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Tribuna
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¿Privilegios o medidas de política económica?

Los conciertos económicos de las tres provincias vascas datan del 25 de octubre de 1839, cuando se dictó una ley que inició el proceso de abolición de los fueros, y que culminaría en 1878 con la firma del primer convenio por el cual cada territorio histórico se comprometía a satisfacer a Hacienda una cantidad anual fija.En esencia, el concierto económico es un acuerdo por el cual el Estado y una comunidad de rango inferior establecen sus respectivas esferas de competencia en el terreno económico. Ello implica la definición de las competencias respectivas en el terreno del ingreso y el gasto público.

La vigencia de los conciertos posibilitó, según sus defensores, que las diputaciones administrasen sus ingresos y gastos más eficazmente que en los territorios no forales, al poder ajustar sus presupuestos con realismo, por el exacto conocimiento de sus posibilidades y necesidades. El sistema reducía los gastos burocráticos y, según sus apologistas, producía una mentalidad contraria a la evasión o el fraude fiscal, dado que el ciudadano podía comprobar in situ, que sus pagos al erario revertían en beneficios tangibles al propio contribuyente.

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Sin embargo, ni sus defensores más apasionados proponen hoy una simple reedición del sistema, tal como funcionó a comienzos de siglo, en base a cupos globales rígidos. Entre otras cosas porque es evidente la interrelación económica entre los diversos territorios -lo que implica servicios comunes-, y porque el papel beligerante del Estado -incluida una fiscalidad beligerante- es hoy comúnmente admitida en la actividad económica. De ahí que todas las negociaciones en tomo al Estatuto hayan partido del acuerdo sobre la necesaria actualización del sistema de conciertos.

En una serie titulada «El riesgo de las autonomías», publicada en Cuadernos para el Diálogo en enero-febrero de 1978, los profesores de la Complutense Juan Muñoz y Angel Serrano iniciaban una polémica, que prosigue todavía hoy en la revista Transición, sobre los peligros de «agudización de los desequilibrios regionales» que implicaba el planteamiento autonómico de la Constitución. «Madrid, Cataluña y el País Vasco, escribían los dos profesores, seguirán actuando como sanguijuelas sobre el resto del país.» En parecidos términos se expresaba unos meses después, desde las páginas de Cinco Días, Eduardo Barrenechea, para quien «Cataluña y Euskadi (están) dispuestas a comerse toda la tarta», y se niegan a renunciar a los «más notorios privilegios que los estatutos implican».

Desde sectores autonomistas, y, en particular, desde el servicio de estudios de la Caja Laboral Popular, se contestaron las anteriores apreciaciones con algunos datos cuantitativos. Por ejemplo, la inversión pública per cápita había sido en el año 1975 de 2.500 pesetas en el País Vasco, frente a una media de 6.000 pesetas en el conjunto del Estado. La presión fiscal era, según la citada institución de crédito, del 14,8%, frente a una media del 11,8%. Por otra parte, la relación entre impuestos pagados y costo de servicios estatales revertidos era netamente desfavorable, ya que de cada peseta pagada sólo retornaban a Euskadi 57 céntimos.

Juan Muñoz, sin impugnar estos datos, contestó la filosofía de sus contradictores. Para él, la relación no debe estudiarse únicamente a nivel de fiscalidad, sino incluyendo otras formas de transferencia de recursos de las zonas subdesarrolladas a las desarrolladas. Así, la producida a través de las cajas de ahorro, que hace que por cada cien pesetas ahorradas en Euskadi se inviertan 180, mientras que el porcentaje es en Castilla-León del 60%. Muñoz citaba también la transferencia indirecta que supone la relación precios agrarios-precios industriales, por una parte, y el consumo a precio standar de una energía producida precisamente en las zonas más deprimidas. En función de estos factores, Muñoz se pronunciaba por la descentralización del gasto, pero se mostraba contrarío a la del ingreso, por considerar que a la larga implicaría probablemente una menor presión fiscal y, en todo caso, una actitud insolidaria.

Los conciertos en el Estatuto

Entre las competencias que el Estatuto reconoce a la comunidad autónoma, figuran la promoción y planificación del desarrollo económico, la regulación de las cajas de ahorro, la gestión del régimen económico de la seguridad social, la ejecución y ordenación de la banca y crédito, y la creación de un sector público propio. Todas estas competencias son recogidas en el título primero del texto. El título tercero (Hacienda y Patrimonio) establece las bases en que se apoyará el sistema de financiación de dichas competencias transferidas del Estado a la comunidad autónoma. El artículo 41-2-d establece que «la aportación del País Vasco al Estado, consistirá en un cupo global integrado por los correspondientes a cada uno de sus territorios como contribución a todas las cargas del Estado que no asuma la comunidad autónoma».

El artículo 43-1 determina, por su parte, que el patrimonio de la comunidad autónoma estará integrado por «los derechos y bienes del Estado u otros organismos públicos afectos a servicios y competencias asumidos por dicha comunidad». En este punto se ha producido una de las dos modificaciones sustanciales respecto al texto aprobado en Guernica por los parlamentarios vascos y presentado a las Cortes el pasado 29 de diciembre. En el proyecto original se consideraba «propiedad del País Vasco todos los derechos y bienes del Estado radicados en su territorio, excepto los afectados a funciones cuyo ejercicio se haya resevado el Estado».

La otra modificación introducida a última hora (negociación Suárez-Garaikoetxea) consiste en la exigencia de que el concierto sea aprobado por ley. El texto de Guernica se limitaba a establecer que la negociación de cada cupo se haría en el seno de una comisión mixta, entendiéndose que bastaba el acuerdo del Gobierno para que el cupo negociado surtiera efecto. El que ahora se establezca el requisito previo de una ley votada en el Parlamento, es quizá el más grande trozo de piel dejado por Garaikoetxea en la gatera de la negociación. El PNV, en particular, teme que esta cautela pueda atrasar enormemente el fin de la discusión del concierto y dificultar, paralelamente, un acuerdo satisfactorio. Con todo, el planteamiento finalmente recogido en el Estatuto se acerca más al inicialmente propuesto por el PNV que al de cualquier otro partido.

La otra divergencia del PSOE, compartida por la mayoría de las fuerzas de izquierda, hace referencia al carácter provincial de los cupos. Los socialistas propugnaban la negociación de un cupo global del conjunto de la comunidad, que permitiera una utilización más coherente de la política fiscal como instrumento de política económica. Sin embargo, lo regulado en el Estatuto son únicamente los principios y bases de los conciertos. La verdadera batalla -y auténtica piedra de toque de la voluntad autonomista del Gobierno- se producirá en la negociación concreta de los contenidos económicos de tales conciertos. Esta negociación puede durar meses y, desde luego, no es previsible que sus efectos puedan ser perceptibles antes de dos o tres años. A su vez, la utilización que el PNV, fuerza sin duda hegemónica en los futuros Gobierno y Parlamento vascos, haga de la Hacienda autónoma de cara a la reordenación de la economía vasca, dará la medida del progresismo de los herederos actuales de Sabino Arana.

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