El rastro de Lee Miller conduce ¡al conde Almásy!
Hay indicios sólidos de que la fotógrafa y corresponsal de guerra y el explorador de ‘El paciente inglés’ se conocieron. Lo cree incluso el hijo de ella
Aunque no tanto como mi hermana Graziella, que hasta se ha disfrazado de ella (con un casco de GI, soldado de infantería, que le conseguí yo en Veteran Militaria), soy un gran fan de Lee Miller, la célebre fotógrafa y corresponsal de guerra estadounidense, además de conspicua representante del surrealismo, que nos ha dejado algunas de las más icónicas y conmovedoras imágenes de la Segunda Guerra Mundial, y a la que ahora dedica una imprescindible exposición en Barcelona la galería FotoNostrum. Incluso tengo en el lavabo de mi casa una copia enmarcada de su famosa foto en la bañera de Hitler, así que cuando me ducho cruzamos miradas que quiero creer amistosas e incluso algo más. La foto se la hizo a la Miller (1907-1977) su camarada y amante, el también fotorreportero Dave Scherman, de LIFE Magazin, que, por cierto, había tenido el dudoso privilegio de viajar en el trasatlántico Zamzam cuando fue hundido en 1941 por los cañones del afamado buque corsario alemán Atlantis del noble capitán Bernhard Rogge (las fotos que tomó Scherman desde el bote salvavidas y que escondió al recogerlo los alemanes sirvieron luego para identificar y hundir al peligroso y esquivo barco enemigo).
La imagen de la bañera —me hace gracia pensar que la misma en la que el líder nazi jugaba con una maqueta del acorazado Bismarck en vez de un patito de goma (como lo mostraba jocosamente el filme de Dani Levy, Mein Führer, la verdadera verdad de Adolf Hitler)—, se tomó en el lujoso apartamento del Führer en el segundo piso del número 27 de la Prinzregentenplatz de Múnich. He estado alguna vez frente al edificio planeando colarme (lo cual resulta difícil dado que actualmente es un cuartel de la policía). No descarto algún día lograrlo y darme un baño, con foto incluida; al tiempo. En ese mismo apartamento fue donde en 1931 se pegó un tiro (la versión oficial) Geli Raubal, la sobrina de Hitler y a la cual este rondaba. Es curioso recordar que otra jovencita se disparó también por Adolf, Unity Valkiria Mitford.
Cuando Miller se bañó, de vuelta de Dachau, una visita que desde luego te da ganas de ensuciarle las toallas a Hitler, el edificio albergaba el cuartel general de la 45 ª división de EE UU, y se cuenta que Lee y Dave encontraron un teléfono alemán que estaba aún conectado con el enemigo y pidieron al operador que les pusiera ¡con Berchtesgaden! Cuando les contestó una voz en alemán y preguntaron por el Führer en plan Gila (“¿está Adolf?, que se ponga”), del otro lado de la línea colgaron. En realidad, Hitler se encontraba entonces en Berlín y no estaba para atender llamadas excepto del Valhalla: era el 30 de abril y andaba muy ocupado suicidándose. Probablemente de haberse enterado de que un judío (Scherman) y una revoltosa estadounidense estaban en su apartamento muniqués tocando sus cosas, arramblando con souvenirs y metiéndose en su bañera hubiera muerto no de un disparo sino de rabia. Miller visitó asimismo el apartamento de Eva Braun en la vecina Wasserburgerstrasse 12, y dio una cabezada en la cama de la chica (suicidada con Hitler).
Con motivo de la estupenda exposición en FotoNostrum, centrada en las fotos de la Segunda Guerra Mundial de Lee Miller y con un guiño a la película sobre la fotógrafa que está al caer (Lee, con Kate Winslet, gran fan ella misma del personaje real), me he leído The lives of Lee Miller (Thames & Hudson, 2021), de su único hijo, Antony Penrose, una interesantísima y muy bien escrita biografía en la que el autor no duda en profundizar en los aspectos más complejos y hasta escabrosos de la vida de su progenitora, una mujer realmente larger than life para lo bueno y para lo malo. Penrose ha estado en Barcelona para presentar la exposición (es el responsable de velar por el legado de su madre), lo que me ha permitido preguntarle sobre un tema puede que colateral en la vida de Lee Miller pero que me apasiona: su posible relación con el conde húngaro, aventurero y explorador del desierto líbico Lászlo Almásy (1895-1951): efectivamente, el personaje en el que se basa la novela de Michael Ondaatje El paciente inglés y la subsiguiente y no menos maravillosa película de Anthony Minghella, de las cuales soy un gran y arrebatado fan.
Me puse a pensar en la relación al leer en el libro de Penrose qué intenso fue el periodo que pasó Lee Miller en Egipto, en fechas en las que estaba ahí Almásy. Lee se casó —fue su primer matrimonio— en el consulado egipcio de Nueva York por la ley islámica el 19 de julio de 1934 con Azziz Eloui Bey, al que había conocido cuando este estaba negociando en la ciudad una compra de equipamiento para la sociedad estatal de ferrocarriles de su país. Azziz era una bellísima persona que siempre amó desinteresadamente a Lee Miller y le permitió (y le pagó) todo. Tras la luna de miel en las cataratas del Niágara, la pareja se fue a vivir a El Cairo, de donde marchaban a esquiar a Saint Moritz o a pasar temporadas en Londres o París, una vida grand style (aunque Azziz siempre iba con cuidado con el dinero) que a Lee le fascinaba. En Egipto, alternaban con la colonia extranjera, que era muy nutrida y alborotada y llena de grandes nombres, como el barón belga Edóuard Empain (el del famoso palacio incongruentemente hindú en Heliópolis, en el camino al aeropuerto), y con el círculo del rey Faruk, ambientes ambos en los que se movía Almásy, que frecuentaba los night clubs y cuyo patrocinador era el príncipe Kemal el Din, primo de Fuad, el padre de Faruk.
Azziz era un apasionado deportista que practicaba el golf, el tenis, el squash, la vela y el cricket, además de cazar patos, como el durrelliano Nessim en el alejandrino lago Mareotis, y realizar expediciones por el desierto. Lee Miller, que fue cayendo en un ennui y un desengaño amoroso similares a los de la Katharine Clifton de El paciente inglés, se lanzó a esas expediciones con gran entusiasmo descubriendo, recalca Penrose en su biografía, “a taste for desert travel” como el de nuestro conde. Lee viajaba con un guía sudanés (también los usaba Almásy) en un automóvil preparado para el desierto, un potente y robusto Packard convertible bautizado Arabella y equipado con compás solar, un instrumento que desarrollaron Almásy y sus colegas. Reunió a un grupo de amigos con el mismo deseo de explorar, entre ellos algunos oficiales británicos, igual que los que exploraban con Almásy, como el capitán de los Irish Guards (¡el regimiento de Paddy Leigh Fermor!) Giles Vandaleur, y —exceptuando alguna deliciosa locura como llevar las indispensables reservas de agua llenas de Martini— se reveló como una gran viajera de las dunas. Afrontó tormentas de arena (no sabemos si leyendo a Heródoto) y visitó los oasis occidentales de Farafra, Bahariya, Dakhla y El Kharga en las mismas fechas en que Almásy rondaba por ahí buscando el ejército perdido de Cambises, una de sus grandes obsesiones junto con la mítica Zerzura, la Shangri-La de las arenas.
En Siwa, una de las bases de Almásy y cuyos gobernantes eran amigos de Azziz, Lee pasó algún tiempo, notablemente paseándose en topless, lo que no debía ser gran problema en el oasis dada la tradicional inclinación gay de sus hombres. Cerca de allí, hizo su célebre foto del desierto a través de una tela rasgada, Portrait of Space (1937), que inspiró a Magritte.
Es prácticamente imposible que Lee Miller y Almásy no se conocieran, pues sus pasos se cruzaron no sólo entonces sino en numerosas otras ocasiones. Además Azziz era miembro del Aero Club de Egipto, uno de los lugares que frecuentaba el conde como el consumado aviador que era. Una de las anécdotas más deliciosas de Lee en Egipto —que me resisto a no contar— fue cuando en Luxor se encontró con el reconocido encantador de serpientes Moussa, hijo de El Gran Moussa, el legendario maestro de su profesión que, no obstante, nadie es perfecto, había muerto de mordedura de serpiente, precisamente. Fascinada, Lee pidió a (pequeño) Moussa que le enseñara los secretos del oficio y él le hizo pronunciar, como iniciación, el solemne voto de nunca hacer daño a una serpiente. Como reválida, y prueba de que el juramento comprometía a ambas partes, la mujer y los reptiles, le puso alrededor del cuello una cobra (existe una foto).
Pero no es solo que Egipto , su vida social y su desierto unan a Lee Miller y Almásy. Al acabar la Segunda Guerra Mundial —que vivieron en bandos enfrentados, el conde enrolado con Rommel—, Lee, que ya antes de la contienda se había divorciado de Azziz y se casaría con Roland Penrose, el padre de Antony, se embarcó en un viaje por la devasta Europa central que la llevó a otros lugares habituales de Almásy, como Viena y Budapest. Allí —aparte de encontrase con Nijinsky— contactó con conocidos y familiares del conde húngaro, como miembros de la familia Esterhazy. Fotografió de paso el fusilamiento de otro Lászlo, Bardossy, el ex primer ministro de Hungría.
Ya sé que mi Almásy no es Picasso, Man Ray, Cocteau o Paul Eluard, todos ellos amigos de Lee Miller, pero qué quieren, a mí me chifla el que dos de mis mitos se hubieran podido conocer, quizá incluso viajar juntos por el desierto, compartir un atardecer anaranjado en el Gran Mar de Arena, volar en el biplano del conde o bailar cheek to cheek en los salones del viejo Shepheard’s Hotel. Poca cosa más habrían hecho, dada la naturaleza homosexual del Almásy real, tan diferente en eso del personaje que encarnó Ralph Fiennes. No soy el único que se entusiasma ante la posibilidad del encuentro. “Qué bonita cuestión, gracias por plantearla”, se exclama Antony Penrose. “Es muy posible que se conocieran mi madre y Almásy en Egipto. Ciertamente, la idea de él y esa conexión podrían haber estado en su cabeza en el viaje tras la guerra a Hungría en 1945-46. Me encantaría conocer la respuesta. Pero en realidad no la tenemos, no disponemos de ninguna evidencia para confirmar que se hubieran conocido, excepto las circunstancias. Se movían en los mismos círculos. Si hubiera que buscar en algún sitio pruebas yo lo haría tratando de reconocerlo a él en el background de las fotos en Siwa, por ejemplo”.
A la espera de que puedan aparecer esas pruebas, es bonito imaginar a Lee Miller en otra bañera, en una habitación de una casa del viejo El Cairo. Quitándose allí no la suciedad y el horror de Dachau sino la dorada arena del desierto, mientras Almásy le prepara el té y juntos sueñan como grandes amigos, hermanos de aventura, exploradores de fronteras ignotas y testigos de los grandes dramas del siglo XX, con oasis perdidos, y vidas más felices.
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