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Ortega y Baroja, ante el envejecimiento

A lo largo de la vida todos cometemos torpezas, ingenuidades y desafueros con mayor o menor frecuencia, incluso cuando ya no somos jóvenes. Afortunadamente la experiencia va proporcionándonos aprendizajes que tras el enjuiciamiento contrito de las cosas -vale decir: con un buen examen de conciencia- nos ayudan a no recaer o a recaer menos en los mismos errores. No obstante, el hombre repite mucho sus desatinos y de ahí viene el dicho, harto conocido del tropezar en la misma piedra.En 1946, el profesor Korenchewsky, de Londres, me encargó rogara al profesor G. Marañón que hiciera lo posible para que en España pudiera ser creada una Sociedad de Gerontología o Geriatría. Conforme con la idea, Marañón me aconsejó que invitara y convocara para una reunión en Madrid a una serie de. personalidades médicas que estuvieran interesadas en la materia. Entre ellas estaban, naturalmente, el profesor M. Beltrán Báguena, ya catedrático de Geriatría en Valencia; el doctor M. Pañella Casas, jefe de un departamento de la misma nueva especialidad médica en un hospital de Barcelona, y el doctor G. Blanco Soler, que en otro de Madrid también realizaba labor geriátrica. Asistieron todos los convocados menos un gran maestro de la medicina interna española, que con cierta ironía y pretendido humor me soltó en una entrevista personal: «Amigo Vega, ¿le parece a usted serio eso de la Geriatría? Al replicarle yo rotundamente que sí y darle las razones, declinó la invitación diciéndome: «Si llegamos a viejosno será por la Geriatría, sino por la medicina interna que manejamos. Eso de la Geriatría me parece una tontería. »

Ya reunidos en el Colegio de Médicos de Madrid, Marañón, tras unas sucintas consideraciones introductorias, nos comunicó, con gran sorpresa para mí que nada sabía al respecto, que había decidido crear en su Instituto un departamento de investigación gerontológica y de geriatría clínica, con preferentes orientaciones cardiológica y endocrinológica, del que a partir de aquel momento, me encomendaba la jefatura, honrándome con ello.

Ortega

Una vez en mi modesto papel de jefe del departamento citado en el Instituto Marañón, organicé un primer curso de lecciones de Geriatría, que había de durar una semana, al que ulteriormente habrían de seguir otros de similar duración. Hablé varias veces con Marañón a propósito de los temas a desarrollar en las conferencias y sobre la elección de los conferenciantes. Le sugerí que el primer curso proyectado (que después fue publicado en libro: «Siete conferencias sobre Geriatría». Madrid, 1950, fuese precedido o iniciado por una conferencia de alguna descollante persona no médica, que con su presencia y su palabra contribuyera a dar el.máximo pábulo a la Geriatría. En el panorama de aquellos últimos años cuarenta destacaban en el ambiente intelectual, aparte de Marañón, Ortega y Gasset (recién vuelto a España), Azorín, Baroja, Pérez de Ayala, D'Ors, Zubiri, Laín Entralgo, Marías (estos dos, todavía jóvenes) y otros. Pensé, y así se lo dije a don Gregorio, que la persona más idónea para tal misión podría ser don José Ortega.

Yo conocía personalmente a don José Ortega y Gasset desde hacía bastantes años y tomé la determinación de escribirle una tímida carta manuscrita, a la que me respondió pasados dos meses

Dos párrafos de esa carta destacan en mi personal apreciación: primero, el que califica de cruel el asunto a propósito del cual yo le rogaba nos hablase: «Sobre el envejecimiento y la vejez del hombre», y, segundo, aquel que manifiesta su duda acerca de si en lo referente a la vejez "deben hablar los jóvenes o los viejos". Otras frases de la carta con palabras netamente orteguianas («condición estricta en superlativo», «radical. salvedad», «urdimbre de compromisos de trabajó», etc.) ponen de relieve el sistematizado orden con que Ortega hacía sus proyectos intelectuales. No es fácil imaginar lo que Ortega nos habría podido decir sobre el envejecer humano.

Meses más tarde le acompañé un breve trecho en uno de sus paseos a pie por el paseo de la Castellana hacia Recoletos y Bárbara de Braganza y, al saludarle, se me disculpó de nuevo, cariñosamente, por no haber encontrado el tiempo necesario para desarrollar un tema del que nunca se había ocupado con detenimiento, que le encandilaba, pero que, precisamente por eso, requería «apretarse los machos a ciencia y conciencia», fueron sus palabras.

Baroja

Transcurrido más de un año de la primera semana Geriátrica, en 1950, empecé a organizar la segunda. Como ya no debía recurrir a don José Ortega, tras de dar vueltas al magín sobre a qué personalidad invitar para la conferencia inaugural o simplemente para que me enviase unas cuartillas con sus ideas sobre el envejecimiento, pensé -¡qué indiscreta ocurrencia!- en don Pío Baroja; por varias razones. La primera, mi admiración por aquella divina sencillez con que había dado toques breves, escuetos, sencillos e inefables, casi siempre un tanto desconsoladores, a algunos de los personajes entrados en años de su obra literaria. La segunda, el hecho de que don Pío había sido médico, alrededor de cuyo tema había escrito cosas muy interesantes y se corrían de boca en boca anécdotas, algunas quizá inventadas o remodeladas por el vulgo. Y me lancé a escribirle. Lo hice, también cohibido y pidiéndole perdón por molestarle; sólo aspiraba a que escribiera unas palabras. ¿Cómo iba a tener la desconsideración de invitarle a dar una conferencia a sus setenta y ocho años y conocida su idiosincrasia? Mi aspiración no alcanzaba a tal grado. Pero, ingenuo de mí, soñé con que podría enviar algunos renglones,que habrían sido tan ejemplares, aleccionadores y descarnadamente humanos como toda su literatura. Mi carta se la entregó en mano uno de los habituales contertulios de su casa, el profesor J. L. Arteta malogrado en la cumbre de su juventud, cuando todos estábamos convencidos de que tenía madera para pasar a la historia de la Medicina española. Al día siguiente Arteta me dijo que a Baroja le había sorprendido mi petición; que, según don Pío, la materia «requería un pensador» y que él no se encontraba en buenas condiciones para hacerlo; por otra parte, comentó que había-bromeado e ironizado un tanto sobre mi solicitud, pues era la primera vez que oía hablar de Geriatría, asegurándome que me contestaría en breve. Efectivamente, el día siguiente llegaba a mi poder una simpática carta.

Que don Pío, a sus añosy después de tantos de haber dado de lado a la Medicina, encabezara su misivacon una oferta de compañerismo, ¿era una involuntaria pero irónica lección de humildad?; ¿una salida flor de pluma de sus frustraciones profesionales? No; era una amable exteriorización de su sencillez. La otra frase, buscar la verdad «a veces con ligereza y otras pesadamente, porque es viejo y le falta agilidad dé espíritu», dicha así, sin retórica, a modo de confesión de envejecimiento sentido en las propias entrañas, me entristeció, pues pensé que con mi carta quizá le había lastimado, obligándole a discurrir sobre su propio declive personal.

El hombre, decía al comienzo, recae con facilidad en los mismos errores. No encuentro disculpa para mi recaída en esa indiscrección.

Que ambos me perdonaron lo confirmé directamente y por intermediarios (Fernando Vela y Arteta). Pero ese gesto ya sólo podía pagarlo con mi contricción avergonzada y con la ilimitada devoción que les profesé. Sólo pude encubrir mi avergonzado arrepentimiento con un inmarcesible respeto.

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