Si Borges tuviera razón
Vivo con la inquietud de que mi memoria sea incapaz de recrear las buenas vivencias con detalle, las edulcore y las mezcle o, peor aún, las invente
A mí me da por pensar que es por la prisa, pero lo más seguro es que este estrés de ahora no tenga nada que ver con el olvido y que antes, cuando la vida iba más despacio, la gente también perdía los recuerdos concretos de las cosas que vivía: perdía los olores, las risas o las conversaciones inesperadas que vuelven los días distintos. Puede, eso sí, que quienes nos precedieron tuvieran más entrenadas su memoria porque apenas existían los álbumes ni se hacían fotos de todo ni había teléfonos que les trajeran recuerdos que no les habían pedido. Antes, para mirar al pasado, había que cerrar mucho los ojos, que es algo que todavía pasa: que algunos pasajes solo se ven o se huelen o se vuelven a tocar a condición de tener los ojos cerrados.
Supongo que hacerse mayor implica ser consciente de aquello que vas a olvidar aunque no quieras. No se trata del miedo a los años ni a envejecer, ni siquiera a ir descubriendo la persona que serás cuando dejes de ser este tipo que pensabas que ibas a ser para siempre. Es, más bien, la certeza de que te abandonará la memoria de los gestos y los sabores, de lo que tú mismo pensaste y de la literalidad de una frase que te conmovió tanto.
Por lo general, esos recuerdos tan concretos acabarán siendo una aproximación imprecisa a tu propia vida, el esfuerzo de tus neuronas por revivir cuándo fuiste a tal sitio y qué comiste y con quién. Ideas vagas. A fin de cuentas, no se puede aprehender cada momento. Será una suerte si llegas a ser consciente de él, porque de eso es posible acordarse más o acordarse mejor: de cuando fuimos conscientes de que un momento valía la pena.
Vivo con la inquietud de que mi memoria sepa dónde están las buenas vivencias y que, al ser incapaz de recrearlas con detalle, las edulcore y las mezcle o, peor aún, las invente. Escribí sobre ello porque me daría pena —pena o pavor— un desenlace de ese tipo, por el que terminemos evocando una ficción y construyamos recuerdos que son mentira, o que no fueron.
En esas, tropecé con La olivetti, la espía y el loro, un libro en el que la periodista Lea Vélez recreó y transcribió las entrevistas a grandes escritores que hicieron en el programa que su padre, Carlos Vélez, dirigió durante la Transición. Las transcribió para evitar que el tiempo se las llevara del todo. El programa se llamó Encuentros con las letras y, en uno de ellos, hablaron con Jorge Luis Borges, al que le dio por decir: “Al cabo de los años, no importan los hechos que me hayan ocurrido o no. Lo importante es imaginarlo. Yo creo que la memoria es una de las formas de la dimensión. (...) Podemos imaginar una felicidad que no hemos tenido”.
Si Borges tenía razón, si la memoria era, como a él le parecía, “una forma de literatura fantástica”, la pregunta es para qué vivir, entonces. Qué sentido tiene vivir una vida si luego puedes recrear otra. No parece que haya muchas respuestas más: se vive por los momentos. Por los momentos y poco más, antes de que los abatan el olvido o una imaginación desbordante.
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