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Tribuna
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Imagen primera de Federico

Entre el dato frío y escueto de las biografías in memoriam, o el sentimiento sincero de la pérdida de un amigo, Rafael Alberti opta por el camino de la añoranza apasionada en la que, por encima de todo, queda el recuerdo de quien, al igual que él, vive, siente y escribe como poeta. Las líneas que a continuación se reproducen son una selección de su libro Imagen primera de.... escrito entre los años 1940 y 1944, y editado recientemente en España por Ediciones Turner.

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Fue en la Residencia de Estudiantes de Madrid.La Residencia, o la «Resi», como abreviada y cariñosamente le decíamos los que la frecuentábamos y los que en ella se hospedaban, se alzaba entonces en las primeras afueras madrileñas, sobre una verde loma, que Juan Ramón Jiménez, antiguo residente, la llamó en sus poemas «colina del alto chopo», debido a los que bordean sus jardines, cortados por el canalillo que sube el agua a los gritos y fuentes de la capital.

Las sobrias alcobas y los árboles de la Residencia han ayudado al crecimiento del nuevo espíritu liberal español, a la creación de sus mejores obras, desde comienzos de siglo hasta el trágico 18 de julio de 1936, fecha de su oscurecimiento. Hija de la Institución Libre de Enseñanza, núcleo de la cultura que llegó a ser dirigente con la República del 14 de abril, la Residencia de Estudiantes vino siendo la casa de las más grandes inteligencias españolas. Baste señalar entre los nombres de sus huéspedes anteriores a García Lorca los de Ramón Menéndez Pidal, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Américo Castro, etcétera.

En 1919, Federico fue enviado por sus padres a esta Residencia. Venía a Madrid no como poeta, nativa y única vocación de su sangre, que ya muy bien sabían los aires y los ríos de su Granada, sino como estudiante. Estudiante a ratos perdidos de Filosofia y Letras y -cosa horrible para él- de Derecho, cuya licenciatura obtiene al fin en la Universidad granadina (1923)...

Sus amigos

Los poetas malagueños José Moreno Villa y Emilio Prados, el todavía casi adolescente pintor catalán Salvador Dalí y el cineasta Luis Buñuel, su más tarde colaborador en París, eran, entre la multitud de ciegos estudiantes admirados que invadían a todas horas la alegre celda del poeta, sus verdaderos amigos, esos con quienes Federico mejor se comunicaba, esos que ya valorizaban su creciente y arrebatadora juventud, río constante de gracia y poesía.

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

Estos versos del Romancero gitano serán ya para toda mi vida la Residencia de Estudiantes, puerta de nuestra amistad, que en una tarde amarillenta de octubre (1924) me abriera hoy no recuerdo si el poeta Moreno Villa o el pintor Salvador Dalí.

-Rafael Alberti...

Federico abrazaba a todo el mundo, cayendo en seguida sobre el presentado como una tromba incontenible de palabras, entrecortadas risas y gestos hiperbólicos.

-Te conozco. ¡Cómo no voy a conocerte! -comenzó, golpeándome la espalda y estrujándome hasta el resuello- Estuve en la exposición que hiciste hará dos años. En el Ateneo. ¡A que sí! Y también he leído tus canciones en La Verdad, de Murcia. ¿Es mentir ¿No.' íJa, ja, ja! ¡a! Albertí, Albertito! », le decían a un tío tuyo que vivía en Granada. ¿Ves cómo sé quién eres y quién es tu familia?

Y se volvía a reír, con una boca grande, profunda, volcado de cintura para atrás y apretándome las muñecas.

-Te voy a hacer un encargo _continuó, sin soltarme, impidiéndome con su inatajable velocidad todo intento, no sólo de palabra, sino de respiro- Este es un encargo que le hago al pintor. Quiero que me regales un cuadro en el que yo figure dormido al pie de un arroyo con flores, y una Virgen, Nuestra Señora del Amor Hermoso, apareciéndoseme en lo alto de un olivo. Te prometo colgarlo sobre la cabecera de mi cama. Y si alguna vez vas por Andalucía, por Fuente Vaqueros, adonde te invito desde ahora, verás cómo es verdad lo que te estoy diciendo...

El aspecto total de Federico no era de gitano, sino de ese hombre oscuro, bronco y fino a la vezque a e campo andaluz. Una descarga como de eléctrica simpatía, un hechizo, una irresistible atmósfera de magia para envolver y aprisionar a sus auditores, se desprendían de él cuando hablaba, recitaba, representaba veloces ocurrencias teatrales, o cantaba, acompañándose al piano. Porque en todas partes García Lorca encontraba un plano.

Uno grande, de cola, estuvo siempre abierto para el poeta en la sala de cursos y conferencias de aquella casa madrileña de los estudiantes. Si existe aún, y hoy levantáramos su tapa, veríamos que guarda años enteros de melodías romancescas y canciones de España. La voz, las manos de Federico están enterradas en su caja sonora. Porque Federico era el cante (poesía de su pueblo) y el canto la poesía culta), es decir, Andalucía de lo jondo, popular, y la tradición sabia de nuestros viejos cancioneros. Aunque en casi todos los poetas contemporáneos del Sur, con Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez a la cabeza, pueda encontrarse esta misma veta, este recuperado hilillo de agua transparente, es García Lorca quien con más fuerza y continuidad representa esta línea. Su primer libro -Impresiones y paisajes-, libro de prosas poco conocido, aparece dedicado a su maestro de música, a su profesor de piano. Dato revelador. Arran(lue rítmico y melódico de su poesía. Federico cantaba y se acompañaba en ese piano que 1.-)ara él se abría er. todas partes, con un gusto y una gracia muy suyos, rcinventando las melodías y palabras semiolvidadas de esos cantos y cantes, sustituyendo las fallas de su rnemoria con añadidos de su invención. Es decir, era una fuente de poesía popular, que manaba con el rnismo chorro, lleno de torceduras,

a,* usencias e interrupciones, que el verdadero que alimenta la memoria del pueblo. Aquel piano de col a, en aquel íntimo rincón de- la ]?,esidencia, junto a aquella ventaila por donde la madreselva florida asomaba su olor, recordará mejor que nadie la capacidad asombrosa (le transformación, de recreación, (le adueñamiento de lo de nadie y lo de todos, haciéndolo materia propia, que, como un Lope de Vega, poseía Federico.

En Sevilla

¡Federíco en Sevilla! o ¡Sevilla en Federico!

En 1927, año de intensa agitación y bandería por don Luis de Góngora, García Lorca y yo nos encontramos en la capital andaluza, invitados con otros escritores de nuestra generación para celebrar el tercer centenario de la muerte del inmenso y escarnecido poeta cordobés. Aunque el Ateneo era quien nos llevaba, en todos nosotros había el sentimiento de ser únicari.-iente Ignacio Sánchez Mejías, gran matador de toros amigo, el que, dado su entusiasmo creciente For la literatura, nos trasladaba de las pobres orillas del Manzanares madrileño a las floridas del Guadalquivir sevillano.

Gloria de Federico en la Sevilla de sus canciones y romances. Exito clamoroso, casi taurino, en la lectura del Romancero gitano, inédito aún. Algarabía y delirio entre los auditores del Ateneo, quienes llegaron hasta arrojarle los pañuelos y las chaquetas, halagados sin duda en su sevillanismo por la alusión constante de Lorca a la ciudad y al río, a las dehesas y marismas, honor de Andalucía la Baja...

Contra este cielo, que Juan Ramón Jiménez soñara como el de la capital ideal de la poesía española, ya veré siempre a Federico extraviado entre cabellos de guitarras, caminando hacia un cenit, h ae *, a un cercano mediodía que una inortífera descarga no le dejó alcanzar.

Durante este viaje conoció García Lorca a Fernando Villalón Daoiz, quizá, con Sánchez Mejías, el hombre más extraordinario de la Sevilla de aquel momento: ganadero, brujo, teósofo, hipnotizador, conde de Miraflores de los Angeles y poeta novel, cuyo primer libro -Andalucía la Baja- acababa de publicar a sus cuarenta y ocho años.

El torero conservaba por el Villalón oanadero, protector suyo en los comienzos de su difícil carrera taurina, un gracioso respeto, mezclado a la vez de una seria y divertida admiración por el Fernando de las locuras nigrománti,cas, teosóficas y los negocios poéticos, esos que poco a poco le habían ido llevando a la ruina. Diestro y ganadero se trataban de usted, cosa rara en aqueltas tierras, sobre todo conociéndose desde niños.

La misma presentación que a mí hacía varios meses hizo Sánchez Mejías a Federico:

-Don Fernando Villalón Daoiz, el mejor poeta novel de toda Andalucía.

Federico y Villalón intimaron en seguida, sorprendiéndose mutuamente. Por la tarde nos invitó a los dos a pasear por la ciudad. Juntos recorrimos sus intrincadas calles, su peligrosa devanadera de vueltas y revueltas, en aquel disparatado automovilillo que el propio Fernando conducía. Nunca podré olvidar la cara de espanto del pobre García Lorca, cuyo miedo a los automóviles sólo era comparable al de un Pablo Neruda o... al mío. Porque Villalón corría, disparado, entre bocinazos, verdaderos rec rtes y verónicas de los aterrados transeúntes, explicándonos su futuro poema -«El Kaos»-, del que ya nos recitaba, levantando las manos del volante, las primeras estrofas.

Cuando aquella misma noche nos reunimos en «Pino Montano», la finca de Ignacio en las afueras, las carcajadas, los gritos, acompañados de abrazos y empujones, con que Federico celebraba «las cosas de Fernando» se oían en la Giralda.

El poeta-ganadero, separado en un rincón y metido dentro de una chilaba mora que Sánchez Mejias le había puesto, contaba a Lorca su poder mágico para descubrir cuadros de Murillo, cazar sirenas de agua dulce, convertir en color ver de los ojos de los toros, secarlos ríos .y las fuentes. Y para convencerle de esto último le pedía que se llegara por El Cuervo, un pueblecillo cercano a Jerez de la Frontera, en donde había secado todas, llenándose esa tarde el horizonte de perros negros con cabeza blanca, que aullaron hasta el amanecer.

En la muerte

Sigo todavía como si acabaran de decírmelo. Escuchándolo estoy, y creo que lo hice aún más que con el hoyo de los oídos con lo profundo de los ojos. Tanto me parece que los desmesuré, que guardo la impresión de dos agigantados círculos a punto de saltárseme, rodando. La tremenda noticia necesitaba espacio para que cupiera. Y nada más capaz de magnitud que dos Ojos en aumento de horror. Me lo decían en el patio de un palacete de Madrid,-ganado por el pueblo para sede de los artistas y escritores. Ahora ni recuerdo la cara, sólo la voz, que me continúa arrancando las pupilas. Era la de un diputado obrero -también olvidé el nombre-, recién llegado de Granada. La-voz de un hombre fugitivo.

-¿Pero es verdad, verdad eso que dices?

Pregunta hecha con silencio, y, muy poco después, -nb -sólo por el mío, sino por-el de todos los que iban acercándose a nosotros, hasta llenar el patio.

-¿De verdad, de verdad?Ninguno queríamos.creerio, y menos repetirlo sin una interrogante. Pero ya todos los diarios, entre grandes letreros de cólera, gritaron aquella misma noche la tragedia. Y comenzó a crecer desde ese día para el mundo entero la imagen del poeta de Granada, volcado en tierra, como la fuente de sangre con cinco chorros de su Romancero.

Pero a pesar de eso:

-¿Será verdad? -se insistía por todas partes.

A la mañana siguiente era otra voz, la más impresionante por lo cercano a Federico, casi la misma suya, la que me aseguraba por teléfono:

-No es verdad. No es verdad. No hagáis nada. No escribáis nada todavía. Sé bien que Federico está escondido, a salvo.

Ella tenía a la fuerza que saberlo Para e-so era su hermana, la más chica y querida del poeta. Pero me. lo afirmaba -¡ay!- desde el propio Madrid, repitiendo seguramente confidencias consoladoras de algunos buenos amigos.De todos modos, le prometí callarnos. No escribir nada. Guardarle el ilusionado secreto. Mas ya era imposible contener al mundo. La tremenda noticia lo había recorrido de lado a lado, descargando sus chispas hasta en los más escondidos rincdríes. Y el aire nos llegó inflamado de ira, de protesta, de furiosa condena, pero dejando siempre paso a un soplo ansioso de esperanza:

-¿Seráyerdad?

Bajo este. mismo signo esperanzado se dirigió Wells, como presidente del Pen Club, al gobernador militar de Granada, general Espinosa. La respuesta, por su grosera parquedad, fue la más.delatadora de lo cierto, no dejándonos ya ni un resquicio para la duda.. Decía así, despectiva y bruta: «No conozco el paradero de ese señor.»

Durante mucho tiempo se sostuvo aún que García Lorca se hallaba escondido por no sé qué lugares difíciles de Sierra Nevada, en un Consulado, e incluso fuera de España, por algún pueblecillo suizo. Pero la realidad, la terrible verdad de su paradero, de su escondite, era que éste no se encontraba ya sobre la tierra, sino bajo ella, cavando allí su corazón hondas raíces y verdeciendo para el mundo en ese iluminador árbol simbólico de hojas imperecederas.

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