Aquellas lecturas en la hamaca
El Azorín que me gustaba fue un sutil detector de silencios de zaguanes castellanos, del aroma de baúles olvidados llenos de legajos, de veredas perdidas de los pueblos de Castilla
![Azorín](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/V6DYQFDMTFDUHIFFMHGHTNGBZY.jpg?auth=e72af93b29d4fd94513540b4120ab19a76538c35e5f888547b8b3061dfa29c83&width=414)
El Azorín que me gustaba cuando lo leía a los 17 años no era aquel joven anarquista que recién llegado a Madrid desde Monòver se paseaba con un paraguas rojo, ni mucho menos el que después de la Guerra Civil sacó al señorito de provincias que llevaba dentro para rendir pleitesía azorada a Franco y al final de sus días se convirtió él mismo en un paraguas negro cerrado paseando por el Prado, sino el Azorín que después de su viaje por La ruta de Don Quijote, publicado por entregas en El Imparcial en 1905, empezó a crearse un estilo en el que cada palabra era una taracea con la que labraba el artículo como una pequeña caja que guardaba los primores de lo vulgar, como decía Ortega. Me gustaba el Azorín que fue un sutil detector de silencios de zaguanes castellanos, del aroma de baúles olvidados llenos de legajos, de crujidos de tarimas carcomidas de caserones, de voces evanescentes de criadas que se oían en la duermevela de las siestas estivales, de botijos sobre las mesas de mármol en los patios de las fondas del comercio, de veredas perdidas de los pueblos de Castilla. El mío era aquel Azorín que limpió la escritura de circunloquios y oraciones derivadas con frases cortas y puntos seguidos de los que colgaba de cada uno un color, la vibración mínima de un paisaje, un sonido, una tenue luz, apenas nada, que era todo.
El Julio Camba que me gustaba no era el que fue negro del plutócrata Juan March, que le pagó sus servicios de lacayo con una habitación de por vida en el hotel Palace, si bien era una habitación que estaba al lado del cuarto de la plancha, sino el Julio Camba que fue un cosmopolita literario, un corresponsal de lujo en Berlín, París, Londres, Nueva York, Roma, Estambul, desde donde transmitía en sus artículos percepciones de primera mano de las gentes que se cruzaban en su vida siempre original que todavía perduran. No sabía idiomas, pero esa carencia la suplía con la agudeza de su mirada, llena de una perpleja ironía, como si el mundo acabara de inventarse solo para él. Apenas leía libros y unas veces daba la sensación de que no sabía nada y otras que lo sabía todo. Cualquiera de sus artículos podría publicarse hoy, porque están escritos con una literatura de un metal que no se pudre.
El Jorge Luis Borges que me gustaba no era el que llenaba sus entrevistas de boutades malvadas que enfadaban a los académicos, por ejemplo, cuando decía que el Quijote había que leerlo en inglés, puesto que el castellano no era un buen idioma y por su parte prefería a Alonso Quijano y este a Cervantes; el que para sacar de quicio a los progresistas afirmaba que Franco había sido muy positivo para España y que el mediocre Cansinos Assens era el mejor escritor de su tiempo; no el que daba por buena la esclavitud de los negros porque a ella debíamos el advenimiento del jazz, sino al Borges ciego que veía el mundo de color ámbar y ganaba siempre si jugaba a la lotería de Babilonia o el que conocía la historia universal de la infamia, el que se inventaba con gran imaginación cultural fábulas escritas en la arena o talladas sobre una madera de ébano.
![Jorge Luis Borges, en una entrevista, en 1985.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/VSK7VZPMTO7W6GGWSEL5V63SNY.jpg?auth=733907c1315789ed3b259cb2543914bbbb0bb76ac2562fd7609df096d95a6d53&width=414)
El Marcel Proust que me gustaba no era el zascandil cronista amanerado de las fiestas de sociedad, ni el remilgado adulador que lo daba todo por la sonrisa de una condesa o de cualquier joven encantador, sino aquel ser asmático de rostro de hindú aceitunado con ojeras que llevaba en secreto su doble vida, asiduo cliente secreto de los burdeles masculinos, el Proust que hiló como un gusano su capullo de oro la decadencia de un mundo aristocrático que se iba por la puerta trasera de la historia para dar la bienvenida a Kafka.
El Truman Capote que me gustaba no era aquel ser pequeño y ruidoso como una escopeta, ni el que moría por ser abanicado por las chicas de la alta sociedad neoyorquina, ni el de la famosa fiesta en el Plaza que decía: “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”, sino el que escribió A sangre fría y dijo que si Jesucristo en vez de morir en la cruz hubiera sido condenado a 12 años y un día no habría existido la Iglesia. Del mismo modo, necesitaba que aquellos asesinos de Kansas, Perry Smith y Dick Hickock, cayeran en el foso con la soga al cuello para que su novela tuviera éxito y se convirtiera en la fundación de la escuela del nuevo periodismo.
Me gustaba el Scott Fitzgerald para quien la única verdad era la aceituna que flotaba en el martini y el Albert Camus que me descubrió el Mediterráneo y aquel sol de la adolescencia que le había librado de toda clase de resentimiento. Y Dostoievski, cuyos personajes podían blasfemar rezando y rezar blasfemando, reír llorando, llorar riendo. Y Conrad, y Joyce, y Faulkner y Dylan Thomas, y por ese camino, después de estirar las piernas, otra vez a la hamaca.
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