Jordi Esteva publica sus dibujos del oasis de Siwa: a la luz de la luna se desvelan antiguos secretos
El escritor y viajero recupera en un libro los coloridos y elocuentes dibujos que realizó durante su estancia en 1984 en el legendario oasis egipcio
El viajero Jordi Esteva ha salido de un embrujamiento con una epifanía. Regresó de los recientes encuentros literarios de Formentor en Marraquech con la maleta perdida y aquejado de un malestar que atribuía a un magicien de la plaza de Jamaa el Fna que le vendió un amuleto grisgrís entre conjuros que no le sentaron muy bien. A punto ha estado el escritor, fotógrafo y cineasta de enterrar el fatídico talismán para librarse de sus efectos. Pero finalmente, el hechicero ha resultado ser benigno, el grisgrís positivo, los cielos se han abierto y Esteva no solo se ha recuperado (y le han devuelto su maleta) sino que en una explosión de renovadas vitalidad y creatividad se ha puesto a acabar su nueva película sobre sus memorias El impulso nómada, y ha alumbrado un nuevo libro.
Se trata de Dibujos de Siwa (Àfriques Edicions, 2024), una recopilación de las pequeñas ilustraciones inéditas que dibujó durante su estancia de dos meses en 1984 en el legendario oasis egipcio de Siwa, que fue sede del famoso oráculo de Amón, tan famoso en la antigüedad como el de Delfos, y que visitó Alejandro Magno para confirmar su ascendencia divina. El oasis, un palmeral a 800 kilómetros de El Cairo, en medio del desierto líbico, cerca del gran Mar de Arena, es sinónimo todavía, y pese a que hoy ya lo ha alcanzado el turismo, de exotismo, misterio y secreto. Conserva ruinas milenarias, tumbas faraónicas, recuerdos de los exploradores y viajeros orientalistas que lo visitaron (como Rohlfs, Cailliaud o Von Minutoli, tan caro a Esteva), una supuesta piscina de Cleopatra, y extrañas tradiciones y costumbres, aberrantes para el islam tradicional. Por no hablar de que se dice —cuenta Esteva— que en la vivienda de uno de los jeques del lugar se encontraba la bañera de Rommel, recuperada de los viejos campos de batalla del Afrika Korps en la Segunda Guerra Mundial.
El libro, con un prólogo del crítico de arte Enrique Juncosa que contextualiza y pone en valor la hasta ahora desconocida pintura de Esteva, contiene una serie de 37 dibujos en colores que reflejan maravillosamente la vida y la atmósfera del oasis y a sus habitantes. Son dibujos pequeños (9 x 14 centímetros), sencillos, de un aire casi naif, realizados en pequeñas libretas con lápices de colores Caran d’Ache (solo Jordi se llevaría a Siwa una caja de Caran d’Ache) y tinta china aplicada con pluma. Los dibujos, que Juncosa considera una especie de storyboard del viaje y relaciona con las viñetas de un Nazario o un Mariscal, se acompañan de títulos de lo más evocador (“De noche, a los pies de Yébel Dacrur se cuentan historias de duendes y demonios”, “Cuando Siwa duerme se puebla de espíritus y genios”, o “A la luz de la luna se desvelan antiguos secretos”), así como de un largo texto de Jordi Esteva en el que relata las circunstancias de su estancia en el oasis y la génesis de los dibujos.
El viajero, que ya habló de Siwa en su libro Los oasis de Egipto (1995, reeditado en 2019), en el que documentaba en fotos en blanco y negro los cinco oasis occidentales egipcios, y también lo ha hecho en el reciente El impulso nómada, vuelve a enamorarnos de ese mundo remoto con un hálito literario a la altura de sus mejores páginas, las de Los árabes del mar, Socotra, la isla de los genios o sus dos entregas memorialísticas (El impulso nómada y su continuación Viaje a un mundo olvidado).
El viaje a Siwa, recuerda Esteva, lo hizo en el contexto de su estancia de cinco años en Egipto atraído por la cultura que representaban Naguib Mahfouz o Um Kulzum, y del que acabó encarcelado y expulsado. Descubrió la importancia histórica de los oasis, etapas fundamentales en las rutas caravaneras que unían Sudán con el Mediterráneo. Siwa, el más remoto, con ecos legendarios de Samarkanda o Tombuctú (y base de las fuerzas especiales británicas en la Segunda Guerra Mundial), era un lugar prohibido por la cercanía de la frontera libia, pero Esteva gracias a sus amistades egipcias consiguió un permiso para visitarlo y hasta cartas de recomendación. Viajó inmerso en sus sueños del oráculo de Amón-Zeus, o de las dos serpientes que auxiliaron a Alejandro en su expedición al lugar para que no sucumbiese a las arenas como el ejército perdido del persa Cambises, que aún buscan los arqueólogos. Lo hizo, viajar, en un coche destartalado, durmiendo en el camino en controles militares, y descubriendo a la luz de los faros de su automóvil jerbos, bellos fenecos (zorros del desierto) y miríadas de pequeños resplandores en la carretera que eran el reflejo de los ojos de los escorpiones que andaban de cacería nocturna. Al llegar al oasis, iluminado por la luna, Esteva cree encontrarse en la encantada Zerzura, la ciudad perdida del desierto.
“Siwa me impactó”, rememora el escritor viajero, que evoca “la antigua ciudadela de adobe que se erguía como un termitero sobre una roca calcárea en el inmenso palmeral” y cómo “por la noche, bajo la Vía Láctea, se contaban historias alrededor del fuego”, mientras un músico tañía la simsimía, la cítara egipcia, y todos daban palmas y coreaban canciones. Esteva se integró en lo posible en la cotidianeidad de los siwies, celosos de sus secretos, ayudando en las labores del campo junto a los zagalah, aparteros (que tradicionalmente se casaban en matrimonios homosexuales con sus patrones), y viviendo como uno de ellos.
Tras recolectar aceitunas, se deleitaba con los renombrados y dulces dátiles de Siwa y tomaba el té tendido en una estera mientras contemplaba el cielo azul enmarcado entre palmeras. Otras veces, se bañaba con los campesinos en Ain al-Shams, el Manantial del Sol, de temperatura siempre deliciosa y no dejaba de escuchar las historias de los djinn, genios, en “noches de hachís y opio”. En una ocasión se vio involucrado en una fiesta de tintes eróticos, de donde le hicieron salir rápidamente. El viajero cuenta su visita a las ruinas mágicas y románticas del templo del oráculo, donde se acreditaba la presencia de una sacerdotisa negra del templo de Amón en Tebas desterrada al desierto, y donde observó —¡como Alejandro!— dos serpientes. “La estancia en Siwa fue un sueño”, resume.
De todo ello dan cuenta los dibujos. Esteva los hacía por la noche, reproduciendo las escenas que había fotografiado de día y como una forma de conservarlas en la memoria hasta que pudiera revelar las fotos, a su regreso. “Con los años me olvidé de aquellos dibujos”, dice, “y luego, cuando me fui a vivir al campo, encontré una caja con las libretas que creía perdidas”. El viajero, que nunca ha vuelto a Siwa, “excepto en sueños”, pensó que aquellas imágenes eran “una suerte de conjuro”. Y con esa sensación de mágica recuperación de un tiempo y un lugar ya perdidos los ha sacado a la luz en sus Dibujos de Siwa.
Babelia
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