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¿realidad o ficción? / TODOS ERAN VALIENTES (O CASI)

A por Custer con el hacha de guerra

Eclipsado por la historia, el jefe sioux Gall fue un gran guerrero y también un personaje dudoso para los suyos

Jacinto Antón
El jefe sioux Gall, en un retrato de 1881.
El jefe sioux Gall, en un retrato de 1881.david f. barry

No era alto (1,70 metros), pero sí impresionantemente robusto y subido a caballo parecía enorme, sobre todo con pinturas de guerra y cargando con fiereza contra ti. Cuando le enseñaron una foto suya a Elizabeth Custer —foto que casi le cuesta la vida al fotógrafo—, esta manifestó que no había nunca imaginado que hubiera en todas las tribus un “espécimen de guerrero” tan perfecto como él. La admiración de Libbie tiene su morbo: ese jefe sioux era uno de los que habían matado a su marido, George Armstrong Custer, un mediodía sangriento de domingo en Little Big Horn.

El indio en cuestión se llamaba Gall (Phizi en lakota), en inglés hiel, bilis o vesícula, aunque también se ha traducido la palabra por agalla. Hay que reconocer que el nombre, que se le dio de chico al lanzarse hambriento sobre la vesícula biliar de un bisonte abatido aún fresco, tiene menos gancho que Toro Sentado o Caballo Loco, y podría ser que la preeminencia en popularidad actual de esos dos famosos guerreros sobre Gall tenga que ver con ello, entre otras razones.

En su época Gall fue un grande, el paradigma de piel roja. Mano derecha de Toro Sentado, a cuya misma tribu sioux, los correosos e irreductibles hunkpapa, pertenecía, se le atribuyó el liderazgo indio en Little Big Horn, la debacle del 7º de Caballería. Los soldados lo reconocían con aprensión por su físico intimidatorio y el uso distintivo de una manta roja. También por su coraje: al igual que Custer, precisamente, solía montar enseguida otro caballo cuando le mataban el primero entre las piernas para seguir lanzándose con gran arrojo al ataque.

Se le conocía asimismo por ser capaz de actos muy salvajes: en 1872, mientras con su banda hostigaba la columna del 17º de Infantería del coronel Stanley tras la batalla de O’Fallons Creek, capturó y mató a dos oficiales y al cocinero negro que se habían rezagado; los escalpó y exhibió desafiante sus cabelleras desde una colina cerca de Fort Rice. La exhibición le granjeó la natural mala fama entre los blancos —suponemos que también entre los parientes del cocinero—, especialmente porque uno de los oficiales a los que trató tan desconsideradamente era primo de la mujer del presidente Grant.

Tenía Gall, por lo demás un hombre cabal, muy amante de los suyos y de enorme pragmatismo —como se verá—, ataques de ira en los que era mejor apartarse. En Little Big Horn decidió utilizar como arma contra las infaustas tropas de Custer solo el hacha de guerra y es fama que con ella despiezó al menos a cuatro soldados en la parte final de la batalla. Es cierto que en esa tremenda ocasión Gall tenía sus razones: durante la primera fase de la lucha, el ataque de distracción del mayor Reno al sur del poblado, los soldados o sus guías arikaras mataron a dos de las mujeres y a tres de los hijos del jefe (polígamo).

La vida de Gall (véase su mejor y única biografía, Gall, lakota war chief, de Robert W. Larson, University of Oklahoma Pess, 2009) no fue fácil. No lo era en las praderas, pero además él quedó huérfano de niño, al morir su padre durante el ataque de una tribu rival. Nacido alrededor de 1840 en algún lugar de lo que hoy es Dakota del Sur, fue criado por su madre y apadrinado por el mismísimo Toro Sentado, que le vio maneras y lo hizo luego su lugarteniente. De pequeño le llamaban Osito, aunque luego ya nadie se atrevió. Convertido en un prestigioso guerrero, con 20 coups —la contabilidad heroica de los pieles rojas—, Gall devino blotahunka, jefe de guerra. Sirvió durante 25 años lealmente a su mentor, haciéndole de estratega, aunque eran muy distintos. Más práctico e independiente, Gall solía ir con su grupo propio (una docena de tiendas) a comerciar con los blancos.

Fue en una de esas ocasiones, en 1865, cuando el medio sioux y medio arikara Bloody Knife (¡ese sí es un nombre!), al que Gall había hecho bulling de pequeño y luego matado y escalpado a dos hermanos, le denunció en Fort Berthold. Los soldados trataron de capturarle en su tienda y mientras intentaba escapar el jefe hunkpapa fue atravesado varias veces con bayonetas. Le dejaron por muerto en un charco de sangre, pero Gall se recuperó de las terribles heridas. Y se tomó venganza: durante el año siguiente, confesó luego, siete hombres blancos pagaron con sus vidas el ataque. Bloody Knife hubo de esperar algo más: murió de un disparo sioux en Little Big Horn cuando hacía de guía de Custer.

Gall se alineó con la facción más díscola de los sioux en el contencioso con los blancos por las tierras. Luchó una y otra vez con los soldados, que le llamaban Fighting cock of the sioux (el gallo de pelea de los sioux), en una traducción no grosera. Pero algunas de sus acciones, como la firma del Tratado de Fort Laramie, le valieron que algunos de los suyos le tacharan de oportunista. Se ha debatido mucho cuál fue su exacto papel el 25 de junio de 1876 en Little Big Horn. Parece que en realidad se incorporó tarde a la batalla aunque entonces se empleó a fondo. Fue el único jefe indio que ofreció su versión del enfrentamiento, al ser invitado (!) a la conmemoración del décimo aniversario, y entonces, con la modestia propia de los guerreros pieles rojas, se arrogó buena parte del protagonismo. En realidad parece que no hubo tal cosa como un liderazgo claro en aquella matanza.

Tras la desbandada después de la victoria, Gall pasó a Canadá con Toro Sentado. Resolvió luego rendirse con los suyos para evitarles el hambre y, rompiendo con su mentor, se instaló en la reserva de Standing Rock en 1881. El Gobierno trató de hacer de Gall un símbolo de indio asimilado contraponiéndolo a Toro Sentado, el irreductible. Gall se adaptó bien a la vida de granjero. Renegado traidor, dijeron algunos. Parece que era honesto en su celo por encontrar un camino realista de supervivencia para su pueblo. En 1882 fue bautizado en la iglesia episcopal. Al comulgar por primera vez el viejo sioux se bebió todo el vino del cáliz para consternación de los presentes. Le costó abandonar la poligamia. “Mi corazón es bueno, pero está triste, porque estoy enamorado”, aducía para que le dejaran volver a casarse. Le gustaba comer bien —una vez en Washington descubrió las ostras, que encontró mejores que el búfalo— y ello le condujo a la obesidad. Eso fue lo que le mató en última instancia: al ver que un medicamento contra el sobrepeso no le hacía efecto rápido se bebió la botella entera. Un final triste para el heroico guerrero que había sorteado las flechas crow y las balas de los cuchillos largos.

La historia no ha sido muy justa con Gall, que hizo lo que pudo para atravesar el abismo entre dos mundos. Toro Sentado ha prevalecido como el más conocido de los caudillos sioux y Caballo Loco como el más carismático, mientras que Gall, eclipsado por ellos, ha declinado en la memoria popular hasta casi desaparecer —¿qué niño juega hoy a ser Vesícula?—. Es lo que tiene ser pragmático y realista y cambiar las plumas por el traje. En su obituario en 1894 (¡qué tiempos aquellos en que te encargaban la necrológica de un jefe indio!), el Bismarck Daily Tribune destacó que “su estoicismo, coraje y habilidad hicieron de él un conspicuo carácter en su tribu y el objeto de interés de todos los que conocen su historia”. Podrá decirse con más pasión, pero no con más justicia.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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