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España en el Mediterráneo o la diplomacia del clavel

Hace unos días, un miembro muy importante del Gobierno español le dijo a este periódico, a propósito de un suceso internacional, que España podría «flirtear» con cierto país del Mediterráneo para tratar de obtener resultados «interesantes» en otra área vital para Madrid. El «flirteo» consistiría, simplemente, en algún viaje oficial, en algún discurso. Las palabras de ese personaje, cuyo nombre y cargo reservamos por razones obvias, reflejan perfectamente la calidad de nuestra acción exterior. Mientras las naciones vecinas de Europa occidental lanzan en todas direcciones una política de penetración, basada en información muy procesada, en estudios y planes elaborados durante años por cientos de expertos y en embajadas numerosas y tecnificadas hasta el último detalle -integradas a fondo, además, con todos los grupos económicos, científicos, militares y culturales de sus respectivos países-, España se limita a «flirtear». La responsabilidad de este problema no es atribuible sólo al Gobierno, a cualquier Gobierno, sino a toda la nación.Diplomacia suicida

En la zona del Mediterráneo, esa diplomacía del clavel resulta especialmente suicida, porque entre Cádiz y Estambul se está cocinando ahora gran parte del próximo destino de Europa. A comienzos de este año, Yugoslavia entró en su era positivista; Grecia se dispone a dar, en solitario, un gran salto hacia el Mercado Común Europeo, en contra de los intereses agrícolas españoles, portugueses, turcos y norafricanos; Turquía, en medio de una profunda crisis económica y social, completa el proceso de occidentalización iniciado por Ataturk y está dispuesta a «revisar», como lo anticipó a EL PAIS el primer ministro, Bulent Ecevit, sus presupuestos estratégicos tradicionales, entre la OTAN y la Unión Soviética; Chipre, dividido desde la invasión turca de 1974, intenta modificar el equilibrio económico-militar entre Grecia y Turquía y, a la vez, el espectro estratégico del Mediterráneo oriental; el Líbano, nueva «zona tampón» de Israel y de Siria, se ve obligado a transformar el entramado de su imperio financiero en Oriente Próximo, con proyecciones nuevas hacia Occidente; Rumania, cuyo férreo estalinismo interno no le impide moverse por el mundo con soltura, trata de suplantar a Yugoslavia en el liderazgo del Tercer Mundo y del Mediterráneo árabe, y busca, además, junto con Belgrado -y a instancias quizá de la Unión Soviética- fomentar la «neutralidad» balcánica-mediterránea, España incluida; para lo cual se vale no sólo de los claveles oficiales de Madrid, sino también del señor Carrillo y de las Comisiones Obreras del señor Camacho, quienes visitan Bucarest con más frecuencia que Berlinguer o Pajetta, aunque las exportaciones de Italia a Rumania y Yugoslavia -impulsadas casi exclusivamente por el Partido Comunista italiano- sobrepasan en casi 2.000 millones de dólares anuales a las españolas, de no más de 150 millones; un trabajo que ni el PCE ni las CCOO parecen decididos a emular.

La vía del petróleo

No vale la pena hablar ahora de Argelia, Mauritania, Marruecos, el Polisario, Libia, etcétera. Si en Madrid falta voluntad política, en sus embajadas sobran hombres y recursos. En una región que concierne profundamente a España como potencia mediterránea, que constituye vía obligada de la famosa «apertura al Este» y por la que circula el petróleo que nos cuesta 700.000 millones de pesetas todos los años, nuestras embajadas están formadas, en la mayor parte de los casos, por un embajador y un par de secretarios, cuando no uno, o ninguno, como en Líbano. A veces, los embajadores son hombres enfermos, o abrumados por el papeleo burocrático, que ni siquiera pueden acercarse a un frente de batalla, a menos de cien kilómetros de su residencia, para observar nuevas técnicas de guerra un foco de conflictos permanentes, en el cual, por si fuera poco, hay un único agregado militar para tres o cuatro países, que no siempre consigue llegar a la primera línea en el momento oportuno. En otros casos, como en el de Chipre, donde conversamos con el presidente Kiprianou, España sólo dispone de un cónsul honorario, greco-chipriota, que habla un excelente inglés, aunque ni una palabra de español. En Ankara y Estambul, con unos 40.000 sefardíes (judíos de origen español) que conservan algo de la vieja lengua hispana y manejan algunos de los más importantes negocios del país, faltan uno o dos millones de pesetas para fomentar el estudio del idioma, pese a los esfuerzos de la embajada y al interés existente en la universidad turca. En Bucarest, la proyectada biblioteca española -la francesa tiene ya 2.000 lectores, muy controlados, naturalmente, por la militia de Ceaucescu-, tendrá que instalarse, quizá, en la vivienda del primer -y único- secretario, en la que también funciona la cancillería. Otro tanto puede decirse del sector económico. «Nuestra política exterior -nos dijo un consejero- se hace aún con tracción a sangre.»

Demasiado tarde en el Este

Este panorama hispano en el Mediterráneo y en los Balcanes puede completarse con otros dos factores: el sentimiento de inseguridad que ha empezado a apoderarse, en mayor o menor medida, de los profesionales de la diplomacla ante la posibilidad de que aparezcan dentro de poco embajadores, y hasta cónsules, «consejeros» y attaches «políticos», impuestos por ciertos partidos con vocación internacionalista, y los vaivenes y contradicciones de la «apertura hacia el Este», concebida primero por el franquismo y ahora reiterada por el Gobierno y la Oposición.

La perplejidad en torno de este asunto se está acentuando desde hace unos meses porque sucede que cuando en Madrid más se habla de las «extraordinarías perspectivas» de nuestro comercio con el Este, en el Este menos se habla del comercio con Europa occidental, España en primer lugar.

En ese sentido, las razones de los llamados países socialistas son más que plausibles. En febrero pasado, los miembros del Comecon, con la URSS en cabeza, le debían a Occidente alrededor de 45.000 millones de dólares. Al mismo tiempo, la crisis energética y el alza de los precios de los productos industriales (80% en tres años), obliga a los planificadores «socialistas» a reducir los objetivos de sus esquemas de desarrollo y, en consecuencia, la importación de maquinaria pesada y semipesada. Las compras imprescindibles sólo pueden hacerse por medio de créditos a largo plazo (doce-veinte años), que exige a las naciones exportadoras una gran capacidad financiera, hoy sólo al alcance de Estados Unidos, Alemania Federal y Japón. Los vendedores españoles -EL PAIS encontró varios grupos de empresarios en Rumania y Yugoslaviaún.icamente pueden ofrecer intereses del 7,5-8% a plazos me.dios de seis-siete años, mientras los japoneses, por ejemplo, bajan sus tasas al 5-6%, y aumentan los plazos hasta quince-veinte años.

¿Qué puede esperar España? El valor de nuestras exportaciones al Comecon y a China no superan hoy los 350 millones de dólares anuales, y lo más probable, anticipan los expertos, es que la cifra se acorte en términos relativos. Falta, además, concertación política y tradición en esos mercados. La «apertura» puede convertirse, pues, en poco tiempo, en apretura.

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