Explorando para la baronesa
Una de mis fantasías favoritas es haber sido scout, explorador, del marqués de Montcalm, el líder militar de los francocanadienses en la guerra de los Siete Años en su escenario Norteamericano. Es una fantasía que no incluye cuero pero sí pieles y plumas, y tomahawk. Ser scout de Montcalm me habría permitido intimar con su gran aliado indio literario, el hurón Magua, el Zorro Sutil, el malo de El último mohicano, claro, compañía peligrosa donde las haya pero sin duda interesante. La vida, que ya es rara, me ha hecho en cambio “jefe de exploradores” de un rey, el del Reino de Redonda, Javier Marías. Y recientemente, en una extrañísima pirueta, me ha convertido en scout piel roja de una baronesa, la Thyssen.
La aventura comenzó con la estupenda exposición La ilusión del lejano oeste en el Museo Thyssen de Madrid, con sus maravillosos retratos de Catlin de guerreros, las fotos del gran Curtis y objetos tan seductores como la maza comanche o la cabeza disecada de bisonte. Está previsto que la exitosa exposición recale este verano en el Espai Carmen Thyssen en Sant Feliu de Guíxols. Sin embargo, algunos de los objetos etnográficos originales —como la magnífica camisa pies negros que parece que se la acabara de quitar Richard Harris para perforarse las tetillas en Un hombre llamado caballo— no viajarán a Cataluña, a causa de la negativa del Museo de América a prestarlos a tal fin. Fue por eso que el comisario de la muestra, Miguel Ángel Blanco, contactó conmigo (“rastreador apache”, me llamó, ganándose inmediatamente mi aprecio) para que les echara una mano en la búsqueda de otros objetos indios en estas tierras indómitas.
Mi primera misión, tras ponerme la casaca con las flechas cruzadas (la insignia de los U. S. Scouts) y el baqueteado fatigue hat de fieltro, fue contactar con el profesor Edward Flagler (Evanston, Illinois, 1934), el hombre que más sabe de indios al este del Pecos. Pero el estudioso residente en Barcelona, que está retirado y sufre de Parkinson, declinó prestar cosas de su colección, que incluye puntas de flechas y calumets (pipas) y de la que él mismo es sin duda la mejor pieza. En un último intento le pedí (también sin suerte) que al menos prestara su sensacional chaqueta de cuero de flecos, con la que a veces daba clases sobre los indios de las praderas convertido en un curioso cruce de Mister Chips y Kit Carson. Mi siguiente intento ha sido con tres coleccionistas privados que alimentaron la vieja exposición Western Dreams de Sant Andreu de la Barca, que incluía una cabeza de alce y varios gloriosos penachos. Pero tampoco ha dado resultado.
Yo quisiera ser como Traveling Bear, el sargento scout pawnee que se enfrentó a los cheyennes de Turkey Leg (¡!) y consiguió cuatro revólveres y otras tantas cabelleras. Traveling Bear (Oso Loco, en otra lectura de su nombre indio) fue luego el primer nativo que ganó la Medalla de Honor del Congreso, la mayor condecoración militar estadounidense. En comparación, como ven, yo soy una birria de scout, pero aún hay tiempo por delante y las praderas son anchas y fértiles. He-ay-hee-ee!
Babelia
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