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Aniversario de la muerte de Ridruejo

A Rodrigo Royo, director de "Arriba"

París, 14 de mayo de 1963Con retraso llega a mis manos el artículo «Afiliado al escándalo», publicado en Arriba el día 25 de abril. No dejaré que su tono injurioso contagie esta rectificación, que desearía ver publicada como, según creo, es mi derecho.

A lo que allí se afirma, opongo:

1. No soy afiliado al escándalo: afiliado al escándalo es el que se une a quien lo da. Yo soy solamente uno de los escandalizados. Los ha habido a millares, entre los enemigos de España y entre sus admiradores, entre los opositores del Régimen y entre los que no lo discuten. El escándalo era en este caso un problema de sensibilidad moral y no de ideas políticas. A mí me ha parecido escandaloso que se aplique en una situación de paz, y sin apremio de peligro alguno, un procedimiento sumarísimo y urgente calculado para situaciones de guerra; que se mate a un hombre por actos que se remontan a veintisiete años atrás y a una situación en que la violencia era la ley de todos los españoles militantes; que la instrucción de la causa haya sido expeditiva, y las garantías procesales, insuficientes; que esa ejecución a toda marcha haya dado la impresión de que, sobre todo, importaba aterrar; que con ello se haya puesto proa al pasado, cuando lo que importa es el porvenir.

2. No me he manifestado como asociado a cosa alguna, sino de un modo personal e independiente, como habrían comprobado sus lectores de haber hecho en su artículo una referencia leal a mi texto publicado en el diario Le Monde. En ese artículo no he dado suelta a la indignación moral que la ejecución de Grimau me producía; he enjuiciado políticamente el hecho con serenidad y de modo que no pareciera vergonzoso para la mayor parte de los españoles. He supuesto que, incluso, muchos sectores del Régimen hubieran preferido no tener que compartir una responsabilidad tan fea. En nombre de alguno de ellos, Arriba me desmiente. Es cosa suya.

3. Rechazo la idea de que el patriotismo exija la inhibición de los españoles en cuestiones que, ante todo, les importa a ellos, so pena de ser considerados como cómplices de una reacción internacional producida en descrédito de España. Para mí, la complicidad hubiera estado en el silencio. Igualmente rechazo el sofisma de que desaprobar la ejecución de un comunista significa actuar como satélite de su partido. No puedo aceptar que un comunista no sea un hombre con derechos y, para empezar, con su derecho a la vida. La propaganda del Régimen dice a diario que el desprecio a la vida humana a pretexto de la enemistad ideológica constituye la moral del comunismo. Yo rechazo esa moral. El la asume. Cualquiera puede deducir las consecuencias.

4. Se me acusa de recomendar la coexistencia con el crimen. ¿Con qué crimen? Con respecto al de ahora, he sido claro.

5. Por lo que se refiere a veintisiete años atrás, Arriba quiere presentarme como un instigador -¡desoído!- de la violencia represiva. Eso es una calumnia, y hay cientos de personas -todas las que me trataron en aquellos tiempos- que pueden decIrlo. Se recuerda que yo hablaba en mis discursos de «árboles y de ahorcados», pero la memoria traiciona al articulista. En mis disCursos solía repetir, en efecto, una frase de José Antonio Primo de Rivera perteneciente a un discurso pronunciado en Campo de Criptana, y que se encuentra en sus obras completas: «Si os engañamos, alguna soga quedará en vuestros desvanes y algún árbol quedará en vuestras llanuras; ahorcarnos sin misericordia ... » Los ahorcados no serían, pues, los adversarios. Es una frase autoexigente que, para bien de los falangistas defraudados y defraudadores, valdrá más olvidar.

6. Mi dialéctica puede ser despreciable, mis actos ridículos, mi trayectoria, como cosa pública, objeto de discusión. Todo ello es materia opinable. Pero me parece que pasa de castaño oscuro decir que he sido «afiliado a tantas cosas y a tantos puestos», o decir que «un hábil cambio de trinchera me permite seguir viviendo según mi conocida vocación del ocio». Filiación no he conocido más que una antes de llegar a mis ideas actuales y, antes de renunciarla ideológicamente, había abandonado, por propia voluntad, todos los puestos que ocupé y que hubiera podido ocupar. Mi «cambio de trinchera» no me ha proporcionado más que destierros, quebrantos económicos, privaciones de libertad y, como escritor, la más rigurosa condena al silencio. Sugerir otra cosa desde donde se sugiere es un acto de cinismo. Y es un acto de ligereza juzgar mi proceso político saltándose a la torera las cuatrocientas páginas que he publicado sobre él y sustituyendo la crítica del ente real que allí se dibuja por una caricatura injuriosa.

También yo tengo lástima por algunas personas, pero no soy capaz de sentir por mi prójimo repulsión ni desprecio. Ni siquiera por el editorialista de Arriba, al que me limito a desear, para la próxima vez, un poco más de seriedad y elegancia.

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