Segundo de cordada
Amarrado al héroe, Irvine cayó. Siempre es duro morir, pero hacerlo en pareja con alguien más importante, a la sombra de otro, de un personaje carismático y en verdad sublime, ha de resultar un trago aún más amargo. Una muerte de segundón. Sólo por eso ya es fácil identificarse.
El alpinista Andrew Sandy Irvine (1902-1924) es, como el Robin de Batman, el Pedrín de Roberto Alcázar o, si se quiere, el Patroclo de Aquiles, un personaje absolutamente secundario, el compañero del verdadero héroe, un apéndice de su aventura. El héroe con el que ascendía, con el que se despeñó y murió Irvine -que acababa de cumplir 23 años-, era, por supuesto, el gran George Leigh Mallory, el legendario Gallahad de las cumbres, el mejor alpinista de su tiempo, un hombre de personalidad formidable, arrebatadora, y una figura reverenciada por todos los amantes de la montaña hasta el punto de devenir un icono de pureza en la relación con ella.
"Mi cara está dolorosamente cortada, y mis labios, hechos pedazos", escribe Irvine en su diario, que concluye tres días antes de su muerte en la montaña
Juntos, Mallory e Irvine, que iban encordados, desaparecieron camino de la cumbre durante su célebre, arrojado, temerario ataque al Everest del 8 de junio de 1924, hace 80 años. Nadie puede decir a ciencia cierta si se mataron al subir o si el accidente fue al bajar tras quizá haber conquistado el techo del mundo (parece poco probable dada la dificultad de la escalada y los medios técnicos de que disponían). Se ha especulado con que Irvine, inexperto alpinista que nunca había subido a más de 1.830 metros y que debutaba en los Himalayas con el mismísimo Everest, de 8.848 metros -¡vaya un debut!-, resbalara y arrastrara consigo a Mallory, unido por la cuerda.
Al pobre Irvine, un chico guapo, de ojos azules y grandes labios, pero de facciones algo blandas, sin pretensiones intelectuales y con buenas aptitudes, eso sí, para la mecánica (estudiaba ingeniería en Oxford), se le recuerda poquito, mientras que a Mallory se le venera. Si Irvine hubiera muerto solo no hubiera sido nadie.
Pobre joven. "No vivió mucho, pero vivió bien", sentencia Herbert Carr, que fue vicepresidente del Alpine Club británico y que se encargó de publicar los diarios de Irvine en 1979 (The Irvine diaries, Swindon Press). En ellos, uno se encuentra con una persona valiente y deportista, pero sin demasiado interés, especialmente si lo comparamos con Mallory, que se relacionaba con intelectuales (el grupo de Bloomsbury), leía a Balzac durante las escaladas y sostuvo con el Everest una relación tan apasionada que en su bellísmo Mountains of the mind (Granta, 2003), Robert Macfarlane considera que lo del alpinista fue de hecho un auténtico triángulo amoroso en el que se decidió finalmente por la montaña en prejuicio de su querida esposa Ruth.
Sensato, eficaz, reservado, tímido, 12 años más joven que el promedio de la expedición y 16 que su pareja, Irvine provocaba comentarios más bien desapasionados y condescendientes, si no maliciosos, a su futuro compañero de caída: "Sensible y no muy excitable", le definió; "alguien con el que puedes contar para todo excepto quizá para la conversación". La razón de que se le seleccionara para la expedición al Everest radica en su robusta juventud y en su ingenio mecánico. Era un garçon à tout faire, un manitas con alma de inventor capaz de arreglar cualquier cosa (todo el mundo le daba sus objetos para que los compusiera: cámaras de fotos, cuerdas, lo que fuera). Y se contaba especialmente con él para que se hiciera cargo de los delicados y experimentales sistemas de oxígeno. Mallory lo hizo su pareja de escalada seguramente por esa razón -decidió que atacaría la cima con oxígeno-, y no, hélas, por la mucho más romántica que se ha sugerido de que sintiera alguna atracción erótica por él o quisiera poner una nota de belleza y juventud añadidas en su conquista de la montaña. "Irvine vendrá conmigo", escribió en una carta a Ruth. "Será un extraordinariamente sólido compañero, muy capaz con el gas (oxígeno) y con el aparato de cocinar". Y continuaba: "La única duda es hasta qué punto su falta de experiencia como montañero será un handicap. Espero que el terreno sea lo bastante fácil" (!!).
Bueno en remo
Andrew Comyn Irvine, nacido en Birkenhead (Gales) de buena familia, contaba entre sus ancestros un tal Red Comyn que tuvo el honor de ser asesinado por Robert the Bruce. El apodo de Sandy le venía por el color arenoso de su suave cutis. Su primer y más profundo amor, por lo visto, fue una motocicleta Clyno con sidecar. A lomos de ella tuvo un encuentro decisivo con el que le haría su protegido y le conseguiría una plaza en la expedición al Everest, Noel Odell. La frase que le dirigió no es que merezca pasar a la historia: "¿Es todo recto para Llanfairfechan?". Irvine ingresó en el selecto Merton College de Oxford y se convirtió en un puntal del equipo de remo. Previa su partida con la expedición al Everest, aprendió a esquiar. De hecho, parece que el remo y el esquí le gustaban más que la escalada (no hay duda de que hubiera prosperado más en esos ámbitos). En 1923, Irvine vivió, con Odell, su única gran aventura antes del Himalaya, una expedición con trineos a Spitsbergen (en el Ártico noruego).
Irvine empezó su diario del Everest el 22 de marzo de 1924 en Darjeeling. Las entradas no son lo que se dice apasionantes. El 21 de abril escala con Mallory una pequeña colina y aparece ante sus ojos la gran montaña -donde se quedará para siempre-. "Distancia, unas 30 millas", anota. Ya en el Everest, el dramatismo de los preparativos y tentativas aparece sólo entre líneas. "Mucho frío". "Muy exhausto". "Estamos todos muy sucios". "Mi cara está dolorosamente cortada y mis labios hechos pedazos". "Diarrea tres días". Ni siquiera el brutal intento fallido de Norton y Somervell y el anuncio de que él atacará en un último asalto con Mallory la cima le llevan a escribir con pasión. Pero tampoco muestra miedo.
"Mi cara es pura agonía. He preparado dos aparatos de oxígeno para nuestra salida mañana por la mañana". Es la última entrada en el diario, el 5 de junio. Al día siguiente, Mallory y él saldrán hacia el campamento V, a 7.710 metros. El día 7 estarán en el VI, 8.230 metros, y el 8 partirán hacia la cumbre, y morirán.
Perdido en el Everest
EN 1999 SE HALLÓ en el Everest el cadáver congelado de Mallory, su marmórea apariencia tan perturbadoramente similar a la de los retratos del alpinista desnudo que realizó Duncan Grant en 1911. El paradero de Irvine, en cambio, se desconoce. Se le busca, pero menos por él que por la cámara de fotos que se supone llevaba y que guardaría, quizá, la prueba de la conquista de la cima. Es probable que en la caída que sufrieron, Irvine siguiera bajando. Existe, no obstante, algún vago testimonio de que podría permanecer congelado por allá arriba. Hay quien cree que, al contrario que Mallory, sobrevivió en primera instancia al percance y murió tratando de regresar solo al campamento VI mientras se cerraba en torno a él la espantosa noche de las cumbres, el chévalier ténèbres, como la llama Peyré en Mallory et son Dieu (Arthaud). Y uno se lo imagina, helado fantasma, aullando con voz de ventisca y granizo, reivindicándose desde la eternidad: "¡Soy yo, Irvine!".
Para algunos, al menos, Sandy Irvine no fue jamás un segundón. Su hermana Evelyn -como recuerda su nieta Julie Summers en su reciente biografía de Irvine Fearless on Everest (The Mountaineers Books, 2000)- conservó siempre una bolsita hecha con un trozo de su bolsa de equipaje en el que los porteadores, que le tenían simpatía, introdujeron unas piedrecitas del Everest en su memoria. Y su madre, Lilian, mantuvo toda la vida encendida una luz para que el hijo perdido hallara el camino de vuelta a casa.
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