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El especialista en capturar serpientes Abdul Hamed, con una cobra en el jardín del Hotel New Memnon de Luxor.
El especialista en capturar serpientes Abdul Hamed, con una cobra en el jardín del Hotel New Memnon de Luxor.
LA CRÓNICA
Columna
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Una cobra en el hotel: cita con un especialista en atrapar serpientes venenosas, y su presa

Emocionante encuentro en Egipto con un experto tradicional en capturar peligrosos ofidios

Jacinto Antón

“Mañana a las 8 vendrá al hotel el hombre de las serpientes, te traerá una cobra”. Tragué saliva. No imaginaba que fuera a ser tan fácil, pero desde luego era cómodo; que te traigan la cobra al hotel... Le había comentado como de pasada al dueño del New Memnon de Luxor, donde estaba alojado, si era posible contactar con algún especialista de esos que en Egipto se dedican a sacarte las serpientes de casa, sobre todo las venenosas, que son un fastidio. A Sayed, que lleva su hotelito del West Bank como una versión egipcia del Fawlty Towers, no le pareció nada rara la petición, al contrario; vamos, como si quisiera una almohada más o la clave del wifi. A veces te asusta que puedan cumplirse tan fácilmente tus deseos.

Era cierto, quería ver una cobra egipcia, y dónde mejor que en Egipto. Me lo pedía el cuerpo desde que leí la novela El sueño de Tutankamón (Ediciones B, 2023) y conversé con su autor, Antonio Cabanas, que se documentó mucho sobre esos ponzoñosos reptiles para escribirla, aparte de que una vez le pasó uno sobre un pie. El protagonista de la novela es un joven que tiene una habilidad casi sobrenatural para manipular cobras y entra al servicio del faraón. Cabanas me recomendó leer Ancient Egyptian medicine, de John F. Nunn (University of Oklahoma Press, 1996), que tiene un interesante apartado sobre lo que sabían los antiguos egipcios acerca de las serpientes venenosas y cómo trataban las mordeduras. En el papiro médico de Brooklyn (430 antes de Cristo), señala Nunn, se recogen los nombres de 21 especies de serpientes y se explica qué hacer si te muerden (en unos casos, se anota que la víctima “puede ser salvada”, pero en otros, “muere rápidamente”, glups).

Por si fuera poco para estimular mi morbo ofídico, había pillado también otra novela en la que juegan asimismo un papel importante las cobras, The snake catcher’s daughter, de Michael Pearce, publicada —de verdad que no me lo invento— por Poisoned Pen Pres (1994). Ambientada en El Cairo a principios del siglo XX, se trata de uno de los títulos de la estupenda serie protagonizada por el Mamur Zapt, el jefe de la policía secreta de la ciudad, el capitán británico Gareth Owen. En esta ocasión, el detective se enfrenta a un crimen con ramificaciones políticas (las tensiones entre las administraciones británica y egipcia) y en el que aparece el Rifa’i, la estricta secta de los manipuladores de serpientes, los especialistas en sacarlas de las casas. En la novela figuran algunos diálogos inolvidables: “Efendi, hay una cobra en el lavabo”, “¿ha mordido a alguien?”, “no, pero Suleiman necesita usarlo”.

El caso es que estaba desayunando en el restaurante del hotel, desde el que se ve el desierto y la montaña tebana coronada por la forma piramidal de El Qurn (en cuya cima hay una formación con aspecto de cobra, precisamente, identificada con Meretseger) y sobrevolada por los habituales globos aerostáticos, cuando Nacho Ares se me acercó y me dijo: “Está esperándote fuera un tipo que dice que te trae una cobra”. Salí y ahí estaba, puntualísimo, mi hombre. Mayor, enjuto, arrugado, con túnica (una galabeya gris) y turbante, le acompañaba un joven ayudante, y cargaba un largo palo. Sayez, que hacía de traductor (la situación pide a gritos usar la palabra dragomán), me lo presentó: Abdul Hamed. Le estreché la mano apenas rozándola como hacen los egipcios y me sorprendió el tacto frío y correoso de la piel, que parecía momificada. Saqué la libreta y el bolígrafo y quise empezar la entrevista —”¿lleva mucho tiempo usted en esto?”—, pero el experto en capturar serpientes me rodeó con el brazo como el lama a Kim y me arrastró con él hacia el fondo del jardín donde hay un galpón en el que se guardan trastos viejos, herramientas y las aves de corral de las que provienen los huevos del desayuno. Comenzó a canturrear una melopea mientras hurgaba con el palo aquí y allá. “Son versos del Corán”, aclaró detrás Sayez, que nos seguía a prudente distancia.

Cobras sagradas en un relieve en el templo de Medinet-Habu, en Luxor.
Cobras sagradas en un relieve en el templo de Medinet-Habu, en Luxor.
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El snake catcher metió la mano bajo unos ladrillos de adobe y sacó una serpiente marrón agarrándola por la cola. Pegué un respingo. Parecía una pequeña culebra inofensiva, pero cualquiera se fía de las culebras egipcias. Abdul dejó que se enroscara alrededor de su palo. Circunstancia que aproveché para hacerle unas preguntas a través de Sayez. “Dice que acuden aquí al olor de las gallinas. No es buena época para las serpientes porque hace frío. Están bajo tierra durmiendo. Sí, es un oficio familiar, pasa de padres a hijos, en su caso, varias generaciones; tienen sus secretos, claro”. Mientras hablábamos llegamos hasta el centro del jardín, donde esperaba el ayudante con un cesto envuelto en tela. Abdul cogió la culebra y la metió en el recipiente y a continuación extrajo otra serpiente y la lanzó rápidamente sobre la hierba con gesto de Moisés ante el faraón. Retrocedí espantado. Era una cobra enorme. ¡El tío la había traído! Pasaron por mi mente alarmantes titulares: “Suelta una cobra en un hotel y se monta la marimorena”, “Le muerde la cobra que había pedido”, “El País pierde a un enviado especial a Luxor por tonto”. “Mi abuelo sabía mucho de cobras”, estaba diciendo Sayez mientras controlaba con la mirada la distancia a la serpiente y que no se acercara ningún otro cliente (con arriesgar a uno ya tenía bastante); “de niños dábamos vueltas por aquí, que no había edificios, y jugábamos a pegar a las cobras con un palo flexible”, dijo conjurando imágenes de Los días de Taha Hussein.

A todas estas, la cobra se retorcía en el suelo. Era muy gruesa, marrón grisáceo y mediría un metro y medio. Claramente una cobra egipcia (Naja haje, a veces se le añade el subgenus uraeus, en alusión a la cobra erguida que era el distintivo de los faraones y lucían en el tocado y las coronas). Capaz de provocar una muerte rápida con su potente veneno neurotóxico, que provoca parada respiratoria, la cobra egipcia es una de las que más incidentes, por así decirlo, causa en el Norte de África. Al menos no escupe como otras de sus congéneres. Reconocí la mancha oscura característica con forma de lágrima bajo el ojo, de gran pupila redonda y mirada penetrante. Irradiaba de sus anillos escamosos una ola de poder y peligro. Abdul, agachado, la mantenía a raya con el palo. La serpiente se irguió de repente adoptando la posición característica, con el cuello hinchado y la capucha desplegada, y clavó la mirada en mí; cara a cara con la cobra, como Rikki-tikki-tavi, como Mowgli ante la vieja Capucha Blanca guardiana de la ciudad perdida de Kurrum Rajá. Era como asomarte a la muerte de Cleopatra, a los ojos de la diosa cobra del Libro de los Muertos: “Vivo de acuerdo a mi voluntad, porque yo soy Wadjet, Señora de la Llama Devoradora, y pocos se me acercan”. Se balanceaba. El tiempo parecía detenido en el pequeño jardín bajo el cielo eterno de Egipto. Los pájaros habían enmudecido. Detrás de mí se había formado un pequeño grupo de empleados y huéspedes del hotel.

Abdul Hamed, con una culebra hallada en el Hotel New Memnon.
Abdul Hamed, con una culebra hallada en el Hotel New Memnon.

Abdul rompió el hechizo de la cobra poniéndose en pie y tratando de distraerla con movimientos del palo y de su túnica como haría un torero con el estoque y el capote ante un toro. Asistimos a esa especie de danza entre la serpiente y el snake catcher con el corazón en un puño. Finalmente, el egipcio abrió la cesta y la cobra se fue directa hacia ella y se metió dentro. Abdul tapó el recipiente y todos los espectadores dejamos escapar a la vez un suspiro de alivio. “La leche”, sintetizó alguien.

Me acerqué al hombre de las serpientes con montones de preguntas agolpándose en mi cabeza. Si es verdad que en la profesión no se aceptan mujeres excepto si no han sido sometidas a ablación genital (como la Jalila de la novela de Pearce), si emplean un ungüento y una bebida (teryaq) a base de veneno de cobra que les protege, si les sacan la ponzoña para venderla… Pero Abdul tenía prisa y sólo me contestó a lo de si había tenido algún accidente. Lo hizo alzando la mano izquierda y mostrándome una vieja cicatriz abultada en el dorso entre el índice y el pulgar, donde le mordió una cobra. “¿Le dolió?”. Sayed se lo tradujo y el capturador de serpientes se me quedó mirando muy fijo. Extendió la otra mano y coloqué en ella las 300 libras egipcias (unos diez euros) que habíamos acordado por el servicio a domicilio, más otras cien que añadí de bakchich, de propina. Shukran, sheik, gracias, jefe, musité con respeto. Se llevó la mano con los gastados billetes al corazón, y giró sobre sus talones para irse con su ayudante cargando la cesta. Los vi marcharse del hotel caminando hacia dondequiera que tuvieran otra cita, y me pregunté que les esperaba el resto de la jornada, y de sus vidas; por no hablar de qué destino aguardaba a la cobra, mi serpiente.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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