Hallado el piloto del Messerschmitt
Las excavadoras extraen por fin huesos del piloto estrellado Eduardo Laucirica y grandes restos de su avión Messerschmitt
Ayer fue San Crispín, un día propicio a los héroes, los guerreros y las leyendas. El día en que se libró la batalla de Agincourt y en el que, según Shakespeare, Enrique V pronunció su célebre arenga a los pocos que le acompañaban para entrar en combate. Un buen día, pues, para encontrar a un piloto de guerra caído.
Con implacable lógica histórica, ayer aparecieron por fin, 62 años después de su mortal picado en una ciénaga de El Prat, restos -pocos, es cierto- del cuerpo de Eduardo Laucirica, teniente provisional condecorado sepultado en el barro con su avión, un rutilante caza Messerschmitt BF-109 alemán. La infructuosa búsqueda del lunes, el día en que se inició la excavación del área del monolito bajo el que todo hacía suponer que se encontraban los restos del aviador y su aparato, se disolvió ayer en un emocionantísimo rosario de hallazgos: grandes trozos del motor, ristras de balas, el paracaídas, una impresionante ametralladora, fragmentos reconocibles del tren de aterrizaje. Y sobre todo, restos del piloto: unas costillas, un trozo de fémur, un cúbito, huesecillos del pie. Y trozos de uniforme, y un calcetín. Y las botas.
En la mañana de ayer, al reanudarse la búsqueda, reinaba un cierto pesimismo. El día anterior sólo se habían encontrado pequeños trozos metálicos y el único resto orgánico extraído fue el cuerpecillo inane de una rana -muerta probablemente del susto ante los dientes de acero de las excavadoras- que aguantó por la pata, perplejo, un operario mientras, a falta de algo mejor, un fotógrafo lo retrataba.
Pero de repente hacia las once de la mañana de ayer, todo cambió: la pala, hurgando en un agujero impresionante como si tratara de arrancarle recuerdos a la tierra desmemoriada, topó con un gran trozo del bloque del motor a unos tres metros de profundidad. Y ya no pararon las sorpresas. La munición, alemana, del año 1937, con alguna bala trazadora, surgió de entre el barro mostrando aún un dentado y amenazador brillo cobrizo. Grandes masas de informe revoltijo metálico fueron surgiendo del boquete junto con un hedor apestoso, miasmático, infernal, entre el que volaban, en minúscula metáfora del Messerschmitt, feroces mosquitos.
Pocas imágenes de memento mori pueden ser tan elocuentes como la desfigurada anatomía del otrora bellísimo y letal caza Messerschmitt -que acababa de salir de revisión aquel fatídico día-. Por no hablar de las patéticas astillas del guapo piloto.
En las cercanas pistas del aeropuerto de El Prat, los aviones despegaban y aterrizaban en lo que parecía estremecido ensimismamiento, mientras bandadas de pequeñas garcillas blancas y un par de negros cormoranes sobrevolaban curiosos el escenario de la vieja tragedia.
Los presentes trataban de descifrar los confusos restos como augures etruscos o forenses del FBI. Arqueología y aviones, ¡qué gran combinación! Un técnico sostenía un plano de un Messerschmitt, modelo para armar del cruel puzzle atomizado que vomitaba el cráter. Nada de alas intactas dando un saludo al cielo, nada de timón de cola con la Cruz de San Andrés pintada alzándose orgulloso como un reto al sol. Puro metal atormentado y sucio.
Un operario -la empresa que lleva a cabo la excavación se denomina Derribos y Construcciones Benjumea, curiosa coincidencia con el nombre del as de caza nacional Julio Salvador Díaz-Benjumea, terror de Chatos y Moscas- encontró un trozo de clavícula entre el barro extraído y lo llevó respetuosamente, sostenido entre dos dedos como una reliquia, hasta la bolsa de plástico de los restos del piloto, que iba aumentando de tamaño.
El sobrino del aviador perdido y reencontrado, Óscar Laucirica, que ayer había cambiado la americana cruzada por un más sufrido terno de ante, se quedaba contemplando muy serio cada fragmento óseo, y daba escalofríos pensar en la imagen hamletiana que proporcionaría, de producirse, el hallazgo de la calavera.
El familiar asegura estar cumpliendo "una obligación de sangre". ¿Emocionado? "Sí, sí. Vamos a ver qué va saliendo". ¿Por qué cree que la gente se ha interesado tanto por su tío, el aviador? "El morbo, le va mucho a la gente, la posibilidad de hallar un cadáver y todo eso". Hombre y habrá su punto de romanticismo: un viejo avión de hélice, un piloto caído, el mito de Ícaro hecho carne -bueno, huesos-. "Sí, algo de eso también hay, supongo".
"El material era de calidad, vea", ilustraba amablemente el representante del Ejército del Aire en la excavación, el suboficial Juan Sivill, mostrando el brillo rutilante pese a los años de un tubo fácilmente identificable como parte del tren de aterrizaje del caza. Sivill era escéptico ante la posibilidad de encontrar la cabeza del teniente Laucirica. "Es posible que saliera disparada con el brutal impacto. Hay testigos que dicen que fue un tortazo de muy señor mío y que la caída originó un surtidor de 20 metros de fango. Lo que tenemos es lo que debió de quedar atrapado entre los hierros del avión, plegado como un acordeón. El cráneo podría estar en cualquier parte. O haberse destrozado; piense que los aviadores de la época no llevaban casco. En fin, de hecho, hemos encontrado mucho más de lo que cabía esperar; del piloto y del aparato. Hemos tenido mucha suerte".
Sivill se extasiaba ante el árbol de levas, los 12 cilindros en uve, la esparcida mecánica que volvía desde el barro y se amontonaba, vil chatarra del otrora rutilante pájaro, en montones confusos. El contundente motor impresionaba a un curioso. "¡Tenía que ser así de grande para sacarle 1.200 caballos!", ilustraba el militar.
Las piezas fueron luego cargadas en un camión para su transporte a dependencias militares, donde serán lavadas y analizadas.
A las cuatro de la tarde, la pala excavadora levantó con un gesto de triunfo un gran objeto alargado. Era una ametralladora (o acaso un cañón) del Messerschmitt, entera y en sorprendente buen estado. Se hizo entre los presentes ese silencio impresionado que se crea ante cosas ideadas para provocar la muerte. Óscar Laucirica lo rompió mostrando un entusiasmo digno de su tío: "¡Me tendría que llevar a casa esta pieza y colgarla en la chimenea!". Sivill comentó discretamente que no veía problema en que al familiar del piloto le fuera entregada, más adelante, el arma que portó su pariente.
"Esto ya está", manifestó luego un operario oteando el cielo, que empezaba a mostrar un tono rojizo. "Falta el cráneo", anotó inmediatamente el sobrino, que en el ínterin había resbalado y se había cubierto penosamente de barro. Todos los presentes intercambiaron una mirada de comprensión. "Hay que hacerse a la idea de que quizá no aparezca", le dijo uno de los técnicos como si le diera el pésame. "Más abajo ya no hay nada. Lo que se enterró más profundamente fue el motor. Hace ya rato que la pala saca sólo fango. Los huesos que faltan pueden haber quedado en la capa freática y haberse disuelto. Por si acaso volveremos a rebuscar cuidadosamente entre la tierra que han sacado las excavadoras".
Llegaron tres trajeados empleados de pompas fúnebres -con cierto retraso, más de 60 años, como apuntó jocosamente un cansado trabajador- para recoger los restos humanos. Cogieron las tres bolsas, incluida la que contenía las botas, y se alejaron caminando lentamente a través del prado, con su vieja carga de dolor, aventura e historia.
Cómo encontrar un pie
Este enviado especial a la zona cero del Messerschmitt vivió ayer la extraordinaria experiencia de hallar él personalmente un pie del aviador perdido. Fue hacia las dos de la tarde. En un montón de barro descartado y por el que nadie se interesaba, fuera ya de la zona acotada de la excavación, se veía un pequeño fragmento de tejido. Era un trozo de gruesa ropa militar. Debajo había más. Extraída cuidadosamente con un bolígrafo, evidenció ser un calcetín. Todo el que haya leído sobre excavaciones arqueológicas de restos humanos sabe que los calcetines conservan estupendamente los huesos del pie del cadáver, pues se convierten en perfectas bolsas para ellos. Cuando en la década de 1980 se excavó en el campo de batalla de Little Big Horn, donde el general Custer pereció con todos sus hombres a manos de los sioux, se encontraron varios pies de soldados dentro de calcetines -es un enigma por qué los indios les dejaron los calcetines a esos soldados, mientras que desnudaron, tras acabar con ellos, a la mayoría de los hombres de Custer; pero en fin esa es otra historia. Efectivamente, pues, dentro del viejo calcetín del piloto del Messerschmitt había media docena de huesecillos desarticulados que tintineaban al mover la prenda, como un macabro sonajero. El calcetín y su contenido fueron llevados respetuosamente por el que escribe estas líneas hasta el sitio donde se guardaban los demás restos del piloto, y depositados con cuidado. Todas esas partes del cuerpo del arrojado aviador serán reenterradas tras una ceremonia que prepara la familia.
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