El día que Martin Parr me retrató para un anuncio de chocolates y me regaló una lección de fotografía
Leila Méndez, compañera de profesión del genio británico, fallecido a los 73 años, recuerda el encuentro casual entre ambos en Londres que le enseñó a “concentrar la energía en lo que de verdad importa”

Al cumplir los 30 ya vivía de la fotografía y creía tener bastante claros mis referentes. La mayoría eran retratistas y fotógrafos de moda que publicaban en revistas como The Face o ID. Hasta entonces, quizá por puro desconocimiento, no conectaba con la fotografía documental que veía en los libros y periódicos, la asociaba a un lenguaje muy serio, algo rígido y casi siempre en blanco y negro.
Ese prejuicio se vino abajo el día que cayó en mis manos un libro que me dejó del revés: The Last Resort, la serie de Martin Parr en New Brighton, un estudio sobre la clase trabajadora británica en vacaciones. Nunca había visto nada parecido: un color tan goloso que se te quedaba pegado en la retina; un lenguaje nuevo y valiente, crudo y, sobre todo, lleno de humor. Había en su mirada algo a la vez generoso e ingenioso.
Ese año pasé un par de meses en Londres con mi pareja. Creíamos que todo lo nuevo pasaba allí y, aunque todavía no se hablaba de fomo, nos empeñábamos en no perdernos nada: días enteros entre fotos y vinilos, y noches aún más intensas, metidos de lleno en lo que entonces se llamaba cultura de club.
Entre todo lo que vivimos entonces, hay una anécdota que se me quedó grabada y que hoy forma parte de mi libro Disparos contados (Anagrama, 2025). Empieza con un disgusto.
Uno de los motivos del viaje era visitar la exposición de Martin Parr en el Barbican Centre, pero justo la mañana de la inauguración vivimos un giro de guion: alguien se había llevado la cartera donde guardábamos casi todo el dinero.
La perspectiva de volver a Barcelona directos a la casilla de salida pesaba sobre nosotros, pero aun así decidimos ir a ver la exposición. Pensamos que, al menos, la energía que desprendían sus imágenes nos ayudaría a digerir mejor el susto.
Llámalo justicia cósmica o simple azar, pero justo al salir de allí, con el catálogo comprado con lo poco que nos quedaba y recién metido en el bolso, nos paró en plena calle un pequeño grupo de personas: eran el equipo creativo de una campaña del chocolate Cadbury que, en ese mismo momento, fotografiaba Martin Parr.
Como la escena no terminaba de funcionar con los protagonistas —dos modelos profesionales guapísimos que ni se conocían ni tenían química alguna—, Parr decidió parar la sesión y salir a buscar, esta vez, una pareja real en la calle.
El plan era sencillo, estaba bien remunerado y, encima, al contado: solo teníamos que besarnos al sol sobre la hierba de un parque mientras el chocolate se derretía.
Apenas hablaba y no parecía tener ninguna prisa. Respetaba las pequeñas pausas que nos íbamos tomando. Mientras él disparaba, yo espiaba la escena entreabriendo un ojo para no perderme nada.
Verlo trabajar con esa sencillez pasmosa y una anchísima sonrisa durante la sesión, en la que todo fluyó de la manera más fácil y natural posible, fue un regalo. Todo aquello estaba muy lejos del artificio con el que, hasta entonces, yo asociaba la publicidad.
A pesar del despliegue en la producción (clientes, agencia y equipo), él se las arreglaba perfectamente solo, con el flash sujeto con cinta adhesiva a su modesta cámara. Acabó desestimando la ayuda de los modelos profesionales, estilistas y maquilladores que esperaban sentados en un rincón. Solo quedó alguien de “producto” reponiendo los chocolates, que se deshacían al minuto mientras duraba nuestro largo beso.
Fue la mejor masterclass que he recibido nunca. Simplificar y concentrar la energía en lo que de verdad importa parecía ser la clave. El cliente entendió que para que la campaña respirara autenticidad debía aceptar que Parr impusiera su mirada documental. Para ello, eliminó casi toda la parafernalia que lo rodeaba, optando por que la pareja, el peinado, la vestimenta..., todo fuera genuinamente auténtico y no hubiera nada impostado.
Ese día cambió la manera en que entendía mi oficio. Aprendí que era posible que te llamaran para hacer lo que sabes hacer bien sin traicionar tus códigos, y que ese respeto empezaba por una misma: había que ganárselo. Desde entonces intento tener siempre presente su manera de mirar: incluso en el encargo más comercial, dejar siempre un espacio para la honestidad.
Semanas después, ya de vuelta, la campaña salió a la calle. Algunos amigos ingleses empezaron a enviarnos por correo las fotos del beso en autobuses, vallas y en el metro. Cada vez que abría una, me acordaba de él y de su buen hacer.
Parr, fallecido el sábado a los 73 años, sostenía que la verdad era subjetiva, pero le interesaba señalar ciertas verdades universales. Retrataba el mundo tal y como lo encontraba. En tiempos de saturación informativa y noticias falsas, esa idea de verdad, por mínima que sea, adquiere otra dimensión.
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