego, pero a los funcionarios del Estado también, y más aún si son funcionarios de uniforme- una actitud a un tiempo respetuosa y prudente durante el desarrollo de la vista. Y, entre las causas, no es la menor la de que no exista en ningún caso el alegato de indefensión por parte de los acusados o la suposición de presión indebida sobre el tribunal si éste yerra en sus decisiones. A quienes recuerdan los precedentes de los juicios por la operación Galaxia o contra el general Atarés, los más cercanos que condenaron al coronel Graíño y al capitán Milans, y los comparan con referencias históricas a la represión franquista contra los militares leales a la República o al procedimiento habido contra los miembros de la Unión Militar Democrática (UMD), habría que reconocerles la oportunidad política y moral de este recuerdo, pero la necesidad también de no prejuzgar nada desde el mismo. Porque por una parte es imposible buscar paralelismos entre las medidas represivas de la dictadura y los métodos de administrar justicia en la democracia, de los que se van a beneficiar ahora los acusados. Y por otra, de los resultados del proceso que ahora empieza no depende exclusivamente la suerte personal de los implicados y se desprenderá un valor político infinitamente superior al de cualquiera de los ejemplos antedichos. En efecto, si los hechos del 23 de febrero reciben una sanción que no satisfaga lo mismo a las exigencias de la justicia que a las del sentido común y a la voluntad de la opinión pública, los días del régimen parecen contados. Pues no existe Estado en el mundo que sobreviva a la debilidad ni al miedo frente a amenaza tan evidente como la que hace un año sufrimos todos los españoles.
No debe caberle ninguna duda al alto tribunal castrense de que en sus manos está no sólo la suerte de los acusados por el fiscal, sino la de las eventuales víctimas de esos mismos acusados, y la del sistema político que encarna la Corona. Pero la desaparición de la Monarquía parlamentaria abriría tal abismo de pretensiones, reivindicaciones y expectativas de tan diverso género, que durante un tiempo prolongado nuestro país se vería arruinado por la inestabilidad y los conflictos internos y por la inevitable sumisión de todo aquel que quisiera gobernar a los intereses y dictados de potencias más poderosas. (Dicho sea esto desde la amargura de quien conoce cuán poco independientes y soberanos son ya en esta instancia los designios de la mayoría de los países, incluido el nuestro.) Es posible que los propagandistas de un nuevo golpe -que bien podría llegar por la simple dejación de autoridad del poder en este caso- contemplen ese futuro eventual. sin ninguna aprensión y hasta con delectación, si piensan que ellos serían los beneficiarios únicos. del caos generalizado. Pero ellos mismos han de reconocer que no pocos de los protagonistas de efeméride tan deleznable sucumbirían a su propia violencia y a sus ambiciones en el combate incierto por el acoso de las mismas. La única solución posible para nuestro país en el momento histórico que vivimos es la permanencia del sistema constitucional que ampara el trono, y la única oportunidad de pervivencia de éste, como el propio Rey lo demostrara hace ahora un año, es el mantenimiento de su compromiso con las libertades. El menosprecio de esta aseveración, bajo pretexto de actitudes supuestamente patrióticas o pretendidamente morales, es, creo yo, el verdadero y más grave peligro que acecha a quienes de una forma u otra toman parte en la causa que se abre el viernes que viene. La convicción de que el silencio es útil, si es a un tiempo voluntario y transparente, fruto no del temor sino de la prudencia, nos ha de llevar por lo demás a guardarlo en las semanas inmediatas, y a no perturbar la serenidad de ánimo de los juzgadores, aunque sólo sea porque no pueda decirse que esta serenidad ha sido perturbada. De los juzgadores mismos esperamos que acallen también los gritos estentóreos que sin duda querrán alzarse en favor de los acusados y que semillen con sus decisiones el sello de la estabilidad política.
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