De inventar la fotografía de sucesos a burlarse de Hollywood: las dos caras del mítico Weegee, reunidas en una exposición
La Fundación Mapfre en Madrid muestra más de un centenar de imágenes del célebre retratista de asesinatos en el Nueva York de los años treinta y cuarenta
“El crimen es lo mío”, decía el fotógrafo Weegee de su trabajo. No le faltaba razón a quien se jactaba de tener a sus espaldas, con exageración, unos 5.000 asesinatos, capturados con su cámara por las calles de Nueva York y con los que nutrió en abundancia a los tabloides entre 1935 y 1945, a los que él mismo llevaba sus copias. Sin embargo, este emigrante ucraniano y judío tuvo otra cara, opuesta, poco conocida y más humorística, la que mostró desde finales de los años cuarenta en las que llamó “fotocaricaturas”, retratos deformados de estrellas de Hollywood y que “pueden verse por primera vez en Europa”, destaca Clément Chéroux, comisario de la exposición en la Fundación Mapfre, en Madrid, organizada por la Fundación Henri Cartier-Bresson y que podrá verse desde este jueves hasta el 5 de enero de 2025.
En la muestra, titulada Weegee. Autopsia del espectáculo, con más de un centenar de imágenes, convergen esas dos facetas del célebre fotorreportero: el que correteaba las malas calles para sacar a un cadáver con su reguero de sangre y el que mostraba a Elizabeth Taylor con rostro cómico, como si la hubiese colocado delante de un deformante espejo de feria. “Pasó de un estilo directo, de mostrar la realidad, en su primera etapa, a imágenes manipuladas que deformaban la realidad. No conozco muchos ejemplos así en la historia de la fotografía”, subraya Chéroux.
El comienzo de la exposición va al grano, con una sucesión de imágenes de muertos, en una época en que los gánsteres se ajustaban cuentas sin ningún remilgo o en la que un policía fuera de servicio se cargaba a un pistolero. Son tomas nocturnas, iluminadas a golpes del flash de las bombillas que llevaban las cámaras. Estampas de fuertes contraluces, puro cine negro. Aunque también se fijaba en detalles, como en un accidente de coche del que mostró una rueda que pisaba la punta de un zapato.
En la pared de enfrente hay una pequeña serie de los más de 1.500 retratos que se hizo Usher Fellig (su verdadero nombre), nacido en 1899. Es un ejercicio de narcisismo en el que vemos a un tipo regordete, con pelo negro y fuerte, mirada un tanto burlona y casi siempre con un puro en la boca. En uno de ellos se le ve de espaldas, con el maletero de su coche abierto, que funcionaba como oficina: con máquina de escribir y un pequeño laboratorio en el que revelaba. También guardaba zapatos, calcetines y algo de comer. En otros, Weegee se fotografió dentro de un furgón policial o entre barrotes. Una muestra de su humor gamberro.
Había empezado en el oficio como técnico de revelado en una agencia de prensa. Entonces no usaba aún su famoso seudónimo, que tomó de la pronunciación en inglés de la palabra güija (wiji) porque presumía de ser un “fotógrafo médium”, capaz de adivinar dónde iba a producirse un suceso y, en ocasiones, llegar antes que la polícia.
La realidad era que Weegee tenía en la radio de su coche sintonizada la frecuencia de la policía, vivía enfrente de una comisaría, se tomaba copas con los agentes, tenía contactos en el infierno (conocía a mafiosos como Lucky Luciano) y se pasaba las horas por las calles de la Gran Manzana. Una extraordinaria imagen es la del rescate de las aguas del río de un conductor de ambulancia ahogado. En un plano picado, con unos medios con los que había que pensarse mucho cada disparo, él logró encuadrar todos los elementos: el muerto, los policías, la proa del barco de rescate y el coche, del que emerge la parte superior.
Antes de todo eso, Usher Fellig fue un niño que a los 10 años llegó con su madre y hermanos a Estados Unidos, a la isla de Ellis, a comienzos del siglo XX en un barco atestado de inmigrantes. Es una imagen que recuerda al pequeño Vito Andolini (después Vito Corleone) en El Padrino. La sutil diferencia es que Corleone ordenaba asesinatos y Weegee los fotografiaba. El padre de familia había emigrado tiempo atrás y era vendedor ambulante de fruta.
El joven Usher, al que renombraron Arthur para hacerlo más estadounidense, se marchó pronto de casa, malvivió casi en la miseria, durmió en albergues para indigentes, en bancos de parques... una etapa que le hizo mostrar su lado más humano como fotógrafo en su serie sobre los más desvalidos de la sociedad, a los que retrató con dignidad, y que tambien puede verse en la exposición.
Otra de sus series, que hoy resulta cómica, es la de sospechosos que se tapaban la cara durante su detención, como la enfermera que oculta el rostro con sus manos, sospechosa de asesinar a un bebé, o la pareja de mafiosos que esconden los suyos con sus sombreros en el interior de un furgón policial. Weegee estaba al quite y sabía dónde colocarse.
No obstante, al fotorreportero también le ha perseguido siempre la polémica, si cambiaba elementos en las escenas de crímenes para lograr mayor teatralidad, como contaba la película inspirada en su vida El ojo público (1992), protagonizada por Joe Pesci. “Está claro que para él ese límite ético fluctuaba. Hubo casos en que sí preparaba algunos componentes”, señaló el comisario. El ejemplo más meridiano es la foto que Weegee consideraba su favorita, La crítica, en la que se ve a dos mujeres de la alta sociedad neoyorquina, con pieles y enjoyadas, a su llegada a un estreno de ópera, observadas a unos centímetros con rencor por otra mujer, con aspecto casi de indigente. Fue una foto preparada. Weegee la había sacado de los bajos fondos y colocado junto a la pareja de señoronas. Era su forma de protestar por las desigualdades sociales. “En ocasiones realizaba pequeños ajustes de la escena, pero no para mentir, sino para mostrar algo representativo”, concluyó Chéroux.
No en vano, el propio Weegee dijo con cinismo en una entrevista que la parte más fácil de su trabajo era cubrir un asesinato: “El fiambre estará tumbado sin poder levantarse o ponerse temperamental, de forma que me sobra tiempo”.
Sin embargo, quiso ir más allá de ser considerado un buitre en busca de carroña. Consciente de que vivía en una nueva sociedad, la del espectáculo, comenzó a incluir en sus instantáneas a los fotógrafos que retrataban los sucesos y a las personas que se acercaban a mirarlos. La más significativa fue la que tituló Entradas de anfiteatro para un asesinato, en referencia a los numerosos vecinos asomados a sus ventanas.
En 1945 publicó el libro que le consagró, Naked City (La ciudad desnuda); había terminado la II Guerra Mundial y Weegee se había “cansado de gánsteres muertos en la cuneta con las tripas fuera”. Sus fotos de sucesos habían escalado desde la prensa más sensacionalista al MoMA. Así que cambió de aires, se marchó a California y empezó a realizar sus fotocaricaturas de celebridades de Hollywood: Marilyn Monroe, Chaplin, Jackie Kennedy, Peter Sellers... todos distorsionados con lo que llamaba “lente elástica”. Era su forma de reírse de los dioses del cine. “Se vendían como churros”, decía. Volvió a Nueva York pero ya para dedicarse a dar conferencias, publicar libros y vender sus fotocaricaturas a la prensa. Falleció en Nueva York, en diciembre de 1968, con 69 años, cuando su obra llevaba ya un tiempo olvidada.
Al final de la exposición, a vueltas de nuevo con la sociedad de masas, se muestran instantáneas de su fascinación por las multitudes, en una playa en Coney Island, en Times Square o Chinatown... Era otro Weegee, muy distinto al que explicaba su pasión por fotografiar sucesos antes que nadie: “Me hechizaba el misterio del asesinato”.
Babelia
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