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LA CRÓNICA
Columna
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El club Zerzura

Jacinto Antón

'¿Dónde te has metido durante todo este asunto del caza Messerschmitt de El Prat?', me pregunta con tono burlón un amigo. Bueno, como siempre que pasa algo interesante yo estaba mirando hacia otro lado. Concretamente hacia un Boing B-29, un bombardero, un superfortaleza volante aliado perdido en el norte de Groenlandia. Mi B-29, el Kee Bird (por el pájaro pintado como mascota en su fuselaje), es el protagonista de un libro sensacional, Hunting warbirds, the obsessive quest for the lost aircraft of World War II (Cazando pájaros de guerra, la obsesiva búsqueda de los aviones perdidos de la II Guerra Mundial). En esa obra (Ballantine, 2001) el periodista Carl Hoffman sigue las increíbles aventuras de un grupo de encantadores y pintorescos locos que se dedican a recuperar cazas y bombarderos de los años cuarenta, aviones míticos como los B-29, B-17, Liberators, Corsairs, Spitfires o Zeros y Messerschmitts para museos y ricos coleccionistas norteamericanos. El viaje del autor, que acompaña a los rescatadores en varias de sus peligrosas misiones -inmersiones en fiordos y jornadas a machetazos en selvas tropicales- es, además del relato de la búsqueda de unos aeroplanos legendarios, una investigación sobre los motivos de la fascinación que provocan esos aparatos. Los aviones de motor a pistón, opina Hoffman, nos trasladan a otra época, remiten a un mundo en que las cosas, las máquinas pero también las opciones morales, eran más sencillas; un tiempo ido de dorada juventud, osadía y grasa.

Una tenue -muy tenue- línea une el Messerschmitt de El Prat, un B-29, un oasis perdido y los viejos exploradores del desierto libio

La historia del B-29 Kee Bird enlaza con el mito del Fénix. Medio siglo después de su atterrizaje forzoso y su abandono en el lejano norte hiperbóreo, el equipo de rescate llega hasta el helado nido del viejo avión y trata de repararlo para llevárselo de la única manera posible: volando. La aventura acaba con el areoplano incendiado apenas se produce el despegue, a causa de un escape de combustible; pero durante esos breves segundos en los que el aparato renacido surca el aire, todo el mundo parece retroceder en el tiempo y los hombres y el universo entero contagiarse de la prístina emoción que emana del destellante fuselaje y del olvidado bracear de las grandes hélices.

El otro día fui a ver la tumba del Messerschmitt de El Prat, a ver si experimentaba algo semejante. Otro espíritu menos romántico acaso se hubiera sentido decepcionado ante el páramo en el que se alza el monolito dedicado al piloto, bajo un cielo surcado por los atronadores colores de Iberia. A mí me pareció un auténtico Heldenhain, el muy germánico espacio de culto a los héroes caídos. Vi gente a lo lejos, pero nadie se acercó. Luego pensé que debía de componer una imagen algo espectral, pues acudí al lugar con mi viejo gorro de piloto y pasé largo rato sentado sobre el monumento escudriñando el cielo con los prismáticos. Volví de la excursión cargado de impresionantes reliquias: un tubo de hierro oxidado con toda la pinta de ser el escape del motor del Messerschmitt, cristal sin duda de la carlinga y una herrumbrosa lata de sardinas que indudablemente formaba parte de las raciones K del teniente Eduardo Laucirica. No se qué precio alcanzará todo ello en el mercado de aviones o si he de donarlo al Museo Militar.

En fin, mi historia que arranca en Groenlandia y pasa por el El Prat nos lleva ahora al desierto de Libia. Cualquier avión que arde y cae tiene para mí ese efecto de producir ondas que acaban tomando el color y la textura de las dunas del gran Mar de Arena que sobrevoló el conde Lászlo Almásy. Mientras soñaba con el Messerschmitt y el B-29 cayó en mis manos el libro póstumo de Théodore Monod Zerzura, l'oasis légendaire du désert Libyque (Éditions Vents de Sable, 2000), en el que el anciano explorador fallecido repasa todas las expediciones que han buscado el misterioso oasis -y su ciudad blanca como una paloma-, documentado en el medieval Kitab al Kanuz, El Libro de las Perlas Escondidas. Zerzura, del árabe zarzur, papamoscas, o quizá del bereber izerzer, gacela, es un lugar mítico, como la Wabar del Rub al Khali árabe o el Djawas-Tokalet del Ténéré, lo que no ha dispensado de partir en su busca a decenas de espíritus enamorados del desierto. Allí, en el libro de Monod, están todos los viejos amigos que rastrearon Zerzura: desde el alemán Rohlfs y el príncipe Kemal el Din al propio Monod, pasando por Hassanein Bey, montado en su caballo Baraka, Bagnold y sus Fort T, y, claro, Almásy. He buscado luego sus rostros en otro libro alucinante: Portraits du Cairo (Actes Sud, 1999), que recoge la obra de tres fotógrafos maestros en el arte del retrato de estudio en la capital egipcia -de donde partían las expediciones al desierto- en los años cuarenta. No están, claro, pero yo los imagino, a ellos, príncipes, pilotos y exploradores, en las figuras anónimas del libro.

¿Existe Zerzura? ¿Dónde está? Para Almásy, el verdadero paciente inglés, que atalayaba el desierto desde su biplano Gipsy Moth Rupert, Zerzura era un regenoase, un oasis de lluvia, que aparecía y desaparecía en un wadi del Gilf Kebir. Para Monod, al final de su vida, la cosa no está clara. ¿Se encuentran el legendario oasis y su ciudad blanca bajo el manto del Gran Mar de Arena que engulló el ejército del persa Cambises II? 'Un día', escribe Monod, 'quizá el viento del desierto líbico, soplando en tempestad sobre los cordones de dunas y levantando en el aire nubes de arena fina, restituirá a los hombres el oasis perdido, revelando su emplazamiento y sus secretos'.

Un viajero moderno del desierto líbico, Peter Clayton, hijo de otro aventurero de las dunas compañero de Almásy, Patrick Clayton, lanzó en 1999 la idea de recuperar el Zerzura Club, fundado en 1931 con la idea de reunir anualmente a los exploradores que persiguieron el sueño del misterioso oasis. La cita fue en el Café Royal de Regent Street en Londres. Pero mi propio club Zerzura no tiene sede y está poblado de gente que nunca he visto, y de fantasmas. Están los rescatadores de aviones, el piloto del Messerschmitt de El Prat, los exploradores del desierto libio, los retratados personajes del viejo Cairo y quienquiera que en el más vulgar amanecer escudriñe sombras en el cielo y sienta cómo el reflejo del sol arranca destellos en el seno anaranjado de las dunas.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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