Fantasmas color sepia en hoteles de lujo
En el parador de Bayona, por una deferencia del director, ocupé la ‘suite’ principal, en la que habían dormido el rey Juan Carlos, el príncipe Felipe, Charles de Gaulle, varios monarcas destronados y también el Generalísimo Franco
En los viajes que he realizado por el mundo me he hospedado en hoteles de mala muerte y en otros cargados de historia. En este caso, al entrar en la habitación siempre me preguntaba qué clase de personajes ilustres o tipos facinerosos habrían dormido en esa cama, qué damas misteriosas de doble vida habrían usado el cuarto de baño, cuántos adulterios, peleas, reencuentros habrían reflejado sus espejos. Creo que lo más sólido de los viejos hoteles de lujo británicos son los fantasmas cuyas sombras permanecen pegadas a las paredes. A cualquier albergue de lujo exótico y lejano que vayas te encuentras que por allí han pasado los huéspedes inevitables, Winston Churchill y los duques de Windsor. También parece imposible llegar a un hotel de Europa con historia por el que no vague la sombra del poeta Rilke, especialista en enamorar princesas y duquesas del imperio austro-húngaro y a sus respectivos maridos.
Rilke fue un poeta errante que iba siempre invitado de mansión en mansión, de hotel en hotel en Venecia, en Capri, en la Selva Negra, en París, en Roma, en Estocolmo, en Florencia, en San Petersburgo, en Duino. Y por dondequiera que pasó fue dejando también un rastro de amores fingidos. ¿Qué se le perdió en el hotel Victoria de Ronda? Lo mismo que al guepardo en las nieves de la cumbre del Kilimanjaro. Empecé a leer a Rilke durante el campamento de milicias en Montejaque, cuya memoria ya está perdida en el tiempo. Algún domingo subía a Ronda y leía alguno de sus poemas junto con un granizado de limón con hierbabuena en la terraza del hotel Victoria. Los dos brebajes eran intercambiables.
Me gustan las fotografías de color sepia que muestran cómo eran esos hoteles en la época de entreguerras. Si estaban junto al mar aparecían con algunas barcas de velas latinas varadas en la arena y los payeses y pescadores indígenas posando junto a los señoritos que vestían trajes color manteca, junto a sus mujeres con bañadores de avispa derramando sonrisas. Los sillones blancos, las copas de los helados art déco, las hamacas, las casetas con telas a rayas blancas y azules, los camareros de toda la vida, tan fieles y serviciales en medio de las fiestas de sociedad. De noche cuántas veces he soñado mi primera llegada al hotel Formentor de Mallorca, cuando acababa de pasar por allí la ráfaga de la literatura promulgada por Cela y las aguas de la bahía reflejaban el poema de Costa i Llobera que después cantaría Maria del Mar Bonet, El pi de Formentor. Este hotel aún hoy exige llegar a su vestíbulo con un baúl de loneta y un maletín de fuelle en compañía de alguna mujer que se adorne con casquete en el pelo y cuatro vueltas de collares que le lleguen hasta la cadera.
En cierta ocasión, en el parador de Bayona, por una deferencia del director, ocupé la suite principal, en la que habían dormido el rey Juan Carlos, el príncipe Felipe, Charles de Gaulle, varios monarcas destronados y también el Generalísimo Franco, que lo aprovechaba para echar la siesta mientras tenía fondeado el yate Azor en aguas de la bahía. Lo cierto es que no experimenté ninguna macumba especial transmitida en sueños por el dictador. En el hotel Villa Politi, que se levanta sobre la latomía de los Capuchinos en Siracusa, supe que muchos años antes me había precedido André Gide. ¿Qué iría buscando? Tal vez, que un efebo lo azotara con un látigo de laurel y solear la carne con el siroco, perderse en los vericuetos del puerto o soñar que la isla de Estigia, que forma parte de la ciudad unida por un puente, fue donde la ninfa Calipso retuvo a Ulises.
Una de las sombras más valoradas que habitan en hoteles con historia es la de Al Capone. Basta que en recepción te digan que por allí pasó este célebre gánster para que empieces a investigar la cama donde dormía, el sillón en el que se sentaba en el vestíbulo, el taburete que usaba en la barra del bar. Cuando desde Chicago viajaba a Nueva York solía hospedarse en el Intercontinental. Por allí caí un 10 de septiembre de no sé qué año para hacer un reportaje del aniversario del atentado de las Torres Gemelas, sin darme cuenta de que por la apertura de las Naciones Unidas, dada su proximidad, el hotel estaba lleno de gerifaltes de todos los países muy buscados por los terroristas. La manzana permanecía acordonada. Me dieron una suite al final de un pasillo cuyas habitaciones estaban todas ocupadas por elementos del FBI con sus perros lobo respectivos. Yo era el único ser inocente en toda la planta. De noche oía aullar a los perros que previamente me habían olisqueado hasta las partes más secretas de mi cuerpo. Dormir en la misma cama que Al Capone rodeado de medio centenar de perros del FBI es una de las cumbres que he escalado en mi vida.
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