Bailando con zorros: un homenaje a Ave que patea, el hombre medicina sioux que encarnó el fallecido actor Graham Greene
Implorar una visión una tarde de jueves en unos campos solitarios según el rito lakota sirve para recordar al intérprete y a su gran personaje


Se acaba, lenta, inexorablemente, el verano, y me dedico a hacer el indio, de manera literal. He aprovechado que el 11 de septiembre era fiesta en Cataluña para irme a mi tradicional territorio sagrado, unos campos junto a una masía abandonada, Can Batllic, en Viladrau, en el Montseny, a fin de implorar una visión, en plan sioux. Lo he hecho siguiendo a mi manera las reglas del Hanblecheyapi (llorar por una visión), el rito de paso lakota tan bien descrito por Alce Negro en La pipa sagrada (Taurus, 1986), uno de mis libros de cabecera. Consiste en echarte al monte y, en soledad y ayuno, esperar a ver qué se te presenta para posteriormente interpretar lo que has visto con ayuda de un wichasha wakan, un hombre santo, un líder espiritual, como Ave que patea (Kicking Bird, Zinjtká Nagwáka), el ficticio hombre medicina sioux de Bailando con lobos que encarnaba de manera inolvidable —excepto por el peinado— el recién fallecido actor de la nación oneida Graham Greene.
Marché pues con el triste recuerdo de Ave que patea (o Pájaro Guía como se llamaba en la novela original de Michael Blake), y en homenaje a actor y personaje, a sumergirme en la naturaleza y a conectar con las fuerzas sagradas y con Wakan Tanka, el Gran Espíritu. Es un proceso que ofrece respuestas, sana las heridas interiores, y proporciona fuerza renovada para afrontar lo que venga —danza del sol, partir en el sendero de la guerra o una temporada cultural de aúpa—. Pero hay que hacerlo bien, advierte Alce Negro (Hehaka Sapa), hombre santo de los siuox oglala que participó de niño en la batalla de Little Bighorn y resultó herido en la masacre de Wounded Knee, esos dos hitos de la lucha de los nativos americanos. Si no te esmeras, advierte en La pipa sagrada, te puede aparecer una serpiente y enrollársete alrededor, lo que, hay que convenir, es un trance pero de otra suerte. La última ceremonia de implorar una visión que había visto yo era la del atormentado Kayce Dutton al final de la cuarta temporada de la serie Yellowstone, y el chico no lo pasaba muy bien. Cruzaba al mundo espiritual de manera bastante traumática y lo que veía era un búho, traición, infidelidad y el final del rancho en la quinta temporada. Yo no tengo rancho pero igual me enteraba del futuro de mi casa y el árbol alcanzado por un rayo que amenaza caer sobre ella.

Llegado al atardecer a mi axis mundi de los campos de Can Batllic, con vistas a las Guilleries y a los barrancos del Collsacabra y enmarcados por dos montes gemelos cubiertos de bosque que son mi humilde equivalente de las Black Hills, Paha Sapa, las colinas negras sagradas de los lakota, procedí a buscar mi visión. Lo había hecho hace más de cuarenta años, en los tiempos de Soldado azul y Enterrad mi corazón en Wounded Knee, en el mismo lugar, en aquella ocasión llevando el arco y un hatillo con flechas (como la reliquia sagrada de los cheyenes, las cuatro saetas entregadas por el Creador y capturadas en una ocasión por los arteros pawnee). La visión entonces no fue propicia: me vi tal y como soy ahora.
Esta vez descarté las armas, las plumas, excepto la de chotacabras que llevo siempre encima, el taparrabos (fui con pantalones) y la pipa, recordando que hoy en día ya no se puede fumar tranquilo ni al aire libre. Acoté un espacio en un montículo sobre los campos y me estiré en la hierba a esperar la visión. Caballo Loco (Tashunko Witko) y Toro Sentado (Tatanka Iyotanka) las tuvieron sensacionales. El segundo vio la víspera de Little Bighorn caer soldados boca abajo y sin orejas, lo que se interpretó como que a su pueblo le aguardaba una gran victoria, que se le atribuyó a él. El primero tuvo muchas, era un verdadero vicioso de las visiones (siempre en interés de su pueblo). Tuvo la del Peñasco, la de la Sombra, la del Tejón, la del Caballo que se Encabrita (de donde tomó su nombre, mal traducido por los blancos), y la del Águila Moteada (Wambali Galeshka), que es una virguería. Yo no aspiraba a tanto pero por si acaso había cogido los prismáticos.

Cuando llevaba una hora inmóvil, con calambres, sed y comido por los mosquitos (me hubiera ido mejor el Autan que la pluma de chotacabras, me dije), se hizo un silencio impresionante mientras la atmósfera se espesaba y la luz del ocaso adquiría una calidad mágica. Entonces sucedió. Dos pájaros dorados atravesaron volando los campos de izquierda a derecha hasta posarse en la gran higuera junto a la masía abandonada. Fue como si el vuelo dejara un rastro incandescente en mis ojos y mi corazón. Surcaron el cielo mientras el sol se ponía como un ascua entre las dos colinas recortándose en un estallido de oro. Eran dos oropéndolas macho, dos orioles, la extraordinaria ave amarilla. Nunca las había visto en Can Batllic. Apenas me estaba reponiendo de la sensación numinosa de la visión cuando tuve otra: una figura bamboleante atravesaba los campos, ¡un tejón como el de Caballo Loco! (el primer nombre de Toro Sentado, por cierto, era Hoká Psíce, tejón revoltoso). Me quedé largo rato mirando y los campos volvieron a cobrar vida con un precioso zorro rojizo que incluso se puso en dos patas y ejecutó unos saltos dignos del potro encabritado de la visión del gran guerrero oglala (o de Calcetines, el lobo de Bailando con lobos). Y eso no fue todo: apareció un segundo zorro, con parte del lomo plateado, como si fuera un viejo chamán. Sobrecogido, me quedé allí mudo de la impresión hasta que se hizo completamente de noche y regresé a casa mientras despertaba a mi alrededor toda la vida nocturna del bosque, pisadas, gruñidos, temblor de ramas y hojas, el ulular de las lechuzas y cárabos; una verdadera sinfonía mientras salía la luna para bañarlo todo de un esplendor irreal.

Más allá de que la experiencia me indicaba un nuevo nombre, Pájaro sol, Hombre que alucina o Bailando con zorros, pensé que había recibido un regalo de Ave que patea, probablemente el mejor hombre medicina y el mejor indio a secas (dejando de lado los problemas con el alcohol de Greene) que hemos conocido en el cine. Buen tipo, entrañable y definitivamente simpático, Ave que patea es un personaje inolvidable. Escenas como la de su intento de robarle el caballo Cisco al aislado teniente John Dunbar, el Robinson de Fort Sedgwick en su isla en el mar de hierba, y sobre todo aquella en la que reconoce en la voluntariosa pantomima del oficial de caballería al búfalo, “tatanka”, son de las que permanecen grabadas en la memoria. Greene, que aprendió esforzadamente lakota para el filme y tuvo problemas con su caballo, hubo de rivalizar con el porte, el genio, la contención sentimental y la vis cómica de Rodney A. Grant como su compañero de tribu, el guerrero Viento en su Pelo (Pahíŋ Othate, en lakota), al que hemos de valorar como otro de los mejores nativos americanos que ha dado la pantalla. Grant (66 años en la actualidad) es un indio omaha nacido en la reserva de esa nación en Nebraska y ha encarnado a nativos americanos como el apache Mangas Coloradas en Gerónimo: una leyenda americana o al propio Caballo Loco en una serie, aparte de, en otra, a Chingachgook, el padre de Uncas de El último mohicano. Pero sin duda, como le reconoció la nominación al Oscar, Graham Greene se llevó el gato al agua.
Nativo oneida —una de las seis naciones iroquesas o como se prefiere ahora, exónimo por endónimo, Haudenosaunee (véase Native nations, a millenium in North America, de Kathleen Duval, lo último sobre indios, con un capítulo sensacional sobre los kiowas, Profile, 2024)—, no le gustaba la etiqueta de actor nativo americano que le parecía como si a Denzel Washington le llamaran “actor negro” o a Kevin Costner, “actor blanco”. Él hizo de todo, incluso de Shylock en una producción de El mercader de Venecia, pero es cierto que le recordamos especialmente en papeles de indio, desde el sabio líder quileute Harry Clearwater de los hombres lobos de la saga Crepúsculo al jefe de policía tribal Ben Shoyo de la magnífica Wind River, sin olvidar su dramática interpretación de Arlen Bitterbuck, Gran Jefe, el primer reo al que ejecutan, pavorosamente, en la silla eléctrica en La milla verde (consigue que le veamos la cara incluso al final con la capucha). Su rostro de buena persona, tranquilo, con un punto melancólico, le caracterizaba. También hizo de Ishi, el último de la tribu de los yahi de California (cuya vida por cierto relató antropológicamente la madre de Ursula K. LeGuin, Theodora Kroeber), del sobrio policía tribal Walter Crow Horse que aleccionaba sobre las creencias lakota —y sus visiones, por cierto— a Val Kilmer en Corazón trueno, y de otro hombre medicina, el Leonard Quinhagak de la serie Doctor en Alaska.

Cuando piensas en los nativos americanos más malvados de la pantalla, te vienen a la cabeza el hurón Magua de El último mohicano y el cruel y feroz pawnee innominado de, precisamente, Bailando con lobos. Ese otro gran actor nativo americano (cherokee) que es Wes Studi (77 años) encarnó a ambos (a Magua en la versión de 1992 de Michael Mann). Pero también ha hecho de ese noble personaje que es el moribundo jefe cheyenne Halcón amarillo de Hostiles, y del mismo Chingachgook en la peli de Mann. Para miedo el que daba el jefe Guyasuta de los sénecas que interpretaba en Los inconquistables ¡Boris Karloff! Otro que ha encarnado a un gran indio malo (Pesh-Chidin alias El Brujo de Desapariciones,2003,de Ron Howard) y a otro tan bueno como Uncas (en la citada peli de Mann), es Eric Schweig, con sangre inuit, que trabajó mucho con Graham Greene, por ejemplo en el biopic del caudillo mohawk Thayendanegea, o en la conmovedora Skin, en la que hacían de dos hermanos, Mogy y Ruby Yellow Lodge, en la reserva de Pine Ridge, Greene el mayor, una antigua estrella de fútbol americano herido tres veces en Vietnam y alcohólico. Ambos, Greene y Schweig tuvieron problemas reales con la botella y el segundo confesó que hasta Big Eden (2000) nunca rodó una película completamente sobrio.
No podemos dejar de mencionar (el tradicional doble estereotipo del sanguinario y el buen salvaje) otros indios buenos del cine —algunos interpretados por blancos— como el Massai de Apache, encarnado por Burt Lancaster, el jefe Diez Osos de la misma Bailando con lobos (Floyd Westerman, sisseton/santee sioux), Winnetou, o el Tonto de El llanero solitario al que interpretaron Johnny Depp (con sangre cherokee) y, previamente, Chief Thundercloud (Victor Daniels), ese gran profesional que se acreditaba como miembro de la nación muscogee (creek) y participó en innumerables westerns, incluido, como jefe comanche, La diligencia. Para indio que nos dejó un agujero en el alma —y no con el winchester o las flechas— el arapaho Martin Hanson de Wind River cuya hija es la víctima de la película. Lo encarnó Gil Birmingham, el maniobrero presidente tribal de la reserva crow de Broken Rock Thomas Rainwater en Yellowstone. Birmingham, de padre comanche, hizo también, por supuesto, del adusto compañero Ranger de Jeff Bridges en Comanchería. Y me estoy dejando tantos..., entre ellos, a Mo, el enigmático y lacónico conductor y guardaespaldas del citado presidente Rainwater en Yellowstone, interpretado por el sioux oglala Moses Bring Plenty, otro actor que ha hecho de Caballo Loco, de Quanah Parker,....

No cuento con hombre medicina alguno para interpretar mis visiones de final de verano, inducidas en parte por la noticia de la desaparición de nuestro chamán favorito. Pero me voy a hacer un pase intensivo de la versión alargada de Bailando con lobos y a revisar la filmografía completa de Graham Greene. En algún lugar se encuentra sin duda la explicación para lo que he visto, y se esconde el mensaje postrero, fundamental, de Ave que patea. Aho, que así sea.
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