En favor de la libertad de enseñanza
Los históricos acontecimientos que estamos viviendo vuelven a poner sobre el tapete el conflictivo tema de la libertad de enseñanza, y aunque la situación real de nuestro país haga imposible, por ahora, la implantación de la escuela única estatal, no me parece ocioso decir alguna palabra sobre el planteamiento ideológico en que se funda el problema.La enseñanza, en tanto que difusión de saberes, utiliza todos los medios capaces de comunicarlos; así, la escuela y la universidad, el libro y el periódico, la televisión, el teatro, el cine, la conferencia, las artes auditivas y plásticas: música pintura.... incluso los deportes; cuantas actividades, en Fin, puede emplear el hombre para enseñar y aprender alguna cosa. Entre los muchos problemas que hoy acucian a la enseñanza, hay dos fundamentales, de los que voy a tratar seguidamente. Aunque su planteamiento es antiquísimo, pues crear cultura y difundirla son actividades inherentes al ser racional, los nombres que se les han dado pertenecen casi a nuestros días. Me refiero a la libertad de enseñanza y a la libertad de la ciencia, ambas íntimamente unidas, aunque diferentes.
La libertad de enseñanza consiste en que todo individuo responsable pueda enseñar y aprender lo que quiera y en donde quiera, sin que la sociedad o el Estado se arroguen el derecho de impedírselo. Por libertad de la ciencia entendemos la investigación y difusión de la verdad sin coacciones externas, cualesquiera que fueren los principios en que se funden y el sistema de enseñarlos. Entendidas tan ampliamente, ambas libertades podrían incurrir en contradicción respecto a uno de sus propios fines: el de incorporar la persona del que aprende al sistema social en que ha de integrarse. Por esta causa, el Estado necesita imponer algunas condiciones.
En realidad, la enseñanza privada precede, en muchos siglos, a la aparición de la escuela estatal única. Ya la Grecia antigua nos ofrece dos ejemplos característicos de sendas tendencias antagónicas: en la democracia ateniense, la instrucción elemental es privada; cualquier persona adulta puede impartirla, sin exigírsele, siquiera, un examen de capacidad. La tutela de los hijos pertenece a los padres; pero ni aquéllos ni éstos están obligados a proporcionar ni a recibir educación alguna. Solamente al cumplir los dieciséis años, el joven debe asistir al gimnasio, en donde recibe enseñanza física y militar. Este centro pertenece ya al Estado.
En España, a los niños débiles se les deja morir; los normales se crían en el hogar paterno, pero al acabar la infancia, el Estado se apodera de ellos para educarles conforme a unas normas de austeridad y disciplina que los convertirán en guerreros futuros.
Con pocas diferenciaciones, la enseñanza oficial coexiste con la privada en los pueblos antiguos: Egipto, China, India, Persia... El predominio de la familia en la sociedad romana convierte allí la educación casi en un quehacer doméstico. Incluso las escuelas medias y superiores están sostenidas por los padres de los alumnos; situación que apenas es alterada en los tiempos de los últimos emperadores.
Al producirse el derrumbamiento de la Roma clásica, debido a las invasiones de los pueblos nórdicos, la cultura, en Occidente, se acoge a la Iglesia, y la enseñanza es impartida en la parroquia, en el monasterio y en la catedral. Incluso las escuelas regias, que fundan los reyes carolingios, nútrense de una instrucción eclesiástica.
La reforma es la que plantea, a fondo, la cuestión de la libertad de enseñanza y de la ciencia, en torno a los diferentes credos, y al pase de la suprema autoridad religiosa de las manos del Papa a las de los príncipes. Los numerosos conflictos a que da lugar la nueva situación sólo finalizan con la paz de Westfalia (1648), después de la cual todas las confesiones pueden sostener y dirigir sus propias escuelas elementales, en las naciones reformadas. No obstante, a mitad del siglo XVIII, el militarista reino de Prusia crea la enseñanza única y confesional del Estado, que no duró mucho.
La Revolución Francesa (1789), tritura la enseñanza eclesiástica, resucita el concepto espartano de que los hijos no pertenecen a sus padres, si no a la República, e intenta centralizar la enseñanza en el Estado. Napoleón I lleva esta centralización a su punto más extremoso, y, desde entonces, tanto en Francia como en la mayoría de las naciones europeas, surge la pugna entre los partidos más radicales, en pro de la enseñanza estatal única, y la Iglesia, que mantenía la privada. En la mente de todos están las famosas leyes de Falloux, Ferry, Casati..., el movimiento denominado en Alemania Kulturcampfi, etcétera.
Inglaterra es el paraíso de la libertad de enseñanza, en todos sus niveles: las primeras escuelas elementales del Estado no surgen hasta 1870 -ley Forster-, y las secundarias en 1902 -ley Balfour-, más no para competir, sino para completar los vacíos de la enseñanza privada.
En nuestro país, la escuela, particular ha existido siempre, regida por seglares o por órdenes religiosas; no así la libertad de la ciencia, y, cuando un grupo de profesores krausistas, trató de implantar esta última, se produjo la llamada Cuestión universitaria, de 1875. Pero tres años después, el ministro Ruiz-Zorrilla decretó las libertades de la enseñanza y de la ciencia, y ambas han permanecido, en nuestros códigos -con mayor o menor fortuna-, hasta que el régimen de Franco suprimió la libertad de la ciencia, y sometió la de enseñanza al control eclesiástico.
Libertad de pensamiento
Una interrogante se nos ocurre ahora: después de cuarenta años de dictadura intelectual, ¿es preciso discutir aún la libertad de enseñanza? La respuesta es afirmativa, porque un sector político de los que combatieron el régimen franquista, parece que se ha contamiñado con su totalitarismo, y pretende que se implante la escuela única del Estado. Contra esta pretensión vuelven a levantarse la pura doctrina liberal y la de la Iglesia, cuyas tesis, acordes en cuanto al fin, pero dispares en el planteamiento, vamos a exponer someramente.
El Boletín Revista de la Universidad de Madrid abrió su primer número -el 10 de enero de 1869-, con un artículo de Nicolás Salmerón titulado «La libertad de enseñanza». El ilustre profesor de Metafísica, y jefe republicano, sostenía que la libertad de enseñanza es consecuencia inseparable de la libertad de pensamiento, que una conciencia no es libre si le privan del derecho de aprender y de enseñar, sin presiones externas, que la enseñanza única del Estado burocratiza al maestro, inevitablemente, y conduce a la rutina y a la pereza intelectual; que el cultivo y la transmisión de la verdad son tareas humanas universales y están por encima de particularismos, órganos y escuelas; que la ciencia, como el arte, son fines esenciales de la vida racional humana y no pueden quedar sujetos a otro fin. Escribe Salmerón: « ... ) la libertad de enseñanza es el complemento de la libertad de la Ciencia ( ... ) y mira al reconocimiento de un derecho natural del hombre para educarse y educar en la verdad, sin someterse al régimen oficial de un establecimiento público. Nunca pudo con justicia el Estado, a nombre de la tutela que en la función de la en señanza ejerce, privar a la sociedad de un sagrado derecho y convertir en privilegio el Magisterio, prohibiendo la libre iniciativa y acción social en el cumplimiento del primer fin humano.» Y añade: «El límite racional y justo de toda tutela es el respeto a la personalidad. La tutela se dirige a hacer inviolable la personalidad tutelada y a preparar su definitiva emancipación.» Por otra parte, la enseñanza estatal se opone también al principio de que todo hombre debe ser libre en su vocación.
Giner de los Ríos -nuestro primer pedagogo-, abunda en el mismo criterio y tanto él como Salmerón piensan que la enseñanza tendría que emanciparse totalmente de la tutela oficial y que, incluso los centros oficiales, deberílan convertirse en privados poco a poco.
La actitud del episcopado español, ante el problema que nos ocupa, ha podido parecer contradictoria para quienes libertad de ensenanza es sinónimo de libertad de la ciencia; pero nuestros obispos continúan su propia tradición: todo el mundo tiene derecho a enseñar; pero no a difundir errores, y, para la Iglesia, es errónea cualquier doctrina que pugne con la verdad revelada. Por eso, no suscribe la libertad de la ciencia en su sentido libérrimo; pero sí la de enseñanza, siempre que ofrezca garantías de un orden moral y no encubra ningún ataque al dogma católico. Para algunos pensadores ultramontanos, la Iglesia debería incluso monopolizar toda clase de ensenanzas -es la postura del padre Manjón, por ejemplo-, ya que ha de considerársele como la maestra en todos los aspectos. Pero tal postura extremada no es la de la jerarquía. El derecho de la Iglesia al magisterio se funda en el mandato de Jesucristo: Id y enseñad a todas las gentes, para formar al hombre nuevo, que dice San Pablo. Claro está que formar hombres exige una educación completa, que no puede someterse a la tutela oficial. Así, pues, la enseñanza es uno de los fines esenciales de la Iglesia, y, ella no puede renunciar a un mandato de Dios para obligarse a tina ley de los hombres. La Iglesia defiende, también, el derecho de los padres a promover la educación e . le sus hijos. A este respecto, la misma naturaleza, creada por Dios, delega en la paternidad, no solamente la crianza, sino la educación de su prole. Tampoco puede admitirse que haya de ser suprimida la libertad de enseñanza en razón de que muchos padres no estén en condiciones de llevar sus hijos a la escuela que prefieren. Esta limitación es común a todas las esferas de la vida: nadie puede conseguir todo lo que ambiciona, porjusto que sea. Es una realidad que hay ciegos y sordos; pero sería aberrante que se taponara los oídos a los que oyen y se vendase los ojos a los que ven. Por último, si la sociedad, o el Estado, establecen la gratuidad obligatoria de la enseñanza, y si la iniciativa particular exige ayuda para cumplir sus fines, el Estado tiene el deber de subvencionar a la escuela privada en proporción a los servicios que ella preste al país.
Como se ve, la doctrina liberal y la eclesiástica, sin fundarse en los rnismos principios, exactamente, coinciden en lo más importante: el derecho natural que asiste a maestros, padres y discípulos, no puede someterse a la razón de Estado, aunque se la disfrace de justicia social.
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