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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El hombre que cayó del Everest JACINTO ANTÓN

Jacinto Antón

Estos días, con tanto tránsito en el Everest, pienso mucho en George Mallory, el primero que lo desafió. Perdió: nadie había caído jamás desde tan alto.Otros han admirado la elegancia de su técnica de escalada (Robert Graves) o sus orejas ("extrañas, divinas, tan grandes y lascivas", escribió un apasionado Lytton Strachey en 1910). Yo me obsesioné con su caída. Durante unos instantes aquel fatídico 8 de junio de 1924, Mallory, Ícaro con piolet, debió de creer que caería toda la eternidad en un pozo blanco. Pero fue a dar, con un gran golpe sordo, contra una alta cornisa (a 8.235 metros). Allí quedó tendido, y la gran montaña, indomeñable, repitió el grito de agónico dolor del alpinista roto sofocándolo progresivamente en una almohada de nieve. Momificado, engastado en el pecho del Everest como una joya de hueso, cerúlea excrecencia del Chomolungma, Mallory se me aparecía como un espectro dos veces maldito: una por no haber alcanzado la cima (mientras no se demuestre lo contrario) y otra por no haber caído del todo. Inmovilizado en la caída, Mallory era para mí el símbolo del vértigo perpetuo, terrible castigo del Olimpo himalayo para el orgulloso titán que trató de escalarlo.

Lo imaginaba, a Mallory, encadenado a la roca, recitando con lágrimas frías el Prometeo liberado de Shelley: "Los glaciares que avanzan me atraviesan con espadas de cristal congelado por la luna... Desde el último vértigo del sufrimiento, desde el borde abrupto de la angustia... Pain is my element -el dolor es mi elemento"-.

Me sentía confusamente aludido en el destino de Mallory, quizá porque yo también he caído mucho, aunque sea interiormente. Y porque desde siempre sufro un vértigo espantoso. Sólo oír decir Maladeta y me pongo enfermo, así que es fácil suponer lo que me provoca, por ejemplo, la palabra Kangchenjunga (8.598 metros).

El descubrimiento del cuerpo de Mallory hace ahora un año por una expedición que piadosamente le vació los bolsillos, le leyó un salmo y vendió por una pasta larga la exclusiva del hallazgo, fue lo que despertó en mí la pasión por el personaje y las montañas. Mientras se sepultaba al congelado Galahad del Everest bajo ingentes cantidades de libros, teorías y expediciones, yo me obsesionaba más y más con él. Sentía el deber de propiciar el viejo fantasma que ahora aullaba en mi interior como si mi corazón fuera un risco sangrante. Andaba a tientas, leyendo todo lo publicado sobre Mallory, adentrándome en el abismal mundo del montañismo y alucinando con lo que es capaz de hacer la gente con un par de crampones.

Decidí dirigirme a Rafa Carbonell, gran experto en el tema y un hombre que ha visto cosas que no creeríais: los últimos rayos del sol sobre el Everest desde el Campo Base, cordadas que trepan sobre letales aristas en un apoteosis de arrojo y fisureros de cuña Stopper. Le hablaría de mi inquietud. Quizá podíamos homenajear juntos a Mallory, tomar unas copas a su fría salud, no sé. "Tío, vaya figura Mallory", tanteé. Se enfadó: "¡¿Mallory?! ¡Ahora descubrís a Mallory! Habéis ido a profanarle. Le estáis convirtiendo en un personaje de moda. ¡A Mallory, la esencia de lo más hermoso y limpio del alpinismo!".

Para los verdaderos especialistas yo sería un advenedizo del culto a Mallory, pero me poseía el furibundo entusiasmo de los recién convertidos. Sumido en mi nueva mitomanía, llegué incluso a pensar en componer un largo poema épico sobre Mallory en el que le compararía con el conde Almásy. Descarté la idea al imaginar la reacción de Rafa. Entonces se abrió paso en mi mente otra posibilidad: decidí lanzarme a la montaña y rendir tributo a la memoria de Mallory con un acto íntimo: escalando mi miedo.

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Y así, una hermosa mañana partí hacia la aventura. Émulo del héroe, me puse una vieja chaqueta de tweed, me eché a la espalda la mochila y, al carecer de cuerdas de escalada, até alrededor de mi cintura una comba de las niñas. Tampoco disponía de ningún Irvine que se encordara conmigo: no es fácil tener amigos que compartan tus grandes sueños. Mi objetivo era el Matagalls (1.694 metros), porque estaba ahí, qué demonios. Se dirá que se trata de una montaña de dificultad relativa ya que se celebran aplecs en su cima y hasta la misma acceden octogenarios cojos silbando. Pero cada uno tiene su Everest. Mallory dejó al partir una nota: "Esto se parecerá más a la guerra que al alpinismo". Menos inspirado escribí: "Salgo. No llegaré al tenis. Falta leche". Pasé Coll de Joan sin más problema que darme cuenta de que había olvidado llenar la cantimplora. Caminé envuelto en un halo de romanticismo hasta que me di cuenta de que era niebla. Sentí un escalofrío y recordé cómo los cuervos del Himalaya habían abierto un agujero en la nalga del cadáver de Mallory y entrando por ahí le habían devorado las entrañas. Entonces el espectral velo blanco se entreabrió a mi derecha para mostrar unos riscos, una empinada pared de arenisca de unos veinte metros. Me pareció escuchar una voz que recitaba el Prometeo liberado. Quizá fuera un pastor. Inundado de una extraña emoción acometí el muro de roca. Me sentía poseído: mis dedos se aferraban a minúsculos salientes, mis pies aprovechaban cualquier grieta. Escalé. Trepé. Descubrí el placer de fundirme con la piedra, de recorrer su piel sin urgencias, acariciándola. Ascendí. De repente me encontré en el borde superior del gran escalón. Abrí la mochila y saqué los poemas de Robert Bridges, el poeta favorito de Mallory y del que éste siempre leía versos en la montaña. Leí: "In all the world was none/ Ever so lone as I" -"En todo el mundo nadie estuvo/ Nunca tan solo como yo"-. Lancé al vacío mi vieja brújula de latón, los mitones y el libro. Quise creer que ese acto tenía algún efecto en una remota cornisa. Un viento helado arrastró en ese momento el sudario de la montaña y el paisaje se abrió majestuoso ante mi vista. Y, entonces, por primera vez en la vida, no tuve miedo a caer.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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