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Gracias, Gerard Mortier

No puedo olvidar cuánto hizo por el Teatro Real durante los casi cuatro años que fue su director artístico

Gerard Mortier, fotografiado en el vestíbulo del Teatro Real en 2008.
Gerard Mortier, fotografiado en el vestíbulo del Teatro Real en 2008.bernardo pérez (EL PAÍS)

Escribo cuando aún estamos en el X aniversario de la muerte de Gerard Mortier. Fuimos muy amigos y nuestra amistad perdura entre mis sentimientos. No puedo olvidar cuánto hizo por el Teatro Real durante los casi cuatro años que fue su director artístico. Se incorporó en 2008. En septiembre de 2013, como consecuencia del gravísimo cáncer del que se había operado, tuvo que dejar la dirección artística y le nombramos consejero artístico, con las mismas condiciones materiales que tenía en su contrato.

En febrero de 2014, me envió un precioso texto, pidiéndome que lo tradujera al español y lo leyera, en su nombre, en la presentación de la nueva temporada del Teatro Real a la prensa. Deseaba respaldar, en el inicio de su mandato, a Joan Matabosch, que le había sucedido como director artístico, y así lo hicimos.

“Como consejero artístico quiero, ante todo, desearle a Joan Matabosch, en su primera temporada, todo lo mejor y agradecerle su generoso comportamiento conmigo. También quiero felicitarle por haber nombrado a Ivor Bolton como director musical … Y quiero agradecerle que haya mantenido alguno de mis proyectos faro, como la creación mundial de El Público con el texto de García Lorca… Estoy seguro de que su programación atraerá un gran público y consolidará la posición internacional del Teatro Real…”. Tras expresar, igualmente, su agradecimiento a quienes habían sido sus colaboradores más directos, concluía con un expresivo “Viva el Teatro Real” como significado de su plena identidad. Tres semanas después, falleció.

Un año más joven que yo, era hijo de un panadero de Gante, habiendo recibido por su brillante carrera el título belga de barón de Mortier. Era doctor en Leyes, tenía la Legión de Honor Francesa, había sido director artístico de las óperas de Düsseldorf, Hamburgo, Frankfurt y Salzburgo, y director general del teatro belga de La Monaie y de la Ópera de París. Estaba negociando su incorporación como director artístico de la Ópera de Nueva York cuando logré atraerle al Teatro Real. Ciertamente, su mandato fue polémico, pero claramente situó al Teatro Real entre las principales óperas europeas y, lo que es más importante, logró que lo fuera hasta el punto de que, algunos años más tarde, gracias al talento de Joan Matabosch, que dio impulso a la tarea de Gerard Mortier, fue elegido como el mejor teatro de ópera del mundo.

En gran medida se le debe el hecho de que el género operístico haya recuperado su principal cualidad, esto es, la dramaturgia. Como en el siglo XVII escribió Jean de la Bruyère: “La ópera es un gran espectáculo. A veces se nos escapa el deseo de que acabe: cuando esto sucede es por ausencia de teatro, de acción y de cosas de interés. Lo propio de la ópera es mantener las mentes, los ojos y los oídos en un mismo encantamiento”. Pues bien, la ópera había perdido el sentido teatral de su género, y se había convertido en una mera interpretación lírica con olvido de su carácter dramático. Sin duda, a Gerard Mortier se le debe, en gran medida, la recuperación de su verdadera condición como género dramatúrgico, y, además, musical, clásico y moderno.

Cuando Gerard Mortier concluyó su mandato en la Ópera de París, fue sucedido por Nicolas Joël, quien deshizo todo cuanto Gerard había logrado, sumiendo a la Ópera de París en una crisis de la que aún, hoy, no se ha recuperado. Cuando, en septiembre de 2013, organicé en Madrid un encuentro con Joan Matabosch, al que asistió también Ignacio García-Belenguer, ya sabía que su mandato en el Liceu había concluido, aunque aún no era público. Mi primera pregunta fue qué haría él en el Teatro Real si asumiera la dirección artística. Intuyó, con razón, que me preocupaba el modelo sucedido en la Ópera de París, y, con tanta sinceridad como firmeza, me respondió que para él Mortier era uno de los grandes de la ópera europea, si no el más grande, y que solo discrepaba en la cuestión de algunos de los principales cantantes. Según Matabosch, muchos de ellos habían evolucionado y habían recuperado ese sentido teatral que la mayor parte de sus antecesores habían perdido, y, por tanto, a diferencia de Mortier, él creía que se podría contar con ellos sin pérdida del carácter teatral del espectáculo. Y tenía toda la razón.

Recuerdo algunos de sus principales títulos: Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny; Vida y muerte de Marina Abramovich, en un inolvidable montaje de Bob Wilson interviniendo en la representación la propia Marina Abramovich y el cantante Antony; The Perfect American, de Philip Glass; y la ópera Saint François d’Assise, de Messiaen, un espectáculo grandioso e inolvidable representado en un Madrid Arena rebosante de público.

Escribo 10 años después de su muerte. No puedo olvidar cuánto hizo por el Teatro Real, ni la amistad que Pili, mi mujer, y yo anudamos con él. Al comenzar su programación me advirtió: “Haré una programación ecléctica en su conjunto, pero empezaré programando lo más difícil y rompedor. El Teatro Real precisa está sacudida”. No llegó a verlo realizado.

Joan Matabosch ha hecho posible que el “Viva el Teatro Real” de Mortier sea el mejor símbolo de un legado que prosigue. Por ello, el Teatro Real es hoy la primera institución de artes escénicas y musicales de nuestro país, según el Observatorio de la Cultura de la Fundación Contemporánea.

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