Cuando no estuvimos en realidad allí: Inteligencia Artificial y fotografía
El uso de la IA —versión implementada de los “retoques” de National Geographic para que las fotos se ajustaran a la portada— no es el único peligro que asedia a la relación que las instantáneas han tenido y tienen con la realidad y hasta con la objetividad
Hace casi dos años, una imagen aparecida en las redes sociales sorprendía al mundo: el Papa Francisco se había retratado envuelto en un plumas blanco, con regusto a sofisticado vintage oversize de Yamamoto o Norma Kamali, aquellos abrigos que hicieron furor en la década de 1980. Los comentarios no se hicieron esperar: a quién se le ocurre ponerse semejante abrigazo, porque era un sueño de abrigo, la verdad. ¿No teníamos bastante con los zapatos de Prada de algún otro pontífice, se rumoreó hace años? Las opiniones no cesaron hasta que se destapó el engaño: era un montaje, uno de los tantos que la historia de la fotografía ha conocido desde su aparición y no solo tras ponerse de moda la manoseada IA.
De hecho, los retoques en las imágenes, a veces inocentes y a veces no tanto, han poblado la historia de la foto mucho antes de la aparición del Photoshop, desde el cropping del propio autor cuando decide cómo recortar la imagen final durante el revelado del negativo, hasta las manipulaciones de las imágenes por parte de los editores o directores de arte de revistas, quitando de allí o aquí, para adaptar la foto elegida al formato de su portada por ejemplo. Uno de los casos más conocidos —y discutidos— fue la portada de febrero en 1982 para National Geographic, la publicación que durante décadas ha conformado los gustos occidentales sobre las otredades lejanas cuando solo muy pocos viajaban.
Con el único fin de adaptar una imagen horizontal a la verticalidad de la publicación, en aquella portada de 1982 las pirámides de Giza se juntaron más de la cuenta —y desde luego más que en la foto original—. Se acercó una pirámide a otra a partir de técnicas electrónicas, y algunos pidieron explicaciones —ya entonces también—. La respuesta del editor fue taxativa: no se trataba de una falsificación en la imagen de origen, sino del mero establecimiento de un nuevo punto de vista del fotógrafo. No está mal la excusa. Bien es cierto que este tipo de razonamientos y modificaciones le han causado algún que otro disgusto serio a la revista y a sus colaboradores, teniendo en cuenta que se daba por guardiana de la realidad sin intermediarios: llegar allí y dar cuenta de lo visto para los que no podían verlo con sus propios ojos. Dejando a un lado estos problemas que preocupan en nuestra era decolonial y muy comentados a propósito de National Geographic, lo curioso de la respuesta fue la sangre fría que daba por normal la manipulación electrónica de la imagen y hasta la eventual pérdida de credibilidad última para la imagen originaria, algo natural en el proceso fotográfico, que tras los “retoques” estaba más cerca de la foto del papa vestido con el plumas blanco que de un trabajo documental.
Esa irrupción de los cambios electrónicos, aún tímida durante la década de 1980, y sus efectos en la transformación y la veracidad de las imágenes, dio origen a uno de los capítulos en un libro publicado hace 35 años —en 1990— por la prestigiosa editorial de fotografía Aperture y escrito por Fred Ritchin, entonces director de fotografía de The New York Times Magazine. El libro In Our Own Image. The Coming Revolution in Photography aparecía el mismo año que otro volumen en la misma editorial, The Crisis of the Real. Writings on Photography, 1974-1989, una recopilación de artículos de Andy Grundberg aparecidos en The New York Times, donde no faltaban las muy tempranas reflexiones sobre el impacto de las simulaciones electrónicas en la producción fotográfica.
De cualquier manera, el uso de la IA —versión implementada de los “retoques” de National Geographic para que las fotos se ajustaran a la portada— no es el único peligro que asedia a la relación que la foto ha tenido y tiene con la realidad y hasta con la objetividad. Es cierto que basta con poner un pie de foto en lugar de otro y la lectura de la imagen cambiará por completo. Basta, en el instante de tirar la foto, con mover el encuadre un poco y la realidad presentada será distinta No obstante, incluso admitiendo que la relación de la foto con eso que llamamos “verdad” es y ha sido compleja; aceptando —tantos lo aseguran— que la popular foto del miliciano muriendo de Robert Capa fue un montaje o que los supuestos trucos visuales en las fotos de la Guerra Civil norteamericana de Timothy O’Sullivan en 1860 o en las del Polo durante la expedición de Shackleton hacen dudar sobre su objetividad, la pregunta recurrente que se plantea a los fotógrafos es el papel —y las consecuencias— de la IA para el medio en el momento actual.
¿Cómo saber que lo que tenemos ante nuestros ojos ocurrió así en realidad? ¿Quién puede asegurar —ahora más que nunca— la veracidad de las imágenes que constituyen nuestra esfera visual? Con motivo del reciente Premio Princesa de Asturias a Magnum, su directora, Cristina de Middel, comentaba el proyecto de la agencia para convertirse en una especie de guardiana de la veracidad de las fotos allí custodiadas, la garantía de un archivo a salvo al menos de las incursiones de la IA. Quizás habrá un día en que, en medio de la distopía atroz en la cual vivimos, nadie sabrá en realidad si el Papa llevaba un abrigo de Yamamoto en aquella foto de las redes o se trataba de un juego visual.
La IA no es, siendo la más obvia, la única amenaza que se cierne sobre la fotografía, en especial sobre la foto documental que aspira a atrapar el mundo mientras ocurre. Nuestra actual sociedad, que esconde su control férreo sobre cada una de nuestras vidas bajo el derecho a la propia imagen e intimidad, ha puesto en marcha numerosas restricciones que harían inviable el trabajo de fotógrafos clásicos como el propio Henri Cartier-Bresson —uno de los fundadores de Magnum— y cuyas fotos se pueden ver hasta el 26 de enero en el Barcelona Foto Center de la Fundación Mapfre. Con su cámara Leica compacta de 35 mm iba captando escenas de personas e instantes, fotos que perseguían lo que él acuñó como “instante decisivo”, el momento mágico engullido por el transcurso de no haber sido capturado por la cámara. ¿Qué hacer ahora, cuando cualquiera puede reclamar el derecho a su imagen, cuando los códigos sobre lo que se puede o no fotografía tambalean la espontaneidad de la gran tradición de fotógrafos callejeros, desde Alice Austen a Weegee?
El asombroso trabajo de este último puede verse hasta el 5 de enero en la sede de la Fundación Mapfre de Madrid y allí se muestran momentos tan icónicos como el de la playa de Coney Island atestada de gente el lunes 22 de julio de 1940, día en que se registró una temperatura de 32 grados. Aunque la vida y las costumbres cambian e, igual que 32 grados en julio, pese a la humedad de una playa neoyorquina, no parece hoy noticia, esas fotos que detuvieron el mundo sin que el mundo y sus gentes supieran que estaban siendo detenidos serán cada vez más raras, más pactadas, más artificiales. Más parecidas, en suma, a los estragos de la IA.
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