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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El Sahara, dos años después / y 7

Escritor

Cuando un partido que, como el PSOE, se presenta como una alternativa real de Poder, exige la denuncia de los acuerdos de Madrid de 1975, demuestra valorar muy a la ligera los graves riesgos que semejante decisión entrañaría para todos. Como decía muy justamente el editorial de EL PAÍS del 21 de diciembre de 1977: "Desde otras cancillerías se ha tratado de empujar a España, con la inocente aprobación de algunos sectores de la oposición democrática, a intervenir en el conflicto del norte de África, utilizando nuestra mala conciencia por el vergonzoso abandono del Sahara. ( ... ) Pero lo que se está rodando en el Magreb no es precisamente una película de buenos y malos, sino una intrincada jungla de intereses en la que la actitud de España es esencial para mantener el equilibrio, por inestable que sea, en la zona".

Resulta cada día más obvio que si la frágil democracia española quiere salir del atolladero en que le metió el franquismo no lo conseguirá alineándose incondicionalmente con alguna de las partes implicadas en el asunto. Me parece muy lógico y razonable que la oposición fustigue la política débil y, a menudo, contradictoria del Gobierno, tocante al Sahara; pero no me cabe la menor duda de que, si en lugar de seguir lamentándose sobre lo pasado, ofreciera una alternativa viable para conseguir la autodeterminación de los saharauis, que no significara la aceptación pura y simple de la tesis de Argel, su actitud sería mucho más eficaz y constructiva. Encerrarse en posiciones maximalistas e irreales no contribuye a despejar el futuro de los saharauis y de los pueblos hermanos del Magreb.

Razones de "realpolitik"

En marcado contraste con los partidos de oposición españoles y los dos principales miembros y rivales de la difunta Unión de la Gauche, la posición de los Gobiernos árabes sobre el Sahara -ya se trate de regímenes conservadores o de orientación progresista- es de una prudente reserva, inspirada por su mejor conocimiento del tema y la convicción de asistir a un choque de dos nacionalismos opuestos, en el que la experiencia y sentido común les aconseja no tomar partido: ¿acaso los mauritanos, dicen, no son saharauis como los guerrilleros del Polisario?; ¿en nombre de qué los árabes deberían escoger a unos saharauis contra otros?

Los países de la Liga Árabe saben mejor que nadie que la autodeterminación de algunos millares de erguibats no es el verdadero objeto del conflicto. Son Argelia y Marruecos quienes se enfrentan por razones de realpolitik; los saharauis quienes luchan entre ellos. El único aliado de talla de Bumedian en el mundo árabe, el coronel Gadafi, no solo no ha querido reconocer a la República Saharaui, sino que ha abandonado en los últimos tiempos su retórica propolisario en favor de una posición más matizada y pragmática, con vistas a desempeñar en el futuro un fructuoso papel de mediador. Al recibir el pasado mes de septiembre a una delegación parlamentaria marroquí condenó el extremismo de todos los responsables del drama: Mauritania y Marruecos, por considerar el problema del Sahara, un dossier archivado; Argelia, por exigir el reconocimiento previo de la representatividad exclusiva del Polisario para negociar con Nuakchott y Rabat.

Las proposiciones formuladas recientemente en Oviedo por Fernando Morán, exdirector general de Asuntos Exteriores para África y Oriente Medio en el primer Gobierno de la Monarquía y hoy candidato unitario del PSOE-PSP en la elección senatorial de Asturias: «Mantener el actual status de Marruecos en el Sahara, crear una confederación saharaui-mauritana, en la que tendría alguna influencia Argelia, consolidar las fronteras de este país con Marruecos, que en el reparto colonial le fueron adversas a los marroquíes» constituyen un paso alentador en esta dirección y una posible plataforma de discusión para solucionar el problema y desactivar las graves tensiones que afectan a toda la zona.

El envío de una delegación oficial del PSOE a Mauritania, y Marruecos —pese al mantenimiento por la misma de las posiciones «extremistas» censuradas por Gaddafi— es, igualmente, un signo de que el maniqueísmo de nuestra izquierda empieza a ceder a otras opciones de mayor madurez y responsabilidad.

Unas breves apostillas para concluir: mis reflexiones sobre el tema saharaui han sido producto de un acercamiento estrictamente individual a la compleja problemática del Magreb. Excluyendo mi primera visita a Argelia por invitación del Gobierno de Ben Bella, he recorrido siempre Marruecos, Argelia y sus zonas saharianas como simple viajero, sin aceptar guía ni patrocinio algunos ni representar nada ni a nadie más que a mí mismo —y por dicho motivo no he participado ni pienso participar en ningún tour organizado, ya sea a Tinduf, ya a El Aaiún, en cuanto resulta imposible preservar allí un mínimo de independencia en las circunstancias presentes—.

La experiencia de mis pasadas equivocaciones me ha comunicado una desconfianza profunda hacia los juicios y apreciaciones dictados por meras consideraciones tácticas de grupos y partidos. También me ha enseñado a no caer más en las trampas en que habitualmente cae el «turista revolucionario invitado», presto a confundir, hoy como ayer, bacías con yelmos o prendre des vessiespor des lanternes.

Buscar honradamente una salida

Mis errores, si los hay, son, pues, errores propios. No pretendo, ni mucho menos, un monopolio de la verdad. Pero los argumentos, hechos y realidades que he expuesto son parte indudable de ella y deberán ser tenidos en cuenta si queremos buscar honradamente una salida al drama saharaui. El prejuicio promarroquí de que me acusan quienes apoyan ciegamente las tesis de una independencia prefabricada y selectiva es en realidad un prejuicio promagrebí o, para ser más exactos, proárabe: mis simpatías van por igual a los pueblos —y no, desde luego, a los Gobiernos— de Marruecos y Argelia, así como a las poblaciones saharauis que he tenido ocasión de conocer y apreciar durante mis nomadeos por la zona anteriores al conflicto.

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