La política económica y el síndrome de Ormuz
Hace ya un mes que el presidente Suárez anunció al país las grandes líneas de la política económica para los meses próximos. No era previsible que el clima del país se viera modificado de la noche al día ni que las expectativas empresariales mejoraran por arte de magia. Pero lo cierto es que desde entonces se tiene la impresión, bastante generalizada, de que aquí no se está haciendo nada. ¿Qué hacen los ministros económicos?, se pregunta mucha gente. No faltan incluso las impresiones de quienes ven al nuevo equipo económico como parapetado tras una pila de problemas que no saben cómo abordar, y hasta hay algunos que piensan que, ante la magnitud de los problemas, los ánimos flaquean y cunde el derrotismo. Parece como si algunos de los responsables del área económica se hubieran contagiado de las tesis fatalistas que se le atribuyen al presidente, convencido, al parecer, de que el conflicto armado entre Irak e Irán va a desembocar irremediablemente, y no muy tarde, en problemas irreversibles para Occidente. Algo así como el «síndrome de Ormuz».Dicen que Suárez tiene muy buena información sobre lo que está pasando en Oriente Medio. Hay quien apunta incluso que el presidente conocía, gracias a sus conexiones iraquíes, la inminente guerra petrolera. No deja de ser todo un síntoma que, a pesar de la gravedad y la urgencia con que se le planteó al país hace un mes el problema económico, aquí no se han adoptado gestos ni resoluciones drásticos. Parece que el contaglo del fatalismo presidencial se está haciendo extensivo. ¿Ha merecido, en estas condiciones, la pena toda una crisis, las largas sesiones de trabajo de los «sabios», la elaboración de multitud de «papeles» diagnosticando y aconsejando lo que se debe hacer, la campaña de «desabrilización» emprendida y, al parecer, aún no culminada, el reparto de despachos y de organismos? Bien es verdad que a un nuevo equipo hay que darle un margen de tiempo y de confianza. Pero el mes transcurrido no permite hacerse muchas ilusiones al respecto.
¿Tantas horas exige el estudio de unos problemas económicos cuyas raíces arrancan desde muy atrás, desde hace años? La travesía de este mes de silencio resulta bastante incomprensible, sobre todo si la justificación del cambio de los responsables de la economía residía en la falta de voluntad política -presunta o real- de Abril y su anterior equipo. Lo que los nuevos responsables de la economía le deben al país en estos momentos es un dinamismo y una predisposición a tomar decisiones que, desgraciadamente, no han sabido satisfacer hasta este momento.
Y, sin embargo, ha habido oportunidades para hacerlo. Ahí está el Presupuesto del Estado para 1981. Bien es verdad que el nuevo equipo lo ha heredado casi entero. Pero también lo es que los cambios podrían haber sido más sustanciales. Por ejemplo, la pauta para la negociación salarial establecida por el Gobierno ha sido calificada por empresarios y sindicatos de inoportuna. Con un 12,5% de aumento salarial en la Administración, todo hace prever que el año 1981 vamos a repetir inflación y aumentos salariales, incluso los del sector privado, cuando la Administración ofrece la seguridad en el empleo -como no sucede, por desgracia, en las empresas privadas-, y en algunas de éstas la predisposición de las partes a negociar aumentos salariales muy inferiores parece que va a generalizarse. La voluntad política del Gobierno no ha salido, por tanto, muy bien parada en este tema. Consideraciones similares cabe hacer de los aumentos de la inversión pública -elevados en términos relativos, pero insignificantes en términos absolutos-, de las medidas fiscales de apoyo a la inversión, etcétera.
Mucho y pronto tendrá que hacer este Gobierno si quiere sacar al país del pasotismo generalizado que parece haberse adueñado hasta de algunos de los elementos más dinámicos de la sociedad.
Si tratáramos de hacer una breve recapitulación de lo que la sociedad espera de este Gobierno, o de cualquier otro, quizá la lista fuera muy breve:
-Ante todo, buen ejemplo. Se le pide al país que ahorre, que invierta, que practique la austeridad y que sea más eficiente. Un breve repaso a lo que hace el sector público basta para que lleguemos pronto a la conclusión de que difícilmente puede arrastrar a la sociedad un no convencida.
Un poco de coherencia entre lo que se dice o se promete y lo que se hace. Basta con leer algunos de los capítulos del Presupuesto próximo para encontrar disonancias casi aberrantes. Lo malo del Presupuesto, por ejemplo, no es que esté mejor o peor hecho, sino que no se cumple. El del año 1980 es el que muestra una mayor desviación entre lo presupuestado y las liquidacione s o realizaciones que vamos conociendo. ¿Cabe esperar lo mismo del próximo?
- Convencer al país de que se puede salir de la crisis y proponer a la sociedad objetivos concretos, y no utopías. Los programas han sido hasta ahora una recolección de filosofías, tópicos y lugares comunes, en donde la palabra liberalización aparece por todos los lados en el país más amante del BOE.
- Y un poco de capacidad de respuesta. A base de aplazar la solucíón a los problemas, éstos se pudren en los cajones. Todavía estamos esperando que la grave crisis petrolera en que podemos encontrarnos en cuestión de días o de semanas cristalice en medidas energéticas que, por desgracia, hoy sólo pueden venir por la vía del ahorro, al menos a corto plazo. El Plan Energético, por ejemplo, está pidiendo a gritos una aceleración de sus objetivos.
Un mes es poco tiempo para juzgar una labor. Pero los síntomas no parecen precisamente esperanzadores.
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