Laszlo Almásy vs. Ralph Bagnold: enemigos en las dunas
Unidos por el amor al desierto en los años treinta, la Segunda Guerra Mundial situó al explorador húngaro y al británico en bandos contrarios y los convirtió en rivales.
Pocas historias son tan emocionantes y tienen un escenario tan grandioso como la de la camaradería y después rivalidad que desarrollaron entre las dunas dos exploradores: el británico Ralph Bagnold (1896-1990) y el húngaro Laszlo Almásy (1895-1951), un personaje popularmente conocido al haberse inspirado en él Michael Ondaatje para el protagonista de su novela El paciente inglés. Si Almásy tiene novela y filme, Bagnold posee un espacio con su nombre ¡en Marte!: el campo de dunas Bagnold, en reconocimiento de la NASA a sus investigaciones sobre la física de la arena, que se han extrapolado al planeta rojo.
Bagnold y Almásy fueron dos de los más destacados aventureros que exploraron, cada uno por su cuenta, en coche los dos y Almásy también en un pequeño aeroplano De Havilland Gipsy Moth, las inmensidades del desierto libio. Hablamos de un área de inconcebibles desolación y peligros de casi cuatro millones de kilómetros cuadrados que se extiende al oeste de Egipto y que en buena parte era territorio desconocido cuando ellos lo recorrieron en viajes de una audacia que a los menos valientes nos parece inconsciencia.
En los años treinta del pasado siglo, embarcados en una larga serie de expediciones, ambos, Bagnold y Almásy, exploraron el temible desierto, adentrándose cada vez más en él y tratando de desvelar sus misterios. Almásy, que descubrió las pinturas rupestres de nadadores del Wadi Sura, se obsesionó especialmente con la búsqueda del legendario oasis de Zerzura y del ejército perdido de Cambises. La Segunda Guerra Mundial los colocó en bandos enfrentados y los convirtió en enemigos. Reino Unido reclutó a Bagnold y la Alemania nazi a Almásy, y a ambos se les encomendó poner su conocimiento del desierto al servicio de los respectivos Ejércitos.
Bagnold fue el creador del legendario Long Range Desert Group (LRDG), los escorpiones del desierto (por su insignia), una unidad de corajudos merodeadores que atacaba objetivos detrás de las filas del Eje para luego volver a desvanecerse en las enormes extensiones de arena de donde había salido. Almásy organizó parecidos grupos de fuerzas especiales alemanas con miembros del regimiento de élite Brandenburg, que acometieron diferentes operaciones en el teatro del norte de África y una de las misiones secretas más audaces de toda la guerra (la Operación Salam, en 1942), durante la que su comando atravesó de punta a punta lo peor del desierto para infiltrar a dos espías en el Egipto británico.
Amigos íntimos no parece que hayan sido Bagnold y Almásy. Cuando lees lo que escribieron uno sobre el otro (Bagnold en una carta de posguerra describió a Almásy como “agradable y divertido, aunque definitivamente solitario y reservado”, Almásy habla con respeto del conocimiento del desierto de Bagnold y alaba su manera audaz de negociar en automóvil las grandes dunas, pero con cierta frialdad), percibes, junto a la admiración mutua, que había un pique, una rivalidad que seguramente tenía que ver con el carácter tan diferente de ambos: imaginativo y mundano, elusivo, definitivamente romántico y flamboyant Almásy, que además (en contraste con la novela y la película) era homosexual en una época en que serlo exigía una vida de clandestinidad y secreto; práctico, racional, ponderado y circunspecto Bagnold, hombre franco y de pensamiento científico, felizmente casado y padre de dos hijos. Pero, aparte de que el húngaro poseía un sensacional conocimiento práctico de la mecánica y el británico un sentido innato, casi sobrenatural, para la arena, lo que significa que ni era tan volado (aunque fuera aviador) el uno ni tenía tan los pies en el suelo el otro, muchas cosas los unían: la carrera militar, las condecoraciones por su valor (la Orden del Imperio Británico Bagnold, la Cruz de Hierro Almásy), haber conocido los dos desde el frente los horrores de la Primera Guerra Mundial, la búsqueda incesante de apoyos y financiación para poder llevar a cabo sus viajes de exploración, la necesidad de huir hacia la aventura, la curiosidad. Y sobre todo su arrebatado (incluso en el caso del contenido Bagnold) amor al desierto.
Ambos cayeron rendidos ante ese espectáculo de la nada y esa celebración del vacío y volvieron una y otra vez a la arena para escarbar sus secretos, pero sobre todo para dar satisfacción a un anhelo inexplicable. Pues ¿qué ofrece el desierto, donde la nada limita con otra nada aún más ilimitada, además de sed, riesgos y sinsabores como el calor de 50 grados o el qibli, el viento ardiente que temen los beduinos pues estraga a los camellos y revienta los odres de agua? Hay que ser de espíritu grande para entender la belleza y los dones del desierto. Ambos lo fueron y lo expresaron magníficamente en sus escritos —Almásy sobre todo en Sáhara desconocido; y Bagnold principalmente en Libyan Sands y en sus espléndidas memorias, Sand, Wind & War—.
Almásy escribió: “Amo el desierto. Amo la llanura infinita que centellea en el reflejo de los espejismos, las cumbres rocosas resquebrajadas, las cadenas de dunas semejantes a las olas del océano petrificadas. Y amo la vida en campamentos primitivos, tanto en las noches claras y estrelladas en medio de un frío cortante como en la punzante tormenta de arena”. Y Bagnold: “No hay nada ahora delante excepto la gran cadena de enormes dunas anaranjadas que aparecen como espaldas de ballena, yaciendo una al lado de la otra en una inacabable fila que semeja una marcha de gigantescas orugas hacia el infinito”. Bagnold, como un Ulises de los mares de arena, escuchó cantar a las dunas: “Podía sentir la arena vibrando a mis pies. La duna había comenzado una canción espontánea. A la luz de la luna vi una avalancha deslizándose suavemente por la cara de la duna. El sonido venía de debajo. Entonces otra duna pareció responder y luego otra. Tuve la sensación de que esos grandes seres estaban dialogando unos con otros, cantando, en la calma de la noche”.
Muchas cosas los unían. La necesidad de huir hacia la aventura, la curiosidad. Y sobre todo, su arrebatado amor al desierto
Miembro de una familia de la más rancia nobleza húngara, aunque sin títulos (lo de conde se lo atribuyó él con cierto descaro), hijo de explorador, políglota, Almásy creció en el castillo de Bernstein (donde quien firma visitó sus antiguas habitaciones y, en un ataque agudo de fetichismo, se probó subrepticiamente su uniforme y su chaqueta de vuelo), combatió en la Gran Guerra como húsar primero y aviador después, se labró fama como piloto de pruebas de automóviles, guio safaris de caza al este de África y acabó en Egipto prendado del gran desierto y recorriéndolo bajo patronazgo del príncipe Kemal el Din o incluso integrado en expediciones británicas como las de sir Robert Clayton-East-Clayton. De familia de militares y funcionarios del Imperio, Bagnold tuvo aparentemente una vida más convencional (todo lo convencional que pueda ser la vida de alguien que destruye en Ypres en 1915 un nido de ametralladoras alemán con un torpedo Bangalore). De formación ingeniero y toda su vida soldado profesional (alcanzó el rango de general), tenía una pulsión científica que le llevó a los campos de la geofísica, la oceanografía y la geografía (ganó la medalla de la Royal Geographical Society por sus exploraciones en Libia). Sirvió en la frontera norte de India, en China y Egipto —adonde llegó con su Morris de dos asientos y un alsaciano llamado Cubby—.
Es difícil decir cuál de los dos, de conocerlos personalmente, nos hubiera gustado más. Probablemente lo hubiéramos pasado mejor viajando por el desierto con el soñador Almásy (aunque no nos leyera la Historia de Heródoto como Ralph Fiennes a Katherine Clifton/Kristin Scott Thomas), y ni digamos yendo de copas por Budapest, Viena o El Cairo; pero habríamos ido más seguros y quizá hubiéramos sintonizado más con el escéptico Bagnold. Si antes de la guerra, pese a formar parte ambos del Club Zerzura (una informal asociación de exploradores unidos por la búsqueda del mítico oasis, véase el sensacional The Hunt for Zerzura, de Saul Kelly, que publicará la temporada próxima en castellano Desperta Ferro), vivir aventuras iguales en los mismos parajes y compartir amigos, ya se miraban uno al otro con cierto recelo (Bagnold parece haber sospechado de los motivos de Almásy para explorar el desierto: el húngaro podría haber pensado lo mismo), la contienda los puso de verdad a la greña. Bagnold y sus chicos, al enterarse por los descifradores del código Enigma del fichaje de Almásy por los nazis y su regreso al norte de África, trataron de pescarlo en el desfiladero de acceso al Gilf Kebir, y el húngaro les gastó algunas jugarretas que pudieron ser letales, como averiar o vaciar de combustible y agua los automóviles de reserva que el LRDG dejaba en puntos acordados del desierto como seguro de supervivencia.
El papel de Bagnold en la guerra fue mucho más relevante que el de Almásy, pero también es verdad que su fama creció con el triunfo de los Aliados, mientras que el húngaro formaba parte del equipo perdedor. Además, Rommel, su jefe nominal (Almásy, reclutado por los servicios secretos alemanes, la Abwehr, trabajaba con el zorro del desierto y no para él), no era fan de los ejércitos privados ni de las unidades no convencionales. En cambio, el general Wavell —ah, el espíritu aventurero de los británicos— se entusiasmó con la idea de Bagnold de su pequeño destacamento de piratas de la arena y le dio su apoyo. Para los viejos compañeros británicos de aventuras en el desierto de Almásy, como Pat Clayton, Kennedy Shaw o el propio Bagnold, que el húngaro, al que denominaban con su apodo familiar, Teddy, sirviera con las tropas de Hitler y con su uniforme (dada su condición de oficial de las fuerzas aéreas húngaras fue adscrito al Ejército alemán como capitán de la Luftwaffe) enturbiaba mucho su figura. No obstante, los antiguos colegas respetaban (y temían) sus conocimientos del desierto y lo consideraban, como dijo una vez un colega británico, “un nazi, pero un deportista” (supremo elogio viniendo de un británico).
En realidad, hay dudas de cuánto se involucró Almásy, reconvertido en Ladislaus von Almásy, con los nazis. Llegó a decir que trabajaba para los alemanes solo para poder seguir viajando (“Rommel me paga la gasolina”). Bagnold seguramente nunca se lo creyó. De haberse encontrado durante la guerra en medio de la arena habría habido algo más que saludos y conversaciones geográficas.
Sin embargo, tras la guerra, habiendo pasado Almásy las de Caín (lo torturaron los comunistas y se salvó por los pelos: parece que lo ayudaron a huir de Hungría los servicios de inteligencia aliados, para los que habría trabajado como agente doble; también se le atribuye haber salvado judíos en Budapest), Bagnold y el viejo colega, al que los árabes llamaban Abu Raml, “el padre de la arena” (un nombre que merecía en puridad por sus conocimientos el británico), se reencontraron a inicios de 1951 en Egipto. Fue con motivo de la inauguración del Cairo Desert Institute, cuya dirección el rey Faruk encomendó al explorador húngaro (un cargo efímero, pues Almásy moría ese mismo año). No sabemos de qué hablaron, pero, atendiendo a lo que escribió en sus memorias Bagnold, el encuentro fue cordial: “Volví a verme con varios viejos amigos, Pat Clayton, algunos arqueólogos y Laszlo Almásy, un húngaro entusiasta del desierto que había conocido antes de la guerra, que luego sirvió con Rommel y que tenía muchas, muchísimas historias interesantes que contar…”.
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