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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El octavo pasajero de la democracia

LOS AMPLIOS extractos, publicados a lo largo de la última semana en EL PAIS, del informe redactado por los inspectores de Hacienda sobre Radiotelevisión Española otorgan estado oficial a algo que mucha gente conocía ya y que ni siquiera los medios gubernamentales se molestaban en negar. La única novedad es el marchamo pericial sobre el caos, despilfarro, irresponsabilidad, ineficacia y corrupción que reinan en el monopolio estatál televisivo.La lectura de esos resúmenes crea la presunción de que RTVE ha sido terreno abonado para comportamientos delictivos, desde la malversación al simple hurto, pasando por la apropiación indebida y el cohecho. No es preciso tener una concepción antropológicamente pesimista de la condición humana para sospechar que la indefensión de los fondos públicos producida por el desarme de los controles contables durante tantos años ha sido una tentación demasiado fuerte como para que nadie pueda descartar una conculcación de los artículos del Código Penal referidos a la propiedad y a la aseveración del Gobierno de que el informe no alude a responsabilidades personales no deja de ser sorprendente. Primero porque el informe es rico en nombres, muchos de los cuales hemos preferido silenciar, pues no era nuestra intención convertir un documento de esta naturaleza en una simple batalla de dudoso gusto. Segundo, porque los ministros, directores generales y ejecutivos responsables de la situación son, que nosotros sepamos, personas. Personas y no cosas, según luego veremos.

Los sistemas cerrados de poder aumentan enormemente, por su propia naturaleza, las posibilidades de ilícitos y. desvergonzados traspasos del dinero de los administrados a los bolsillos de los administradores, o de amigos suyos. La democracia encuentra precisamente sus fuentes de legitimación en el control que ejerce el Parlamento elegido por sufragio universal sobre el poder ejecutivo, en la libertad de los medios de comunicación para informar acerca de presuntos abusos en el manejo de los fondos públicos y en la capacidad de los ciudadanos para ejercer acciones que permitan a un poder judicial no mediatizado e independiente perseguir tales malversaciones.

Y, sin embargo, se diría que nuestro naciente sistema de libertades no termina de desembarazarse de ese octavo pasajero de la corrupción que nos acompaña en nuestro viaje hacia la consolidación de las instituciones democráticas que constituye RTVE. Es ya de por sí inquietante intuir que padecemos tan molesta compañía y saber que la eliminación de esa aborrecible figura va a costar tiempo y esfuerzo. Pero resulta todavía más preocupante comprobar cómo un amplio sector de la clase política se ha recubierto de una corteza de insensibilidad y de un caparazón de cinismo, que la protegen de las denuncias surgidas desde la sociedad sobre fenómenos de corrupción y le permiten seguir adelante sin el más mínimo problema moral y sin otro objetivo que el de aguardar a que escampe la tormenta. ¿Qué ocurre en este país, en esta sociedad, en esta élite política, para que el destapamiento de ollas tan podridas como Televisión Española no produzca más respuesta que la indiferencia cínica, la protesta para guardar las formas o la resignación pesimista? ¿Ignoran los hombres del poder que su rostro de piedra ante estos casos amenaza con desmoralizar al país entero y hacerle perder la confianza en la capacidad de las instituciones democráticas? ¿O es precisamente esto lo que pretenden? El informe de auditoría de los inspectores de Hacienda ha despertado profundas resonancias en la opinión. ¿Qué ha sucedido, en cambio, en la clase política? Los comunistas, expulsados del consenso y arrojados del palacio de la Moncloa, han realizado un gesto políticamente eficaz y jurídicamente bien estudiado al solicitar la intervención del ministerio fiscal. Los socialistas, que conocían con anterioridad el informe de la auditoría, al menos en parte, hablaron de ejercer la acción pública y más tarde han optado por depositar en la Mesa del Congreso una petición para que se les entregue el documento. La léntitud y circunspección de las centrales sindicales ante el escándalo hacen temer que su deseo de ampliar el número de afiliados pueda llevarles, en casos como el de la Televisión y de otras empresas públicas, a la complicidad activa y hasta pasiva con situaciones como las que el informe describe.

Ahora bien, sobre el Gobierno recae la mayor parte del fardo de este penoso asunto. El obstinado y pesado silencio del poder ejecutivo, sólo roto por su portavoz oficial, bate un récord olímpico de irresponsabilidad. Resulta que el ocultamiento a las Cortes Generales y a la opinión pública de ese informe, el mantenimiento en puestos de alta responsabilidad de los organizadores de tan inconcebible caos y de los directivos que posteriormente no han sabido cortarlo; la decisión de no encomendar al ministerio fiscal la tarea de examinar los presuntos comportamientos delictivos, y la actitud de dar, durante una semana, la callada por respuesta, son las reacciones normales de un Gobierno democrático. Que nadie busque culpabilidades «personales» en todo este embrollo. Ninguno de los directores generales de Televisión tiene la más mínima responsabilidad en esa apoteosis de menosprecio hacia la manera de gestionar una empresa pública. Sólo existen «responsabilidades de principios y de organización». Principios y organización que, al parecer, ningún hombre de carne y hueso ha establecido y decidido nunca, sino que han sido depositados en noches oscuras por malos vientos en Prado del Rey y que proceden de alguna remota galaxia. Ya hubiera sido grave que el Gobierno no hubiera hablado. Su respuesta reciente no es ni siquiera indignante. Es ridícula.

El Gobierno, en cualquier caso, ha sido culpable de la ocultación de datos, y estimamos que debe ser un juez y no un ministro el que establezca si existen o no responsabilidades criminales en lo sucedido. Si existieran, el Gobierno tendría que explicar además por qué sus dudas en remitir a la Fiscalía el documento. Cualquier consejero de una empresa privada que recibiera una auditoría de ese género se habría preocupado de una acción semejante, que le garantizara que no iba a ser acusado de complicidad o encubrimiento.

El otro aspecto de la cuestión es el de futuro. Nos hallamos ante el inminente nombramiento, por las Cortes, del consejo de administración de ente público de RTVE y ante la designación por el Gobierno del director general del medio. Hay que decir que no se les pone fácil a esos trece hombres la tarea de remodelación y saneamiento que tienen por delante y que no es la única, porque la televisiva UCD ha logrado construir, por encima del caos administrativo, la miseria en la calidad de los programas y el descrédito público de tan importante medio de comunicación. El Gobierno se lo debe pensar dos veces antes de seguir poniendo en las manos de un hombre de UCD tan poderoso medio. Durante la etapa de la transición, el partido del Gobierno ha dirigido irresponsablemente la RTVE, obsesionado por los réditos electoralistas o propagandísticos de la imagen y menospreciando los derechos de los españoles, cuyo dinero ha sido dilapidado ad maiorem gloriam de quien controlaba la pantalla. Si la obstinación hace que los hombres de UCD pretendan seguir gobernando la TV ellos solos, con un revestimiento democrático, deben saber que parten desde una situación impeorable. Aquella que nos dice que la continuidad es la mejor garantía para consolidar tanta pestilencia.

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