El pie, la bota y el calcetín del héroe
El hallazgo de restos de Sandy Irvine en el Everest deja un regusto de insatisfacción e invita a repasar la historia y episodios similares
No seré yo quien niegue la relevancia de los pies en nuestra consideración de los héroes. Ahí están sin ir más lejos los de Aquiles. Pero he de reconocer que la por otro lado excitante noticia del hallazgo en el Everest de un pie de Sandy Irvine (1902-1924) con sus correspondientes calcetín y bota, me ha dejado, como a muchos, con el paso cambiado, e insatisfecho. El descubrimiento es extraordinario y sensacional (y algo macabro), pero no hay duda de que incompleto. Aparte de que lanza nuevas y acuciantes preguntas —¿dónde está el resto de Irvine?, ¿cómo se separó del pie?—, no sirve, y ya lo han subrayado todos los expertos, empezando por Óscar Gogorza en este mismo diario, para aclarar por fin si Irvine y George Mallory llegaron a la cumbre de la montaña aquel 8 de junio de 1924, 29 años antes que Edmund Hillary y Tenzing Norgay, sus conquistadores oficiales. Un pie y una bota no te dicen si Mallory e Irvine habían hecho cima antes de matarse, y la famosa cámara que se supone que portaba Sandy y con la que habrían registrado el triunfo no estaba en el calcetín, claro.
La vida hace esas cosas, que nos proporciona sorpresas maravillosas —el pie, la bota, el calcetín, ya tan famoso como el de Tàpies— pero que a menudo no son suficiente para que sepamos todo lo que nos gustaría saber. Ya pasó con el hallazgo, mucho más completo, por así decirlo, de Mallory hace 25 años (apareció el cuerpo entero), que también nos dejó el regusto amargo de los enigmas sin resolver, con la única pista de que el alpinista senior de la pareja no llevaba en los bolsillos la foto de su mujer que había dicho que dejaría en la cumbre. Mallory portaba muchas cosas encima (incluidos un imperdible y unas tijeras de manicura, que ya me dirás, si hasta te las quitan en el avión), pero nada que indicara si lograron la cima. Éramos conscientes desde que encontraron a Mallory, en un golpe de suerte, pues mira que el Everest es grande, de que quizá tendríamos un día la fortuna de dar con Irvine. Y el chico —relativo: 22 años al tratar de ascender la cumbre, hoy tendría 122— ha ido a aparecer, bueno, su extremidad. El descubrimiento, aparte de que confirma absolutamente la muerte del escalador (siempre podías imaginar que había encontrado Shangri-La o Agartha), tiene una enorme carga sentimental, aunque se trate solo de un pie, y en consonancia han reaccionado los parientes de Irvine, que se han mostrado “confortados”.
Algo para lo que sí ha servido el hallazgo del pie es para situar a Irvine —el sitio exacto no ha sido revelado para evitar que alguien extremadamente fetichista suba a buscar más restos—: en el glaciar de Rongbuk, 2.100 metros por debajo del lugar donde se encontró a Mallory, que yacía congelado como una estatua de alabastro en una pendiente a 8.156 metros. O sea que Irvine habría caído más que su pareja, y eso que seguramente iban encordados. Curiosamente, cuando hallaron a Mallory, boca abajo en la ladera debajo de la cresta norte, con la cabeza señalando hacia la cumbre, una pierna rota y un boquete en la frente, la expedición creyó que habían dado con Irvine. Les costaba creer que Mallory, el fino escalador, hubiera podido caerse.
El hallazgo da carpetazo (o debería hacerlo) a la teoría conspiratoria de que el cuerpo de Irvine había sido hallado por una expedición china y lo conservaban las autoridades escondido por no restar méritos a los escaladores chinos que conquistaron el Everest en 1960 por la arista norte (por donde habrían llegado los británicos) o porque se les habría velado el carrete de la cámara y les daría vergüenza confesarlo. En fin, los conspiranoicos pueden seguir pensando que los chinos tienen el cuerpo menos un pie. Aunque de hecho las autoridades chinas (la China Tibet Mountaineering Association, responsable de los permisos para escalar la arista norte del Everest) son quienes se han hecho cargo del pie, la bota y el calcetín.
Los restos se han identificado por el nombre del alpinista cosido en el calcetín (”A.C. Irvine”, por Andrew Comyn Irvine, su nombre completo), una medida que probablemente su propietario tomó pensando no en que le reconocerían así tantos años después sino en no perder el calcetín, como nos pasa tan a menudo en la lavadora. Los restos han devenido ya historia del montañismo, ascendidos al altar de la leyenda de los dos escaladores desaparecidos entre una nube cuando iban camino de la cumbre. De momento, entre los dos solo tienen un par de botas, pues el cuerpo de Mallory únicamente conservaba una puesta, la derecha, mientras que de la izquierda quedaba solo la lengüeta, atrapada entre los dedos del correspondiente pie desnudo y el talón de la bota derecha. La bota de Irvine parece corresponder al pie izquierdo.
Yo ya no soy un recién llegado a la mítica de Mallory e Irvine como lo era cuando hallaron a Mallory. Entonces, el especialista en montañismo del diario, Rafa Carbonell, me afeó el descubrir tarde al legendario escalador. Pero sigo sintiéndome un intruso y un puro aficionado en la band of brothers del alpinismo, entre otras cosas porque no escalo y sufro de vértigo hasta en los telesillas, lo que ha truncado mi ya de por sí poco prometedora carrera en el esquí. No obstante, empedernido montañero de sillón, he leído cuanto se ha escrito sobre Mallory e Irvine (lo último Climbing Everest, the complete writings of George Mallory, Gibson Square, 2023, uno de sus últimos escritos contiene la frase “sic itur ad astra”, “así se va hacia las estrellas”), y hasta la biografía señera de Geoffrey Winthrop Young (de Allan Harkinson, Hodder & Stoughton, 1996), el mítico gurú escalador que hizo de mentor de Mallory como este de Irvine y que, curiosamente, para lo que estamos, había perdido precisamente una pierna en la Primera Guerra Mundial (no sabría decir, la biografía no lo hace, si dicha extremidad fue recuperada en ese caso).
Leí en su momento dos de los libros acerca de Irvine, la bibliografía específica sobre el cual es bastante menos amplia que la que existe sobre Mallory, un personaje mucho más interesante, entre otras cosas porque tuvo tiempo de hacer más cosas antes de quedar congelado en el Everest (Mallory ya escalaba en los Alpes cuando Irvine contaba solo 2 años, por no hablar de que era amigo de gente como Rupert Brooke, James Strachey o los Keynes, y Duncan Grant lo fotografió desnudo). He repasado The Irvine diaries, de Herbert Reginald Culling Carr (1896-1986), que como su título indica son los diarios que el chico mantuvo en sus dos únicas expediciones, primero al Spitsbergen y luego al Everest, trenzados con una somera biografía pergeñada por Carr, devoto montañero británico con altos cargos en el alpinismo de su país, y he encontrado de nuevo en sus páginas al bueno de Sandy, un joven con pocas aristas (en todos los sentidos), bastante agradable y un punto naif, guapo pero algo fondón, que profesaba el más gran amor a su motocicleta Clyno con sidecar, descontando a Marjory Summers, la alborotada madrastra de uno de sus mejores amigos y luego su cuñado, Dick Summers. Sus mayores preocupaciones durante el ataque al Everest (la última entrada del diario es el 5 de junio) eran el mantenimiento de las botellas de oxígeno, el estado de su cara (terriblemente despellejada por el frío, el sol y el viento) y no decepcionar al equipo y especialmente a Mallory, del que pese a lo del pie, él era su Patroclo, al parecer sin connotaciones eróticas como sí las había en la relación de Mallory con Young por parte de este, reconocido homosexual.
He releído asimismo en busca de algún detalle que pueda ser significativo ahora Fearless on Everest, the quest for Sandy Irvine (The Mountaineers Books, 2000), la bonita biografía, con un aire a ratos de Retorno a Brideshead, escrita por Julie Summers, la sobrina nieta de Irvine (nieta de su hermana Evelyn Victoria y su mencionado amigo Dick), la pariente que ahora ha estado más activa al comentar el hallazgo del pie: “¡Dios mío, han encontrado parte de mi tío abuelo!”, ha dicho; frase solo superada por cómo describió luego su reacción al conocer la noticia: “Me quedé helada”. Y he encontrado que en cuanto a las botas llevaban unas de fieltro con suela de piel compradas en Messr Fagg Bros., en Jermyn Street (Londres), y otro par de de cuero de escalada alpina, claveteadas y con el añadido de tiras metálicas para más agarre, muy parecidas a mis Timberland viejas. Llevaban las botas varios números más grandes para que les cupieran varios calcetines. En el caso del pie de Irvine parece que haya uno de lana y otro de punto. Summers considera que el equipamiento en general de los expedicionarios era lo mejor de lo mejor para su tiempo, y que con seda, lana, gabardina y tweed no iban tan mal equipados como nos parece (aunque uno preferiría el goretex) y que algunas prendas incluso podían dar mejor resultado en el Everest que las actuales. No sé, yo no lo voy a probar.
No puedo dejar de hablar en este contexto del hallazgo parcial del cuerpo de Irvine de las dos ocasiones en las que he vivido algo parecido. Una fue la vez en que en la sede de National Geographic en Washington, en 2013, me dejaron tomar en las manos una bota de otro alpinista de leyenda, Barry Bishop, el noveno en pisar la cumbre del Everest, en 1963, y que perdió todos los dedos de los pies en la escalada, congelados. No estaban dentro de la bota (lo miré), y tampoco el calcetín. Los que sí estaban eran los dedos (bueno y todos los huesecillos) del pie del teniente Eduardo Laucirica cuando el 19 de noviembre de 2002 encontré su calcetín durante la excavación de la ciénaga de El Prat donde se había estrellado el piloto con su caza Messerschmitt Bf 109 en una exhibición aérea 62 años antes. Mientras arqueólogos y técnicos desenterraban restos del caza y del aviador, para dejar paso a la nueva pista del aeropuerto, yo localicé y extraje un trozo de tela que resultó ser el calcetín del malogrado oficial y dentro del cual se habían conservado, como suele pasar, los huesos del pie. Lo deposité todo en manos de su emocionado sobrino, Óscar Laucirica. El espacio que va de El Prat al Everest, como el de un piloto a un escalador, es grande (aunque hay que recordar que el hermano de Mallory, Trafford, alto mando de la RAF, se mató en accidente aéreo al chocar su Avro York en los Alpes en 1944), pero el sentimiento de encontrar el pie y el calcetín de un aventurero del aire o de la montaña debe ser parecido: alucinante. Esperemos dar con más trozos de Irvine hasta tenerlos completos, a él y a su misterio.
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Babelia
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