La viajera María Belmonte invoca a las ninfas para sumergir al lector en un culto y turbador paseo por las fuentes
El nuevo libro de la escritora, ‘El murmullo del agua’, lleva desde parajes secretos de Grecia a concurridas plazas romanas, pasando por misteriosos jardines renacentistas
Para su cuarto libro (todos publicados por Acantilado), María Belmonte, la culta viajera o la viajera culta, ha elegido el precioso tema de las fuentes. Aunque cualquiera que conozca y haya leído a la autora sabe que lo que aguarda en sus páginas siempre desborda (y valga la palabra) el título, pues buena es Belmonte (Bilbao, 70 años) para confinar su imaginación, sus periplos, sus lecturas y su prosa en un espacio acotado. De hecho, El murmullo del agua (2024), que así se llama el libro, se subtitula “fuentes, jardines y divinidades acuáticas”, con lo que el campo de juego se abre mucho más allá del tema principal y Belmonte puede hablar de lo que le da la gana, siempre de cosas interesantes y bellas.
“Me inspiró, en ese momento misterioso en que empiezas un libro, la obra de 1949 Delight (Placer), de J. B. Priestley, en la que el autor describía las cosas placenteras que le alegraban la vida, y la primera eran ¡las fuentes!”, explica Belmonte en una mesa del hotel barcelonés Alma. Al otro lado del ventanal están los jardines y la escritora vierte el contenido de un botellín de agua mineral en su vaso, así que está en ambiente. “¿Mi fuente favorita? En el fondo este libro lo escribí para visitar por fin la Villa Pliniana, junto al lago Como, que se me resistía, y la fuente que hay en su interior. Los Plinios, tío y sobrino, estaban fascinados porque es intermitente, se detiene tres veces al día y no sabemos por qué. Leonardo también quedó subyugado, y Shelley. Es un sitio impresionante. Finalmente pude entrar, con cita. Cuando estuve manaba, no se detuvo”.
De nuevo, en el centro del libro, que ha sido publicarlo en plena sequía y que al poco, en sincronicidad junguiana, no pare de brotar agua por todas partes, están la propia autora y la invitación que hace a visitar con ella sitios que la conmueven, interesan, maravillan o incluso espantan. Lejanas grutas griegas, fuentes en plazas de Roma, secretos jardines renacentistas ( “Lugares iniciáticos en los que te codeas con la sombra de los neoplatónicos”), escondidos ninfeos. Agua que mana de grietas, de bocas de estatuas, de caños o de libros. Pasear con María Belmonte es hacerlo no solo de su mano, sino de la de los muchísimos autores (ahí están de nuevo, además de los clásicos griegos y latinos y de los poetas y viajeros del XVIII y el XIX sus queridos Patrick Leigh Fermor, Robert Macfarlane, Murakami… ) que va conjurando y que —refinada lectora— son más importantes en su maleta que las guías y los mapas.
Al poco de empezar el libro ya se pone Belmonte bajo la advocación de las ninfas, remitiendo al añorado Roberto Calasso (La locura que viene de las ninfas) y convirtiéndose —diríase— en ninfa ella misma para arrastrar al lector a sus dominios acuáticos llenos de historias asombrosas, de saber líquido y fluido, en el que nos ahoga placenteramente. “Aparecen mis amigas ninfas, sí, deseables y terribles, porque pueden ser muy malas”, ríe quedamente. Recoge la escritora, junto a los nombres y leyendas de ninfas como Aretusa, Salmacis, Calisto, Egeria, Albunea, Ambra, todas bellas, claro, el concepto de los nymphóleptoi, los tomados o capturados por las ninfas, algo que se puede aplicar a todos (y todas) los que abreven en estas hermosas páginas y a los que la autora nos hace víctimas de ninfolepsia, la melancolía (ay), que contagian las ninfas. Belmonte aprovecha para recordar en la conversación la polémica por el precioso cuadro de Waterhouse Hilas y las ninfas que la Manchester Art Gallery consideró que podía herir los sentimientos feministas. “¡Qué va a quedar en los museos!”, deplora. De la coincidencia inicial de su libro con la sequía apunta que no quiso ponerse apocalíptica pero sí dejar traslucir la preocupación y la nostalgia por las fuentes abundantes, de muchas de las cuales en Cataluña “aún sale solo un hilillo”. En todo caso, recalca, “mi libro es una celebración del agua”.
Dar cuenta de la amplitud del viaje es imposible. Belmonte, cazadora de instantes, dice al principio que va a hablar de las fuentes junto a las que ha estado a lo largo de su vida, “lugares mágicos y liminares a los que hay que acudir sin prisa como quien va a visitar a un amigo”. Fuentes, tan importantes para una gran e irredenta caminante como ella, que “cantan y nos hablan directamente al subconsciente”. Las fuentes de infancia y cantimplora escolar, las del Jardín del Edén, la de la eterna juventud, la de Apolo, Castalia; la de Kanathos, en Nauplia, que tenía el poder de restaurar la virginidad; el manantial Hipocrene, en Beocia, creado por una coz de Pegaso… Pero luego abre el grifo y sale de todo. Vitrubio y la arquitectura hidráulica, el alcantarillado de Roma, los acueductos “apoteosis de las fuentes”, la novela Pompeya de Robert Harris, los Plinios, el lago de Nemi y La rama dorada, el mirobálano con el que acaso se colocaban los neoplatónicos en sus jardines, la amistad de Bernini con el agua y el chorro pétreo de la fuente de los Cuatro Ríos, el suicidio à la Catón el Joven de Borromini, arrojándose sobre una espada. También las decepciones y frustraciones, los lugares fascinantes convertidos en atracción turística, los autocares de turistas invadiendo la villa de Hipólito de Este en Tívoli, el agotamiento postsíndrome de Stendhal superado con bolsas de patatas fritas (“Cuando se está de viaje hay que dejarse de remilgos y cobrar fuerzas con lo que te salga al paso”) y botellas de agua mineral. Incluso hay un espacio para una disertación sobre La gran belleza de Paolo Sorrentino y su “mucha agua”.
Una línea de sutil erotismo atraviesa El murmullo del agua, desde el cuerpo desnudo de la mujer representado en el arte como símbolo de fuentes y manantiales, de la fertilidad, como La fuente de Ingres —Belmonte recuerda que Simon Schama señaló a propósito de Courbet que las cavidades de las que brotan las aguas aluden al sexo femenino— a Anita Ekberg “transformada en ninfa” en la Fontana di Trevi en La dolce vita de Fellini y llamando al “fauno” Mastroianni (“¡Marcello, ven!, ¡date prisa!”). Sin olvidar el “sueño húmedo con final neoplatónico” de Polífilo —protagonista del enigmático libro del Renacimiento. Hypnerotomachia Poliphili—, consumado al pie de la estatua de Venus desnuda en su sagrada fuente.
En el libro, brotan inesperadamente aquí y allí momentos íntimos de Belmonte: el recuerdo en Como de su marido fallecido, Javier, o el del también desaparecido Jaume Vallcorba, la historia de su primer viaje a Roma, con veintipocos, mochilera y acompañada de un amigo con el que leían la Eneida en las ruinas del Foro poniéndose estupendos y sintiéndose viajeros del Grand Tour ( “Todo era maravilloso porque éramos jóvenes y estábamos en Roma”, escribe con hálito conradiano). O el fascinante relato (Belmonte no excluye un próximo paso a la ficción) de la relación de la viajera con la exuberante pelirroja británica A. en la excursión a la cueva Coricia, el antro de las ninfas, que se extiende por las profundidades del Parnaso. ¿A.? “Alison, no he sabido nada de ella, éramos jóvenes las dos, ella con su melena rojo fuego y yo castaña”, dice tocándose inconscientemente el cabello blanco. “Esas cosas maravillosas solo pasan en Grecia, ella era como un espíritu de la naturaleza. Y estábamos en Delfos, palabras mayores, hasta el turista con menos bagaje siente que hay algo ahí, la atmósfera despierta un miedo muy placentero, Pan siempre anda cerca”.
Mucha melancolía en El murmullo del agua, desde el numinoso templete circular en ruinas, entre los bosques junto al agua, de La piscina (c.1777), de Hubert Rover, que ilustra la portada. “Surge cuando repasas todo lo que has vivido. He recorrido Grecia a pie y siempre vas siguiendo los pasos de alguien. En una fuente al pie del Taigeto cuando rellenas la cantimplora piensas que el mismo gesto lo hizo Paddy Leigh Fermor. Y quizá también Chatwin. Las lecturas y las presencias nos acompañan. Viajar, decía Calasso, es en el fondo ir a lugares que ya no existen”. Es un libro muy intenso en su belleza. “Soy muy perfeccionista, y tengo que saberlo todo de lo que escribo”. ¿Un consejo para viajeros que quieran ser como ella peregrinos de la belleza? “No es que tenga un método, todo viaje es un misterio y un descubrimiento, una cosa te lleva a la otra, has de saber estar abierto a lo insospechado”.
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