La nostalgia de tanta puñetera lentitud
Cuando regresas en tren de Sevilla a Madrid y llegas a destino con muchísimo retraso, maldices la poesía
Mi abuelo atesoraba trenecitos de plástico. Yo me imaginaba personajes que bajaban y subían de los vagones en miniatura y de las locomotoras. Mi abuelo decía: “No toques eso”. Pero me dejaba tocarlo. En aquellos trenes de juguete siempre viajaban personajes de ficción que lucían gorros de piel y manguitos. Portaban sombreras y baúles. Maletas de cartón que yo nunca había visto en mi propia casa.
Luego recuerdo trenes que tenían compartimentos y un pasillo. Viajé alguna vez en estos trenes y los disfruté en las películas de Alfred Hitchcock. Desde Alarma en el expreso a Con la muerte en los talones. Cuántas cosas pueden ocurrir dentro de los trenes. Cuántas cosas se esconden a la vista en un espacio tan escueto y cuánta intimidad nace de la proximidad no tan casual de los viajeros… Me produce escalofríos la idea de que alguien desaparezca dentro de un tren y tú, que has visto a ese alguien que de pronto nunca estuvo allí, te conviertas automáticamente en una loca. Queda el rastro de un mensaje escrito con el dedo en la ventanilla del vagón restaurante. Un rastro que, como tinta invisible, solo aparece en determinadas condiciones.
Bajo la automatización de los trayectos, anidan una semilla siniestra y también las mejores historias de amor. El amor en lugares de paso. Aquel Breve encuentro de David Lean. En Grand Central Station me senté y lloré de Elizabeth Smart. Contra las vías, el suicidio de Ana Karenina, el asesinato de Perdición de Billy Wilder, las sombras de Deseos humanos, soberbia adaptación que Fritz Lang hizo de La bestia humana de Zola. Recuerdo la versión de Sidney Lumet de Asesinato en el Orient Express: las pasajeras más elegantes (Lauren Bacall, Jacqueline Bisset, Vanessa Redgrave, incluso una Ingrid Bergman con su glamur camuflado) suben al tren. “Pasajeros, al tren”. Despedidas. Puntos finales y el inicio de toda aventura. Agatha Christie escribió otra novela fabulosa con las guías de ferrocarril en el centro de la trama: The ABC Murders. La adaptación de este texto para la serie Poirot me maravilla. Los apuros de un pequeño tren. El guardavía de Dickens.
Nostalgia a paladas. Irrenunciable nostalgia que quizá sirva para responder a una pregunta: ¿cómo se reflejan los nuevos tiempos del viaje en la narración? Ritmo, textura, tempo. Aunque en los trenes todavía viajen personas elegantes, hoy escuchamos otras conversaciones: tres presentadores de un reality usan la IA para ensayar cartas de despido. Lo he visto. Nos toca inventar historias sin paradas intermedias. El viaje, como narración de vida y experiencia de lectura, se acorta, pierde vericuetos, se uniformiza. Se envasa al vacío. La aventura como siempre surge en lo imprevisto, por ejemplo, el atropello de una vaca. Pero resolvemos lo imprevisto de manera diferente. Ahora el relato de los trenes ha de ser otro, porque no contemplamos igual el paisaje desde la ventanilla. Quizá el verbo “contemplar” ya no signifique lo mismo y el paisaje a trescientos kilómetros por hora se resuma en una serie oscilante de franjas de color. No recuerdo paisajes detrás de la ventanilla en Bullet Train. Tren a Busan es una película coreana de trenes de alta velocidad y zombis.
Luego, cuando regresas en tren de Sevilla a Madrid y llegas a destino con muchísimo retraso, maldices la poesía. En el vidrio, el reflejo del interior del vagón y los arbolitos de fuera se superponen y te resultan tan cargantes como la serialidad del motivo de un papel pintado. Paisaje inmóvil. Entonces, reformulas el vínculo entre realidad y relato, y caes en la tentación de cuestionar la nostalgia de tanta puñetera lentitud.
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