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Días de verano
Crónica
Texto informativo con interpretación

Aquel verano de... Andoni Luis Aduriz: en busca de mi identidad

El cocinero recuerda cómo se descubrió a sí mismo en sus primeras vacaciones de adolescente en 1985 alejado de sus padres en un campamento navarra

Andoni Luis Aduriz, con gafas oscuras, en una foto familiar.
Andoni Luis Aduriz, con gafas oscuras, en una foto familiar.
Andoni Luis Aduriz (cocinero)

Aquel verano no fue el del primer amor, ni el que relata una imponente travesía, ni el de una situación tan relevante que cambiase la trayectoria de mi vida. Aquellas semanas tan solo retienen instantes de mi adolescencia temprana, por vez primera alejado de mis padres y apartado de la facilidad del que había sido mi mundo hasta entonces. Días largos, cálidos, a veces lluviosos, plenos de situaciones mundanas, por así decirlo. Pero también un viaje de búsqueda por los caminos pedregosos de mí mismo y mis aprensiones; por añoranzas futuras y refugios surgidos en la exploración de un bochornoso estado anímico juvenil, al que resultaba tan ajeno el entorno rural de aquel campamento como la impredecible tormenta interna que necesitaba comprender. Una larga distancia hasta la quietud emocional, a poco más de media hora de casa, en una pequeña localidad de la montaña navarra, pegada a Gipuzkoa.

La parroquia del barrio planeó una residencia de verano en un envejecido caserío que fue preciso acondicionar para poder distribuir los sacos de dormir sobre su herido suelo de madera. Nunca había limpiado tanto, al menos de esa manera, ni había estado tan fuera de casa, ni tan fuera de mí. Me sentía inseguro y vulnerable, desconocía lo rápido que se seca una toalla tendida al sol, cómo curar una ampolla o encender una chimenea y que no se debe limpiar una navaja con la parte baja de la camiseta y el filo hacia adentro. No sabía nada de casi nada, y menos cómo afrontar ese accidentado trayecto hacia la autoafirmación, que hizo de mi llegada a aquel paraje un regreso al paréntesis tedioso en el que se convertía mi tiempo de chaval solitario en cualquier lugar fuera de la cotidianidad. “La adolescencia fue para mí una verdadera iniciación en derrotas”, como bien dijo Bioy Casares, y en mi caso no fue una excepción.

Fue un viaje de búsqueda por los caminos pedregosos de mí mismo y mis aprensiones; por añoranzas futuras y refugios surgidos en la exploración de un bochornoso estado anímico juvenil

Ahora, en ocasiones, la inestabilidad, ya sea climática o anímica, desencadena un temporal que obliga a recluirse, transformando un aparente inconveniente en una salida. Esos días de relámpagos, truenos y aburrimiento veraniego nos empujaban a encontrar formas creativas de llenarlos. Eran mañanas de juegos inventados y exploraciones por los alrededores tras escampar el aguacero. Después, todo era más sencillo: nos sentábamos a charlar, construíamos fuertes con los sacos de dormir y leíamos. Aprendimos a esperar y a valorar lo efímero, sin saber aún que tenía nombre. Hubo noches en tiendas de campaña, con historias de miedo exageradas por la parpadeante iluminación de las linternas. Risas bajo las estrellas y conversaciones cómplices a la luz de la luna de fresa. Zambullidas en el río, lleno de recodos oscuros donde la imaginación agazapaba inquietantes siluetas y riesgos. Travesuras y confidencias de sueños tan idealistas como inalcanzables que nos transformaban en delanteros de fútbol, en batería de un grupo heavy o en pilotos de Fórmula Uno. A esa edad, la ensoñación se convierte en una forma de protesta.

Se forjaron amistades eternas con chicos a los que jamás volvería a ver y algo me hizo presentir que esas despedidas se repetirían en el futuro. Fueron jornadas de interminables caminatas por senderos caldeados por el sol, entre árboles, sin teléfono móvil ni botiquín. De obligatorias actividades optativas, de rozaduras en los pies y olor a humo en la ropa, con monitores inexpertos que yo percibía como adultos juiciosos, al igual que veía a los deportistas y tantas otras figuras que hoy me parecen jóvenes alocados. Para alguien como yo, que buscaba pasar desapercibido y participar en las actividades sin llamar la atención, la falta de la seguridad que brindaba ser un simple observador pasivo me generaba una timidez que no sabía cómo disimular.

Se forjaron amistades eternas con chicos a los que jamás volvería a ver y algo me hizo presentir que esas despedidas se repetirían en el futuro

Aquel álbum de momentos rescatados guarda los días que se traspasaban persiguiendo distracciones en arroyos, capturando eskallus y cangrejos de río. Preserva el pudor que me producía ducharme junto a mis compañeros, lo intimidantes que me sonaban los aleteos y los zumbidos de peligrosos insectos inofensivos; lo chocante del sabor de las sopas de sobrecalentadas en hornillos de gas o el molesto olor a productos de limpieza baratos y a la transpiración del ajetreo postpuberal. Pero también retiene la terrosa y ligeramente dulce fragancia de los helechos que se colaba por el hueco que una vez fue una vieja ventana, horizontes iluminados y la frescura del agua de los manantiales. Rememora rayos de sol sobre las lonas de las tiendas donde dormíamos alguna noche y gestos amables y confiados alrededor de fogatas nocturnas. Aquella experiencia fue un espejo donde descubrirme, una oportunidad para rastrear en mi mapa interior caminos por hollar y señales en la ruta de la confianza. Un refugio en la aventura de la búsqueda de identidad.

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Sobre la firma

Andoni Luis Aduriz (cocinero)
Andoni Luis Aduriz (San Sebastián, 1971) es un cocinero reconocido internacionalmente que lidera desde 1998 el restaurante Mugaritz, en Errenteria, con dos estrellas Michelin. Comunicador y divulgador, colabora desde 2013 con ‘El País Semanal’, donde comparte su particular visión de la gastronomía y su mirada interdisciplinar y crítica.
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