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Días de verano
Crónica
Texto informativo con interpretación

Aquel verano de… Jorge Valdano: unos tipos devenidos en héroes

Casi 40 años después, el campeón del mundo de fútbol comparte sus recuerdos de México 1986, el Mundial en el que la selección argentina se hizo con el título

Jorge Valdano celebra el segundo gol de la final del Mundial 1986 contra Alemania Occidental.
Jorge Valdano celebra el segundo gol de la final del Mundial 1986 contra Alemania Occidental.Peter Robinson - EMPICS (PA Images via Getty Images)
Jorge Valdano

Me plantaron en el fútbol y ahí crecí. Siempre tuve sentido de equipo, de modo que muchas de mis historias personales se hacen solubles en un colectivo. Mucho más en aquellos tiempos.

Es México en 1986, un país que no conocía y al que fui formando parte de la selección argentina de fútbol. Había un Mundial. Éramos un equipo futbolísticamente desafinado y con un espíritu endeble. Aquello tenía muy mala pinta. Además, hacía un calor de morirse, la altitud no me dejaba vivir, me aburría como una momia y el lugar de residencia era de quinta categoría. Así empezó el mejor verano de mi vida.

Llegamos antes que nadie, pero como fugitivos. Escapamos del ambiente irrespirable que había en Argentina y de un intento gubernamental de sustituir a Bilardo, nuestro entrenador. Poner tierra de por medio fue el modo que eligió Bilardo de desalentar a los conspiradores. Pero además, el grupo padecía ese tipo de enfermedad anímica con un perfil muy tenue, pero que si no lo tratas te va apagando hasta morir de nada. Ocurre muchas veces en el fútbol. Crecía la inseguridad. También porque, según Virgilio, “el resultado valida los hechos”, y los nuestros eran desastrosos.

Solo había un consuelo: teníamos tiempo. Una plantilla madura lo aprovechó para solucionar los problemas con una autogestión ejemplar. Parecíamos el Parlamento de un país devastado. Decenas de reuniones, muchas veces conflictivas y en ocasiones hasta violentas fueron purificando el ambiente. El entrenador tomó decisiones acertadas y contribuyó al fortalecimiento emocional con actitudes singulares. Para lo primero sirvió su obsesión, que nos mantenía en estado de alerta permanente. Para lo segundo, sirvió su extravagancia. Podía romper todos los esquemas poniéndose a bailar un rock enloquecido bajo el atronador aplauso de la plantilla. Pequeñas cosas, casi infantiles, que contribuían al buen rollo. Además, un episodio desgraciado solucionó un problema social de raíz. Daniel Passarella, capitán del Mundial del 78, había roto su relación con Maradona, capitán del 86. Una tensión que contaminaba la convivencia. En vísperas del comienzo del campeonato Passarella sufrió una intoxicación que le obligó a una larga hospitalización. Maradona ya no tuvo interferencia para actuar como gran capitán. Hay veces que los astros se alinean con fórmulas sorprendentes.

Nuestro primer partido fue contra Corea y salimos con miedo. En la semana habíamos jugado un partido contra los juveniles del América de México y empezamos perdiendo. En el segundo tiempo solo pudimos empatar cuando Bilardo se puso de árbitro. Pero le ganamos a Corea, empatamos el segundo partido contra Italia, que era el último campeón del mundo y, desde ahí, empezamos a sentirnos más seguros, más confiados, más unidos. Ganar une.

En cuartos enfrentamos a Inglaterra, en aquel partido que operó como venganza de la derrota en Malvinas y que convirtió a Maradona en un nuevo general San Martín. Aquella transformación de Diego de ciudadano a prócer, dotó a la concentración de un interés sociológico añadido. Su fútbol era mágico, pero no solo había fútbol en el fenómeno Maradona. Vivíamos con Dios. El Dios con más debilidades humanas que se haya conocido. Mezcla fascinante.

Tiempo después, el periodista inglés Borney Ronay escribió un artículo sobre aquel mítico Argentina-Inglaterra y, sobre nosotros, dijo: “Aquellos jugadores vivían en cabañas de madera, se afeitaban al aire libre, preparaban barbacoas y saltaban como locos en el autobús antes de comenzar los partidos”. Y terminaba preguntándose: “¿Cómo pudimos perder contra esa gente?”. Yo se lo voy a aclarar a mi admirado Borney, que exagera un poco, algo que está en la naturaleza de todo prejuicio. Aunque es verdad que vivíamos de un modo precario, el glamour no es importante para ganar. Aquel día los atropelló un Diego iluminado, que intuyó que ese era el momento perfecto para pasar a la historia.

Frente a Alemania, en la final, éramos un equipo hermético que sabía jugar con un genio inspiradísimo en el mejor momento de su carrera. 45 días no caben en 800 palabras. Mucho menos la emoción y el miedo de la travesía como representantes de un país con una relación exagerada con el fútbol. Mirándolo desde la complacencia actual, las preguntas siguen sin poder contestarse: ¿Cómo puede ser que en poco más de un mes ese frágil grupo alcanzara la solidez del acero? ¿Cómo es que terminamos siendo campeones del mundo sin jugar una prórroga ni tirar un penalti? Aquella banda de moral quebradiza que llegó a México, casi 40 años después sigue siendo un grupo de amigos con nuestro correspondiente grupo de WhatsApp. En cuanto a mí, gracias a aquella experiencia he sido un poco más feliz cada día del resto de mi vida. ¿Qué más se le puede pedir a un verano?

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