Cleopatra sin serpientes
Empecemos por el final. Lo más seguro es que no hubiera serpientes: ni áspides ni cobras. Pese a la leyenda y la iconografía, en contra de lo que muestran pinturas, obras de teatro y películas, Cleopatra no murió a causa de la mordedura de ofidio alguno. Era algo que sospechábamos, y que tiene lógica. Lo explica muy bien en la que probablemente sea la mejor biografía escrita nunca sobre la reina, y sin duda la más amena y literaria -Cleopatra. Una vida (¡no se la pierdan!, la publica ahora mismo Destino)-, Stacy Schiff, ganadora de un Pulitzer.
De entrada, a ver quién es el guapo que mete una cobra egipcia, que mide hasta dos metros y medio y no se está quieta porque tú quieras, en una cesta de higos, que es como se supone que fue introducido el fatal bicho en el mausoleo en que estaba recluida Cleopatra, sorteando la guardia que había puesto Octavio, que se olía una inminente salida de escena de la reina. De las víboras, olvidémonos, la picadura no garantiza la muerte, y menos la muerte inmediata, que es lo que quería la soberana. Y ella sabía de venenos. ¡Y tanto! Llevaba tiempo previendo la eventualidad del suicidio y practicando, en un ejemplo de empirismo que debía ser herencia de los grandes maestros alejandrinos, precursores, no se olvide, de las vivisecciones japonesas en la II Guerra Mundial, con esclavos y reos de muerte. Cualquiera que conozca los efectos de las ponzoñas de los reptiles sabe que tratar de matarse con una serpiente es no solo una manera atroz, sino muy poco segura de hacerlo. El pasado junio se registró lo que parece ser un insólito caso de suicidio por picadura de serpiente en Nueva York, pero la víctima, una mujer, fue mordida por una mamba negra, que eso ya sí es como un revólver, y la única garantía de que se trató de una muerte deseada es que no llamó por teléfono y según sus amigos era desgraciada.
En su biografía, Schiff, además de anotar que alguien tan meticuloso como Cleopatra no iba a dejar su destino final al albur del estado de ánimo de un animal salvaje, recalca que la reina, que cuidaba su imagen, no hubiera querido presentar en la muerte un aspecto tan desagradable como el que se les pone a los fallecidos por veneno de serpiente, ni arrostrar semejante agonía. Por no hablar de los vómitos, la incontinencia y las convulsiones, poco adecuados para la escenografía final que dispuso la émula de Isis. Las fuentes explican además que con el mismo veneno se dieron muerte las dos sirvientas de Cleopatra, Iras y Charmion -es improbable que una serpiente pueda matar seguidas a tres personas-, y que la última, que aún estaba viva al entrar los guardias, cayó redonda fulminada sin ninguna expresión de sufrimiento.
Cleopatra, resume Schiff, tenía opciones mucho más dignas, rápidas e indoloras que las serpientes -que según la leyenda se habría acercado al seno para que la mordieran en tan delicada parte-. Y añade que no le parece que la reina hubiera considerado conveniente ideológicamente que la matara el símbolo de la propia realeza egipcia. Lo más probable es que ingiriera una poción letal. Y sugiere un cóctel de cicuta con opio. Irónica, la escritora añade que Plutarco ya lo dejó claro para centurias de oídos sordos: "La verdad del asunto, nadie la conoce".
Otra reciente biógrafa de Cleopatra, Joann Fletcher, la arqueóloga que identificó (discutiblemente) la momia de Nefertiti, sugiere en su libro Cleopatra the Great (Hodder, 2009), lleno de detalles apasionantes, que la reina empleó, sí, veneno de cobra, pero -hábil toxicóloga nuestra soberana egipcia- destilado y convertido en un líquido que se introdujo a través de una pequeña herida en el brazo. Ello entonces justificaría las fuentes que sostienen que Octavio trató de revivir -infructuosamente- a Cleopatra haciendo que la atendieran médicos o magos psylli norteafricanos especialistas en serpientes.
En todo caso, las serpientes no estaban. Podrá lamentarse que quedarnos sin serpientes es quedarnos sin el pecho desnudo de la reina (!), que tantos interesantes sueños nos ha producido a muchos, y sin las bellas palabras shakespearianas: "Dost thou not see my baby at my breast, / That sucks the nurse asleep?" (Antony and Cleopatra, V.ii.)...
El tema de las serpientes, que van tan indisolublemente ligadas en nuestra imaginación a la figura de Cleopatra, es una muestra de la revisión a que someten Stacy Schiff y otros nuevos biógrafos a la reina. Una revisión completa. Señalar de entrada que varias de las nuevas biografías -la de Schiff, la de Fletcher y la tan interesante y clarificadora de Joyce Tyldesley (Cleopatra, la última reina de Egipto. Ariel, 2008), que la describe como una persona extraordinariamente fuerte, una "superviviente" nata, están escritas por mujeres, lo que es un atractivo contraste si tenemos en cuenta que nuestra visión de Cleopatra está marcada indeleblemente por hombres. En inicio, por los historiadores de época romana, que escribían no solo al servicio del poder enemigo de la reina (Octavio, devenido en el emperador Augusto), sino desde posiciones absolutamente misóginas. El mundo clásico no entendía la libertad de que disfrutaba la mujer en Egipto en comparación con Grecia o Roma. Recordemos que ya Heródoto había expresado la estupefacción ante esa libertad anotando, en una de sus simpáticas malinterpretaciones, que las mujeres egipcias orinaban de pie, y los hombres, sentados.
Buena parte del cliché cleopatresco se debe, pues, a la propaganda romana, a la que debemos la versión de la reina más tabloide: insaciable, traidora, derrochadora y sanguinaria. Ellos fueron los que convirtieron a Cleopatra en la mala de la película. A Octavio le convenía demonizarla. Hacerla culpable de secuestrar la voluntad del noble Marco Antonio, de llevarlo al lado oscuro, pasional, hedonista y salvaje (dionisiaco) de la vida, desviaba la atención del público, siempre deseoso, como hoy, de escuchar una buena historia de sexo y morbo, y convertía lo que era en realidad una guerra civil en una contienda contra una peligrosa reina extranjera (y en un culebrón, y valga la palabra). Reginam odio, que decía Cicerón.
En los tópicos sobre Cleopatra hay más ingredientes. Egipto conjura, y ya lo hacía entonces en la antigüedad, imágenes de misterio y sensualidad. Una tierra de sexo, excesos, dioses raros y ceremonias extrañas e impúdicas. A biógrafos y lectores, siempre les (nos) ha sido difícil escapar a esas poderosas imágenes que se adhieren a la reina.
Cleopatra VII, la mujer más famosa que ha existido, y eso que aún no la ha encarnado Angelina Jolie, que va a seguir los pasos de Theda Bara, Claudette Colbert y Elizabeth Taylor, entre otras -la prevista película, por cierto, se basará, según las últimas noticias, en la biografía de Stacy Schiff-, reinó en Egipto 22 años, extraordinaria longevidad política para la turbulenta época, y murió cuando contaba 39. De seis hermanos, cinco fallecieron de muerte violenta y ella misma se deshizo de tres. Fue la última soberana de Egipto, aunque su hijo y corregente Cesarión reinó unos días tras la muerte de la reina hasta que Octavio lo hizo eliminar.
Varias de las nuevas biografías recuerdan el simpático detalle de que Cleopatra estuvo a punto de recalar en España: tras la derrota en Actium, ella y Marco Antonio evaluaron muy seriamente la posibilidad de huir a Hispania con su tesoro y crear un reino hostil a Roma al estilo de lo que hizo Sertorio...
"De ella, todo se ha dicho, y su contrario", ha sintetizado Robert Solé de Cleopatra. En las nuevas biografías -sin menospreciar muchas de las anteriores, desde la de Emil Ludwig hasta la erudita de Wolfgang Schuller- encontramos un esfuerzo por acercárnosla, incluso físicamente. Obviamente no era Angelina Jolie. Aunque el hecho de que la actriz haya encarnado previamente a Olimpia, la madre de Alejandro Magno, crea un vínculo interesante: Cleopatra, que descendía directamente de uno de los generales y camaradas de Alejandro, Ptolomeo, era griega macedónica de origen. Vamos, como señala irónicamente Schiff, "tan egipcia como Elizabeth Taylor". En su amenísima y reciente media biografía de la reina Antonio y Cleopatra (La Esfera de los Libros, 2011), Adrian Goldsworthy, apunta que, tanto por cultura como desde el punto de vista étnico, "Cleopatra era tan egipcia como apaches son hoy la mayoría de habitantes de Arizona". Para él no hay duda, Cleopatra fue ante todo griega. Claro que Goldsworthy es un especialista en mundo clásico y barre mucho para casa. Tyldesley y Fletcher, ambas del ramo de la egiptología, tratan de contextualizar más a Cleopatra en la milenaria cultura faraónica y de vincularla a las reinas antiguas; recalcar su egipticidad, vamos. La primera subraya que no podemos colocar a la reina ni a los Ptolomeos en un gueto cultural, sería, dice, como considerar extranjera en Gran Bretaña a la familia real británica a causa de su origen. Schiff anota que la reina era probablemente morena. Tyldesley también lo cree (y de tez aceitunada, bajita y ¡con problemas dentales!). En cambio, Joann Fletcher, basándose en lo que opina (por el peinado) que podría ser una pintura de la reina hallada en una villa en Herculano, la imagina ¡pelirroja!
La verdad es que no tenemos ni idea de cómo era Cleopatra: los escasos retratos que han llegado no son estrictamente eso, retratos. Y las monedas, en las que se apoyó la reciente teoría (2007) de que en realidad era fea, lo que muestran es a una gobernante que trata de identificarse iconográficamente con sus ancestros, los reyes Ptolomeos anteriores, para dar mayor legitimidad a su poder. Así que no es raro que parezca un tío. "No iba a querer parecer dulce y femenina en un icono regio", indica Tyldesley. Dicho esto, no obstante, podemos inferir que algunos rasgos podrían ser hereditarios de la casa: una nariz algo aguileña, barbilla prominente, un cuello con anillos de Venus (pliegues de grasa). No son signos de una belleza al uso, cierto. De hecho, las fuentes -incluso los poetas- son significativamente parcas al alabar la hermosura de la reina.
Lo que era, seguramente, es una mujer impresionante. De carácter. Y con charme. Tyldesley destaca su capacidad intelectual. Era culta, viajada, políglota hasta la extravagancia. Fletcher imagina lo que debían sentir César y Marco Antonio ante alguien que se consideraba de la manera más natural una diosa (¡lo que ha de poner eso, más que un déshabillé!). Schiff recalca que Cleopatra fue la única mujer del mundo antiguo que gobernó en realidad sola y que desempeñó un papel relevante en los asuntos de Occidente (Zenobia de Palmira, que la imitaba, fue mucho menos relevante). Probablemente, señala, eso es lo que más atrajo de ella a César y a Marco Antonio, los dos hombres más poderosos de su tiempo. Y su fortuna: era la persona más rica de la época, eso se ha destacado poco. Tyldesley añade que la libertad de que hacía gala como mujer Cleopatra desconcertaría y atraería mucho a un romano, acostumbrado a la sumisión femenina.
La importancia política y económica de Cleopatra, sostiene Schiff, significó su desgracia y su vilipendio: habilísima gobernante, de enormes carisma y cultura, la posteridad escrita por sus enemigos la rebajó a hechicera, engatusadora y puta. "No por última vez vemos cómo una mujer genuinamente poderosa se ve transmutada en una desvergonzada seductora", advierte con una nota de tristeza Stacy Schiff, que recuerda que la intersección en la historia de mujer y poder siempre ha sido vista como peligrosa (por los hombres).
En cambio, la Cleopatra que sale de las nuevas biografías es sorprendentemente recatada. Tyldesley señala la paradoja de que el mundo recuerde a la reina como vampiresa y nunca como madre de cuatro hijos (uno de César y tres de Antonio). Y la describe como una mujer solitaria. Las pruebas más sólidas indican, además, dice Goldsworthy (Tyldesley está de acuerdo), que Cleopatra solo tuvo dos amantes, los dos grandes romanos, y uno después del otro (mucho después). Es posible incluso que no tuviera relaciones sexuales más que con ellos. Y que no hubiera otros hombres en su vida, ¡la gran seductora! Tradicionalmente, las princesas ptolemaicas eran unas asesinas compulsivas, pero castas: era fundamental mantener el linaje puro, por eso se casaban con sus hermanos. Cleopatra era sin duda cruel, pero no más que César, que exterminó a los galos. Ni siquiera era probablemente más coqueta que él, que, según Suetonio, se depilaba "las partes peludas de su cuerpo". Y sin duda era mucho menos promiscua -Tyldesley recuerda que Julio se acostaba, entre otras muchas, con Servilia y con su hija, Tertia-. Antonio no era menos rijoso: en una carta a Octavio no dudaba en explicarle que se "follaba" a la reina egipcia. El propio Octavio no fue ningún monje y hasta se le señaló como el catamita de César. Siempre el diferente baremo para juzgar sexualmente a hombres y mujeres...
Si Schiff, Tyldesley y Fletcher se muestran en sus biografías fascinadas por la reina, la gobernanta y la mujer, Goldsworthy, significativamente el único hombre de esta nueva hornada de biografías, pone barreras y se muestra refractario a los encantos de Cleopatra. La historia de la reina, escribe, "ya contiene suficiente pasión sin necesidad de que el autor añada más de su propia cosecha". Para el autor de las exitosas César o Grandes generales del imperio romano, que Cleopatra fuera una patriota o estuviera comprometida como quieren algunas de sus colegas con la prosperidad y bienestar de sus súbditos es ilusorio. Era, considera, sobre todo un animal político, una gobernante implacable como todos los de su época y clase, preocupada solo por disponer de suficientes fondos, influencias y tropas para mantenerse en el poder. De su celebrada inteligencia recalca que es "inasible", al revés que la de César, de la que sí hay constancia documental (de hecho, podemos leer sus libros, mientras que de Cleopatra solo la frase "ginestho", "que así sea", garabateada al final de un texto oficial -se cree que es de su puño y letra).
Hoy, todos los historiadores, resume Goldsworthy, "quieren admirar a Cleopatra y que les guste como reacción a la feroz hostilidad de las viejas fuentes adeptas a Augusto". Así, advierte, de la femme fatale, la aviesa seductora de ayer, hemos pasado a la mujer fuerte e independiente que trató de favorecer a su país. En realidad, resume, "nos guste o no, Cleopatra no fue tan importante". Uno casi puede oír cómo las otras tres biógrafas rechinan los dientes cuando el historiador escribe: "Si tuvo importancia más allá de las fronteras de Egipto fue solo por sus amantes romanos".
Pero Goldsworthy también tiene su corazoncito. Y es que la mano de la reina es larga, y ¡quién puede sustraerse del todo a su hechizo! El historiador reconoce que la de Cleopatra es también una historia de amor, y que pese a que ni Cleopatra ni César ni Marco Antonio en sus relaciones dejaron nunca de actuar con cierto grado de cálculo político, se produjo también una atracción mutua, fuerte y sincera. Y el erudito ofrece (sin disolverla) una perla insólita que demuestra que el influjo de la reina es capaz de atravesar todas las desmitificaciones: "Todos sabemos de la fuerza de la pasión en nuestras propias vidas".
Incluso sin serpientes, ella es Cleopatra.
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