Y el templo se derrumbó sobre los filisteos
El hotel King David de Jerusalén seguirá funcionando hoy con delicadeza, mientras no muy lejos se está produciendo un genocidio y caen las bombas indiscriminadas sobre Líbano y Gaza
Antes de empezar con este oficio de escribir, durante mi adolescencia yo tenía a los escritores y a los artistas como seres de otra naturaleza, tocados por la divinidad. Pero con el tiempo supe que desde siempre hubo poetas, pintores y músicos que además de tener la capacidad de crear toda clase de belleza eran auténticos facinerosos en su vida privada, empezando por los seres que pueblan la Biblia, libro sagrado, que contiene los crímenes más terribles, las batallas más sangrientas rematadas con degüellos de mujeres y niños, todo lo más sórdido del espíritu humano entreverado con los versos inmarcesibles del Cantar de los cantares, que inspiraron el Cántico espiritual a San Juan de la Cruz. Los delitos más nefandos cometidos por reyes y jueces de Israel se alternan con los consejos del Eclesiastés, que constituyen una profunda enseñanza sobre la fugacidad de los placeres, sobre la recompensa del esfuerzo, sobre las injusticias y la caducidad de la vida. Alguien muy sabio ha escrito: “Si un día sientes que tu agnosticismo flaquea, lee la Biblia y desaparecerán todas tus dudas”.
Durante la guerra de Israel contra los amonitas, el rey David se había quedado en Jerusalén y una tarde de primavera se levantó de la cama y, mientras paseaba por la azotea de palacio, vio que una hermosa mujer se estaba bañando en un jardín. “Es Betsabé, la hija de Elián y esposa de Urías el hitita”, le dijo Joab, jefe de la guardia real. El rey David ordenó que la llevaran a su presencia, se acostó con ella y la dejó embarazada. En cuanto el rey se enteró de este percance, invitó a Urías, su marido, a un banquete hasta lograr emborracharlo y a continuación mandó que lo enviaran al frente más peligroso de la guerra, donde la batalla era más ardua, para que lo mataran. No obstante, el rey David, adúltero e inductor de asesinato que hoy estaría 30 años en nuestras cárceles, fue poeta, músico y líder religioso del pueblo judío. Escribió himnos, salmos, poemas y oraciones que han sido utilizados para rezar al Dios de los ejércitos.
En mis viajes a Jerusalén una vez me hospedé en el hotel King David, en cuyos salones sobre mullidas alfombras solían darse abrazos muy financieros los empresarios judíos y los peregrinos de alto nivel procedentes de Norteamérica. Para estar a la altura de ese hotel de lujo había que ser discreto, sentarse correctamente en las butacas del vestíbulo y llamar al camarero con un gesto casi invisible sin chascar los dedos. En el bar y en los tresillos había siempre un rumor de dólares seguido del tintineo de carcajadas que se produce al cerrar un negocio redondo, sobre todo si se trata de armas, de bombas y cohetes. Vete a saber la cantidad de misiles que habrán sobrevolado aquel espacio antes de destruir un barrio entero con todos su habitantes. No obstante, allí se seguía la ortodoxia estricta. En la fiesta del sábado los ascensores permanecían siempre abiertos, subían y bajaban, paraban en cada planta mediante una célula fotoeléctrica sin necesidad de pulsar ningún botón, un acto prohibido por la ley. La observancia religiosa llegaba a ese extremo de rigor. Seguramente ese ascensor seguirá funcionando hoy con esa delicadeza para que no muevas un dedo mientras no muy lejos se está produciendo un genocidio y caen las bombas indiscriminadas sobre Líbano y Gaza.
El edificio de este hotel había sido cuartel militar durante el mandato británico y fue volado por los aires por el grupo de judíos que trataba de instaurar el estado de Israel. El atentado ocurrió el 22 de julio de 1946, causó 92 muertos y fue perpetrado por el grupo terrorista Ingún Tzví Leumí, en el que participaban los que luego serían primeros ministros israelitas Isaac Shamir y Menájem Beguín. Sobre Menájem Beguín recayó el Premio Nobel de la Paz compartido con Sadat y también lo recibió Kissinger, secretario de Estado norteamericano, partícipe desde la trastienda de grandes crímenes de la historia.
En otro viaje a Jerusalén descubrí el hotel American Colony, situado en la parte árabe de la ciudad, cerca de la puerta de Damasco. El periodista boliviano Carlos Gumucio, corresponsal de EL PAÍS, vino a rescatarme del King David y me llevó al American Colony. “No puedes perderte esta experiencia. En este hotel se ha cocido todo lo más interesante de la política y la guerra de esta región”, me dijo. Con más de 120 años de historia, en aquel momento presumía de reunir como en un oasís a judíos y árabes. Era el preferido de los periodistas internacionales y diplomáticos. Allí dejaron su rastro John Le Carré, Graham Greene, Marc Chagall, la emperatriz de Etiopía. Allí Lawrence de Arabia levantó alguno de los siete pilares de la sabiduría. También los hermosos versos del Corán estaban ensangrentados por los terroristas árabes que tomaban refrescos de frutas en el jardín. La guerra de Sansón contra los filisteos es una lucha perenne de tres mil años y aún hoy puede hacer que el templo se derrumbe sobre nuestras cabezas. El genocidio de Israel se ha impuesto sobre toda suerte de belleza que nos hace a todos culpables.
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